Sergio Chejfec (FOTO Eterna Cadencia)
Sergio Chejfec (FOTO Eterna Cadencia)

Sergio Chejfec había llegado antes, por eso estaba seguro de que el paraguas negro en una esquina, que me recomendaba robar confiadamente pues yo había salido sin ninguno, no tenía dueño. Los clientes se habían renovado uno por uno desde su llegada al café, mientras el paraguas seguía abandonado y seco en el mismo lugar. Era lógico asumir que el propietario no siguiera entre nosotros. Yo no podría robarlo, dijo como cerrando el plan, en principio porque salí con el mío, pero creo que tú debes hacerlo: los paraguas son objetos que no tienen un dueño específico, más bien accesorios en el límite de ser olvidados en un lugar de paso, lo cual sin duda está en la naturaleza del paraguas, no es que la gente sea despistada o albergue por ellos un sentido de posesión menor en relación a otros objetos; los paraguas circulan y si tú te llevas este ahora algún día, igualmente, lo dejarás en otro lugar, etc.

Seguir valorando su estrategia era darle toda la exposición posible a mi cobardía. Pensé, si dice que lo único que se ha mantenido constante desde su llegada son el paraguas y él, no debe haber ningún riesgo para mí. Nos pusimos los abrigos. Avancé hacia la esquina, agarré con desdén la reliquia que por su peso prometía ser enorme y salimos mientras Chejfec celebraba la apropiación en voz baja. En la acera yo debía continuar el mismo trazo de familiaridad y cerrar el acto con la seguridad de abrirlo tal como lo haría un dueño. Encontré sin dificultad el botón, que súbitamente desplegó hacia el frente una capa heroica entre las gotas de lluvia y, no sin buscar la mirada aprobatoria de mi testigo, lo elevé en posición vertical.

Ahora explota, me dijo.

Esta conversación no fue la que sostuvimos mientras evitábamos los charcos, cada uno bajo el que era y no su paraguas, pero algo del diálogo a continuación comenzó allí, y si recuerdo ahora el incidente es porque puede ilustrar la poética del escritor argentino: un recorrido de atenciones y destinos entre el pensamiento y los objetos, las ambiciones e inevitabilidades de una trayectoria que va a terminar con la posibilidad inesperada de una explosión. Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) es autor de varias novelas, entre las que destacan Lenta biografía, El aire, Los planetas, Mis dos mundos y La experiencia dramática; es autor también de dos poemarios, dos libros de ensayo y un volumen de relatos. Con el pretexto de la reciente publicación en la colección La Honda de Casa de las Américas de su novela Baroni: un viaje (2007), conversamos sobre esta obra y otros lugares cercanos a su narrativa.

Como título, Baroni: un viaje propone una sintaxis en la que un rápido entusiasmo o desinterés de portada lleva a considerar Baroni una ciudad o un pueblo, un lugar (tal vez europeo) que a primera vista uno no sabría bien dónde ubicar. Luego, cuando el lector enlaza esa palabra con el nombre Rafaela Baroni, la artista popular venezolana que talla en madera figuras dotadas de una especial connotación espiritual, aún queda en la expectativa de lectura esa impresión de estar frente a un territorio traicionado, o mal prometido, y que efectivamente va emergiendo con la escritura y los recorridos del texto.

Deteniéndonos en la idea de una persona con nombre de lugar, ¿podemos improvisar aquí una posibilidad de la poética como territorio, una suerte de geografía imaginaria a partir de la creación o las emociones de otro? ¿Cómo sería el lugar Chejfec?

La pregunta tiene algo de cierto en cuanto al territorio. Pese a que Baroni es una persona antes que un lugar, la novela le otorga al nombre atributos propios, aunque no directamente de un lugar, sí de un punto en el mapa. De hecho, la calle donde vive Rafaela Baroni, en Betijoque, estado Trujillo (Venezuela), lleva su nombre, un homenaje de su comunidad a esta artista popular. Y en el relato que escribí, que en parte cuenta el movimiento de un sujeto, que vendría a ser yo, para conocer y luego encontrarse más de una vez con Baroni, ese movimiento se describe como si se fuera a un sitio, más que hacia una persona. Esta mujer de edad avanzada como el epicentro de algo, que representa tanto a su país como a un momento del arte, que es una actitud y una interrogante al mismo tiempo, que se confunde con el territorio que ocupa, al que pertenece de manera inexorable.

