Toda estructura es una máquina abstracta que se aviene a las leyes internas
de su combinatoria.
Gilles Deleuze y Félix Guattari
Una reciente exhibición en Miami del artista cubano-francés Ramón Alejandro ha sido una oportunidad para ver de cerca una nueva trayectoria de su obra. El desarrollo de la pintura del artista consta de cuatro etapas: 1) la máquina platónica, que lo hiciera conocido en el París de los años sesenta y setenta; 2) la máquina arquitectónica de fines de los años setenta; 3) la máquina botánica (desde fines de los años ochenta hasta la fecha); 4) la máquina diagramática, que comienza a partir de 2015.
La máquina platónica
Le virginal (1968) presenta una maquinaria de tortura, pintada de color blanco. Desde la torre, un complejo mecanismo giratorio de ruedas simétricas ejerce fuerza sobre el bloque dentado que sube y baja, enterrándose lentamente sobre la víctima, comprimiéndola y fracturándola. La puerta del aparato se cierra y mantiene al condenado en solitarium.
Saltan a la vista dos aspectos: máquina y sufrimiento. Vayamos por partes.
La pintura tiene mucho en común con el infame “divisor de rodillas” o “aplastapiernas”, nefasto artefacto usado por la Santa Inquisición del siglo XIII:
Le virginal aparece contra un fondo violáceo homogéneo. Observemos que las máquinas de Ramón Alejandro de este período carecen de fondo.
La mise-en-scène de la máquina
Le virginal no podría figurar en un fresco de la Grecia antigua. En la historia del arte la presentación y elaboración del fondo de la pintura se asume como una necesidad, pero de prescindir de su contexto, la pintura quedaría coja. Hay un momento en que la pintura busca representar la realidad del mundo. Pero la realidad es espacial. El sujeto de la pintura descubre, por así decirlo, que el espacio existe en tanto contexto. No obstante, el contexto preclásico no es real sino simbólico. Es a partir del arte clásico griego que la fidelidad a la realidad provoca una tensión entre realismo y simbolismo. Platón, en el libro X de La República, ataca a la pintura por confundir realidad con apariencia. Liberarse del lastre del fondo es, por tanto, un acto audaz de la pintura.
La pintura lidia con este problema de dos maneras. Primero, con el retrato, trayendo el sujeto temático hacia adelante, aumentándolo –a la vez que reduce el espacio contenedor de la escena–. Segundo, restándole importancia al fondo implícito. El ejemplo es el chiaroscuro durante el Barroco. Lo que cambia es la teatralidad de la escena. Tal parece que el contexto mengua en función del tema. No es así. Lo que sucede es que el contexto ahora funge como un todo.
Volviendo a la pintura de Ramón Alejandro, ya podemos anunciar que la razón de esa ausencia de fondos se debe a que la máquina exhibe una forma que llamaremos “platónica”. En la metafísica platónica, la estructura (o el todo) es diferente del contenido (es decir, la suma de sus partes). Definir la identidad de algo es precisamente diferenciar entre la parte y el todo. Si la pintura careciera de fondo, entonces su contenido devendría un todo. Estamos hablando de relaciones espaciales entre fondo y sujeto temático.
En Timeo, Platón expresa la propiedad geométrica en sí como posibilidad de configuraciones en el espacio. Por otra parte, la tesis en Filebo es que el todo (fondo y sujeto temático) es una mixtura normativa y teleológica. Es decir, lo completo, el todo, es perfecto, armónico y conmensurado.
Tal parece que la función del artefacto en Le virginal es producir dolor y forzar la confesión, pero esto no habla de su entidad. Cada engranaje de la máquina (rueda, brazo, eje, rayo, perno, remache, diente) demuestra enumerativamente lo permutable de la cifra combinatoria. Para comprender este punto nos ayudará el raro libro de Gottfried Leibniz titulado Ars combinatoria, donde el filósofo alemán lanza la idea del calculus ratiocinator, matriz universal contenedora de todas las posibilidades posibles. Dicho cálculo se realiza a dos niveles: el primero concierne al mundo oscuro de la posibilidad, donde la posibilidad no puede nunca actualizarse (ser posibilidad es existir en estado de acecho); el segundo supone el devenir de la posibilidad a lo actual. De ahí reza el principio lógico: “No todo lo posible es actual, pero todo lo actual es posible.”
