‘El vendedor de periódicos’, Antonia Eiriz, 1964
‘El vendedor de periódicos’, Antonia Eiriz, 1964

Tenía 16 años en una Cuba de Período Especial. Había ido caminando de mi casa hasta La Lisa, algo más de cinco kilómetros, solo para estar a tiempo en aquella inauguración de la galería Domingo Ravenet que dirigía, con mano fina y gusto maravilloso, Tony Fernández Seoane.

Yo iba por Antonia. Ella es lo único que recuerdo de aquella maravillosa exposición colectiva. Ella y su muñeco. Ella y la lacerante sensación en el estómago que me produjo el encuentro con esa obra, la manera que tuvo de atravesar mi propio dolor, de abrirme una ventana a lo que sería el eterno retorno del horror del que hemos sido testigos en este país extraño, donde la vida y la historia se mueven en bucles temporales como si estuviéramos en una película de Tarkovski o en uno de los capítulos de Black Mirror.

Pude conocer la obra durante el montaje de la expo, porque a la sazón estaba haciendo una especie de pasantía en la Galería de la Lisa. Había terminado el onceno grado en la Lenin y se exigía que durante las vacaciones los alumnos se integraran a uno de esos inventos peregrinos de nuestro gobierno, las BET: Brigadas Estudiantiles de Trabajo. En realidad se trataba de pasar dos semanas trabajando en los surcos de la escuela, en los mismos albergues que se usaban durante las clases, con los mismos compañeros de aula y los maestros, ahora en su función de supervisores del cumplimiento del horario y las labores de campo.

Yo, por supuesto, no quería ir. Odiaba la escuela, odiaba el hambre en la escuela, odiaba el trabajo en los platanales del campo, odiaba el tanque de “agua potable” para beber delante de los surcos, tanque donde las ranas “hervían” cómodas y felices. Pero tenía miedo de perder la Lenin si no iba. Ese mismo miedo lo tuvieron mis compañeros de estudio. Ellos fueron, yo no. Yo hice que mi madre hablara con Tony, el director de la Galería Ravenet, para que me tuviera quince días trabajando con ellos. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa solo por escapar de la escuela en vacaciones, y la galería fue un verdadero oasis. Fui por dos semanas y me quedé un mes. Lo que esos días significaron para mi vida es algo difícil de describir. Era el verano del 94, el mismo de los apagones de 8 horas por 8, de las revueltas del 5 de agosto y de los miles de muertos en el mar por aquel éxodo que permitieron en conjunto Cuba y Estados Unidos. Verano de balsas hechas a prisa y sin cuidado. Verano de mar teñido de sangre.

En la galería yo tenía jornadas de aprender muchísimo de arte cubano y acumular términos y conceptos. Tony me enseñaba como si fuera mi maestro, aunque no lo era ni estaba obligado a serlo. Por él supe también lo que era amar el lugar donde se trabaja, aunque este no sea el mejor del mundo, a dignificar lo que se hace y hacerlo de la mejor manera que se pueda.

Los que visitaron la galería en los noventa saben de lo que hablo. En Cuba no había comida, pero Tony conseguía siempre algo que brindar en sus actividades. Los lugares estatales “lucían” sucios y destartalados, pero allí la limpieza y el orden estaban siempre presentes. Más de una vez lo vi empuñar la frazada porque ese día había faltado la empleada de limpieza. En fin, asuntos que no pueden comprenderse fuera del ámbito de la fe o la poesía.

Allí conocí a Antonia. A ella no, por supuesto. La artista moriría un año después fuera de su país, en otro lugar del mundo a donde tuvo que ir a refugiarse como hicieron y hacen muchos, porque esta tierra padece de una enfermedad terrible que la hace vomitar a sus mejores hijos, expulsarlos lejos, apartarlos de su vista.

El día del montaje, cuando Tony colocó en medio de la sala de exposiciones aquel muñeco maravilloso, pensé en su autora. La imaginé fea, la imaginé con verrugas y con ropa hecha de harapos. Luego me di cuenta de que en realidad Antonia estaba triste. Esa tristeza me agredía y me atravesaba, me era familiar, y con el tiempo me sería aún más familiar, porque si algo ocurre con la tristeza es que con los años se expande, alcanza nuevos lugares, duele desde rincones que uno ni siquiera imaginó que existían.

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En aquellos años de mi adolescencia y primera juventud estaba cerrado el Museo Nacional de Bellas Artes, así que pasó mucho tiempo hasta que volví a ver un Eiriz original. En diciembre del 2021 pude visitar la exposición que hizo el MNBA para homenajearla, y pasé horas mirando y mirando las expresiones terribles de sus personajes, la desolación y el horror de la costurera de La anunciación, la terrible sensación de aquella desolada Tribuna para la paz democrática, los trazos duros de Ni muertos, las bocas llenas de dientes de El dueño de los caballitos. Pero sobre todo, pasé mucho tiempo admirando su Vendedor de periódicos, mi obra suya favorita. Estoy casi convencida de que no es la misma obra que vi aquella vez de mi adolescencia en La Lisa, pero viene de la misma hechura, de mano que cose, pega chapas, empata telas y saca, como por arte de magia, una figura maravillosa.

El vendedor es un muñeco maltrecho, como aquel que me hizo conocerla. Cojo, como su autora, va en un carrito tipo chivichana, lleva un tareco de sombrero y su cara, hecha de retazos de objetos, carga toda la desolación del mundo. Bajo su brazo lleva el diario que vende. El titular principal habla de los escollos que tienen que sortear (entonces y aún hoy) Cuba y Estados Unidos para las negociaciones. En esa misma primera plana podemos ver una de esas fotos épicas tan de moda en los años sesenta y más abajo, a la izquierda, con destacada tipografía se puede leer en rojo y mayúsculas la palabra REVOLUCIÓN.

No tengo dudas: soy yo ese vendedor. Y también es Antonia. Antonia y yo somos ese muñeco cojo y conformado a pedazos. Ahí vamos, en una trinidad nada santísima, a intentar vender algo de poesía al mundo, algo de fe, algo de dolor.

Treinta años después agradezco a mis ancestros haber llegado a tiempo a aquella exposición en La Lisa. Allí me esperaba aquel primer muñeco, que me hacía un guiño con uno de los botones que tenía por ojos. Creo que me decía que estuviera lista, que eso que sufría a mis 16 era, parafraseando a Borges, solo el comienzo de una serie infinita.

La autora y ‘El vendedor de periódicos’
La autora y ‘El vendedor de periódicos’
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ADRIANA NORMAND
Adriana Normand (Berlín, 1976). Se graduó del primer curso del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha participado en antologías como El Ojo de la Noche: nuevas cuentistas cubanas (Letras Cubanas, La Habana, 1999); El hombre extraño y otros minicuentos (Luminaria, Sancti Spiritus, 2003) y El retrato ovalado (Unión, La Habana, 2015). Su libro Photomatum mereció el Premio Dador del Instituto Cubano del Libro en 2003 y fue publicado en 2007 por la Editorial Extramuros. Textos suyos han aparecido en Hypermedia Magazine.

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