Siempre me ha gustado pensar los relatos como excursiones espaciales más que cronológicas. Estamos acostumbrados a que novelas y cuentos describan una historia, que obedezca a una especie de ordenamiento cronológico alrededor de acciones y de su sucesión. Es habitual escuchar que el tiempo es abstracto; pero está tan colonizado por la economía, hay tan diversas formas de medirlo, y acompaña de tal modo convencional las narraciones más estandarizadas, como las provenientes de la televisión y el cine, que en realidad el tiempo se ha convertido en uno de los componentes más materiales de la vida social y de la subjetividad. Y al contrario, el espacio es la dimensión que se obstina en resistir una completa colonización. El espacio es enigmático porque no avanza, y sin embargo se modifica. Diría que el tiempo requiere de una sintaxis, una norma de desarrollo; en cambio el espacio remite a una impregnación. El tiempo nos atraviesa, pero solo el espacio nos colorea. Mi deseo pasa por someter mis historias a la presencia de esa dimensión espacial, como si se tratara de un tiempo con principio y fin no demasiado claros.

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En la novela aparece desde las primeras páginas la oportunidad de narrar el arte. Haciendo una comparación libre con la literatura, en el arte pareciera que existe una temporalidad que redefine la práctica y la apreciación de una obra: es común reconocer dentro de la etiqueta de arte contemporáneo un sistema de relaciones de producción, de sentidos, circulaciones comerciales y agencias políticas; en la literatura, en cambio, lo contemporáneo parece siempre estar en disputa, o bajo sospecha, como si algunos gestos radicales traicionaran algo esencial a la literatura, que para algunos pudiera ser el relato en sí mismo, hasta llegar a la idea de que llamar a algo literatura contemporánea no implica necesariamente otros modos de escritura sino una temporalidad establecida por el tiempo compartido por las publicaciones. ¿Te parece que hay algo contemporáneo (en el sentido en que se resuelve en el arte) que pueda apuntar a una conformación del presente al percibir hoy lo literario?

En la novela se expone el desconcierto ante el hecho de descubrir “arte” donde se supone que no hay. La obra de Baroni vendría a representar la infancia o la esencia del arte, una especie de germen en estado puro y potencial, relacionado por un lado con una aspiración de absoluto, y por otro con una técnica refinadamente rústica, lo cual instala su práctica en el borde de la artesanía. Eso no quiere decir que su obra sea más “artística” que el arte contemporáneo, sino que establece lazos de transparencia con aquello que busca representar, como acaso al arte “contemporáneo” ya le resulta imposible proponer.

Es verdad que la literatura parece más afectada que otras prácticas del arte por la inestabilidad de la idea de lo contemporáneo. Creo que, en parte, ello se debe a la fuerte institucionalización de las artes no literarias, comparadas con las cuales las de la literatura son mucho más numerosas, están sometidas a cuestionamientos constantes, están mucho más diferenciadas, y parecen restringidas a arbitrar campos muy amplios y variadísimas formas de textualidad. La literatura es anárquica por naturaleza; las instituciones que la vigilan y promueven siempre van atrás de ella. Al contrario de lo que ocurre con otras artes.

Hay un elemento que regresa productivamente en varias de tus novelas: el surgimiento de internet como transición y reajuste de percepciones. ¿Te atreverías a hacer un diagnóstico, desde tu perspectiva, de la literatura que tuvo que atravesar ese período?

Hace poco me ocurrió algo curioso. Era una entrevista de radio y el locutor se resistía a pensar que el correo electrónico era un medio de comunicación importante. Hasta sus objeciones eran anacrónicas, decía que haría frías y distantes las relaciones entre las personas. Hablaba en futuro; o sea, en su premisa, el correo electrónico era una práctica de poca gente. Al tiempo supe que murió, noticia que me llegó por correo electrónico. No me gusta defender internet ni la digitalización de las relaciones. Pero hay algo en lo que coincido con el entrevistador, aunque no en su diagnóstico. Me refiero a la capacidad de esas tecnologías para modificar la experiencia y la sensibilidad.

Esos cambios en la percepción y en la conciencia, aun cuando sean hipotéticos en mi literatura, ya que no trato de representarlos como casos testimoniales, me parecen fascinantes y encuentro en ellos implicancias conceptuales con posibilidades literarias.

En cuanto al diagnóstico propiamente literario, es difícil de hacer. Por un lado hay o hubo propuestas que se impregnaron de lo más superficial de los nuevos formatos. Son las novelas escritas como si fueran mensajes de chat o de correo electrónico, etc., en las que se reproducen encabezamientos y campos de los mensajes. Ahí se toman esos protocolos como garantías de verdad, de realismo enunciativo; eso me parece ocurrente o testimonial, préstamos atados al momento técnico y a los protocolos de la literatura epistolar. Es más interesante el desafío que ofrece lo digital para nuevas formas de verosímil, no vinculados con un formato realista psicológico, como ocurre con la literatura, y luego el cine, desde el siglo XIX, sino con una discursividad que se mueve según principios de simulación propios de la pantalla digital. Por ejemplo, lo vinculado con los mapas en línea me resulta inspirador.

Sin abandonar el tema internet, en lo que pudiera ser un cambio de paradigma, hoy parecería que existe una ilusión de accesibilidad a la literatura, en principio por el alcance y la homogenización de grupos editoriales, la circunstancia de que en las ciudades se repita una misma librería que se parece mucho al supermercado, y por otra parte por el acceso online, ya sea el encargo del libro físico o el acceso en formato digital. Tú viviste en diferentes momentos otras oportunidades de lectura desde varios países, ¿cómo ha sido tu experiencia de escritor, en cada momento, viviendo en Argentina, en Venezuela, en los Estados Unidos?

Creo que no he tenido experiencia de escritor en ningún lugar. Cuando me fui de la Argentina, en 1990, un mes antes había salido mi primera novela. Meses más tarde apareció la segunda. Luego seguí escribiendo en Venezuela, donde viví hasta 2005 sin tener la oportunidad de publicar allí. Buena parte de lo que escribí lo hice en Venezuela, donde no fui escritor. Creo que ser escritor es publicar, no solamente escribir. Eres lo que indica el reconocimiento social. Y ahora en Estados Unidos, donde se han publicado algunas novelas traducidas, tampoco me siento escritor porque es natural no ser escritor dentro de una comunidad con otro idioma. De manera que en Argentina, donde publico principalmente, no estoy presente; y donde vivo no publico en mi idioma. Es como si encontrara en esta asintonía entre lugar objetivo y situación subjetiva, una justicia conmigo mismo, porque ser escritor, desde mi punto de vista, consiste un poco en estar fuera de onda.

Tu narrador usualmente ejercita recorridos, o los recupera, acompañado por sus propias reflexiones, y es común en tus libros encontrar frases en apariencia cercanas al discurso filosófico, del tipo “como probablemente explique más adelante”, etcétera, pero que a mí me parece que pueden leerse también desde esta propuesta de temporalidad paradójica en la que hay algo que se cuenta y algo por contarse, y el objeto libro es una evidencia de estas tensiones simultáneas. ¿Es posible hacer de esa dimensión temporal de la narrativa un procedimiento?

No sé si es posible proponerlo como procedimiento, pero si uno se pone a ver, está claro que, a veces, la narración se despliega como un pensamiento o una reflexión. Incluso las más acabadas novelas realistas, que tienden a ocultar las maniobras del narrador para reforzar una ilusión de transparencia y realidad, tienen un hilo de cavilaciones que dirige los hechos, o a la que estos se remiten. De modo que, desde mi punto de vista, a veces se trata de hacer más evidente esa condición. Como si se tratara de una ficción en términos conceptuales, que en lugar de esgrimir una noción de fantasía vinculada con las acciones y los conflictos, se volcara a una imaginación más abstracta en la que juegan las condiciones de desarrollo de la historia. De lo que se trata es de preguntarse sobre la naturaleza de los hechos.

Tu más reciente libro, Modo linterna, primer volumen de cuentos luego de más de diez novelas, reúne relatos que, aunque pudiéramos llamar autónomos en su forma, también se acercan a la posibilidad de una revisión del género. Estos cuentos se reciben como comienzos de novelas postergadas o escenas de novelas anteriores ahora invocadas desde otra organización. Pero decir “novela” es apelar a la misma convención que mi pregunta trata de suspender. ¿Qué impresión tienes de los géneros como formas de la escritura; de esa, en apariencia estable, posibilidad de la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, el testimonio?

Creo que la noción de relato es más adecuada para cierto tipo de narración, en la que a veces se mezclan atributos correspondientes a distintos formatos. La novela es extensa, aun cuando sea breve; el cuento es acotado aunque sea largo. El relato sería un modo elástico que puede contener varias cosas, a veces al mismo tiempo y a veces no. Pero también es cierto que estas categorías buscan describir más que definir un sentido. En mis relatos no hay mayor diferencia entre novelas y cuentos. Varias podrían haber sido cuentos, de no haber seguido escribiéndolas; y varios cuentos podrían haber sido novelas si no los hubiera interrumpido. Para mí fue decisivo pasar por un texto breve, titulado Cinco, que desde un comienzo, hace varios años, lo pensé como una novela en estado potencial, bocetada. Una de las cosas que más me entusiasmaban era una suerte de argumento oscilante, que arriesgaba acciones y premisas pero no desarrollaba sino unos pocos.  Lo titulé así como un homenaje a las barras de los bares (estaba en una pequeña ciudad francesa para entonces) y también porque se trataría de mi quinto libro. Pensaba que titular con un número era comenzar un ciclo distinto, una especie de nuevo comienzo, la ruptura de una serie. Al final no fue tan así, pero me hizo ver que la escritura se disparaba hacia los bordes y los intersticios, no hacia la profundidad. Apelaciones a lo real de un modo acotado, a veces efímero, para lo cual la condición elástica es más adaptativa, tanto que a veces se me aparece como inevitable.

Regresemos a Baroni: un viaje, que es el libro recién publicado, y al cual nos puede devolver el cuento “Vecino invisible” donde felizmente reaparece la que es para mí una de las escenas más asombrosas de la novela: el encuentro entre Rafaela Baroni, tú y una pereza (o un perezoso, según La era del hielo) desde un árbol que los mira conversar. Postergando la posibilidad metafórica del animal, me gustaría detenerme en una cita que describe el encuentro: “no era fácil sostener la mirada sobre una pereza por un lapso prolongado, porque la lentitud inscribía una especie de cansancio en sus movimientos y ello hacía que el hecho pareciera poco importante. Por lo tanto uno desviaba la vista hacia otro lado, o sencillamente se distraía y después de volver a mirar el animal seguía en el mismo sitio, o por lo menos era lo que aparentaba, como si el intervalo no hubiera existido”. Pareciera que el modo en que los animales se inscriben en la literatura abriera otras temporalidades en el relato. ¿Cómo ves estas intervenciones?

El tema de los animales es apasionante y contradictorio. Son verdaderos residuos culturales. No basta que casi hayamos acabado con ellos para someterlos también a un papel de comodines metafóricos que sirven para apelar lo natural o la naturaleza de distintos modos. Los animales son personas no humanas, pero como se nos hace difícil individualizarlos, o sea, distinguirlos de la especie (excepto los animales domesticados, a veces, y en especial las mascotas), les asignamos una dimensión natural extraña, maquiavélicamente metafórica. En ese punto entre el uso cultural intensivo y la melancolía por la naturaleza arrasada y ya inexistente, tiendo a ver los animales como autómatas que nos hablan de distintas modalidades de temporalidad y de existencia. Pero no para darnos una lección, sino para devolvernos la terrible condición de esos artefactos en los que se han convertido gracias a la economía del hombre. John Berger, en un inteligente ensayo que tiene muchos años, Cómo miramos a los animales, sitúa el derrumbe simbólico de los animales en el momento en que, tras la revolución industrial, son reemplazados por las máquinas. Desde ese momento el hombre no precisa de su presencia para el trabajo. Lo cual los devuelve a una condición natural que desde entonces no deja de estar veladamente estigmatizada, aun cuando se la pretende, supuestamente, reivindicar.

La publicación de tu novela en Casa de las Américas permite también comentar la nueva biblioteca argentina. ¿Te animarías a proponer un mapa, tal vez menos visible, de la literatura argentina que creas oportuno compartir?

Los mapas son buenos para mirarlos, pero no tanto para describirlos. La literatura argentina se mueve por irrupciones de grandes escritores, que producen cataclismos a la larga más o menos controlados. Pero fuertes, cambian el paisaje. Otra característica de la argentina es que es una literatura autoconsciente: en general, cada escritor, de cualquier edad y formación, sabe que al escribir está negociando con un universo literario formado por tendencias, motivos, formas de representación y, sobre todo, guiños. Es una familia literaria cuyos miembros son conscientes de su colocación. El resultado es paradójico, porque se obtiene una literatura a primera vista bastante controlada, en el sentido de programática, lo que la hace muy insular y, por lo mismo, atrevidamente cosmopolita. Por una serie de razones, varias ajenas a ella misma, la literatura de mi país carece de localismos emblemáticos que puedan servir de llaves para una circulación global que requiere, sobre todo, de color local. Esto es otro gran desafío de esta literatura, al que hasta ahora sorteó de manera bastante airosa.

Desde suposiciones más o menos utópicas de la isla, hasta lecturas concretas, autores, desencuentros, temas pendientes, ¿cual ha sido hasta ahora tu relación con la literatura cubana?

Como aludes en la pregunta, Cuba representa tantas cosas que sería interminable mencionar todas; lo mismo, y primeramente, pienso de su literatura. Y siendo más específico, diría que en realidad a los escritores cubanos que aprecio y admiro los querría de igual modo aun si no fueran cubanos, porque su literatura hace parte de lo central de la literatura de hoy, un discurso que tiende a atravesar bordes de cualquier tipo. Mi conocimiento es parcial, perdón por eso. Pienso que acaso más que algunas otras, la literatura cubana ha tendido a monumentalizar, de un lado y otro, a varios de sus escritores. Menciono tres autores que admiro y cuyas obras, en voz baja, tienden a evadir esos mandatos o destinos: Octavio Armand, Lorenzo García Vega y Antonio José Ponte.


* Esta entrevista tuvo lugar en mayo del 2015 y fue publicada originalmente en La Noria no. 9. Se reproduce con la autorización del entrevistador.

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