Supongamos que Ramón Alejandro se encuentre ahora pintando máquinas en ese París convulso de finales de los años sesenta. Estas han sido muy bien recibidas por la crítica parisina postestructuralista del momento. Sin embargo, el verdadero deseo del pintor no es pintar máquinas, sino explorar la pintura iluminista de los muralistas florentinos prerrenacentistas. El artista justifica la contradicción diciéndose a sí mismo que la máquina no es más que un accidente, una manera de triunfar en París. Pues bien, todo lo anterior ha ocurrido realmente en el mundo de las posibilidades. El universo expresa su “maquinación” entre dos mundos simultáneos: el sujeto pensante y el universo independiente del sujeto.
Ramón Alejandro no tiene otro remedio que pintar máquinas. La máquina deviene necesidad de la combinatoria universal. No es la mano del pintor la que pinta, sino el calculus ratiocinator expresándose a través de la mano del artista.
En lo que sigue trataremos de demostrar que la máquina de Ramón Alejandro es combinatoriamente formidable.
La máquina en tiempo y espacio
Las máquinas tempranas de Ramón Alejandro expresan un contexto particular. La materia prima esencial de la Edad Media es la madera. El bloque de piedra también, pero no habría estilo gótico sin el uso de la madera como soporte en la construcción de la iglesia gótica. El reconocido historiador francés Jacques Le Goff ha dicho en Medieval Civilization que la Edad Media es la edad de la carpintería. La tecnología del Medioevo depende de la madera de la misma manera que la tecnología de la revolución industrial depende del hierro.
Algún crítico parisino de la obra del artista ha mencionado este aspecto. Sin embargo, sería erróneo suponer que sus máquinas están contenidas en un tiempo específico. Por el contrario, el material de la máquina no es sino una apariencia en función de la propiedad combinatoria. La máquina no está contenida dentro de un período antes-y-después cronológico. La máquina platónica existe en el eón, espacio temporal a priori infinito e irrefragable fuera de.
Aquí la prueba:
¿A qué período tecnológico pertenece esta máquina?, ¿para qué sirve? Es evidente que su función es su fuera de antifuncional.
La máquina arquitectónica (aparece el fondo del cuadro)
Desde finales de los años setenta y principio de los ochenta comienzan a aparecer fondos en las pinturas de las máquinas. Se trata de máquinas en medio de parajes agrestes, cerca del mar, que recuerdan la costa europea bordeando el Mar Tirreno.
Si bien observamos vegetaciones tipo xerófila propia del clima seco mediterráneo, sucede que esta vegetación no es “actual”. Ramón Alejandro no está reproduciendo ningún paisaje en particular alla prima. Lo que vemos no es real, no está vivo. Estos paisajes forman parte de esa posibilidad combinatoria de la máquina arquitectónica. Es como si viéramos un jardín artificial, diseñado arquitectónicamente para darnos la idea de veracidad.
En estas pinturas no hallamos ni presencia humana ni animal. El porqué atañe al concepto más que el estilo. Por ejemplo, el paisajismo de la Escuela del Río Hudson evita la presencia humana, aunque admite la presencia animal. La escuela parte de un principio romántico transcendentalista donde el paisaje no ha sido pervertido por la civilización. El animal pertenece al paisaje, no así el ser humano y su capacidad destructiva.
Por el momento la máquina y lo animal no se combinan. La razón, reiteramos, es estructural. El teórico de la arquitectura Manfredo Tafuri ha explicado, refiriéndose al período barroco, que la máquina arquitectónica no necesita de lo vivo, sino “estructurar estructuras”.
Con todo, existe la tentación de descifrar el “misterio” en estas pinturas ramonalejandrinas y explorar su lado “surrealista”. No nos engañemos por las apariencias. Lo que se trata aquí es una combinatoria de elementos que va manifestándose de lo abstracto a lo concreto, de lo necesario a lo contingente, de lo posible a lo actual. No es que el artista pinte un paisaje X porque está de viaje en Córcega. Todo lo opuesto, Ramón Alejandro visita Córcega porque necesita la estructura de un paisaje agreste a punto de manifestarse en su pintura.
La máquina botánica (finales de los años ochenta)
A fines de la década de los ochenta Ramón Alejandro abandona el mundo de la forma en un deseo insólito por llegar a lo actual. ¿Cuál es la propiedad fundamental del mundo actual? La vida. Ahora la máquina desea vivir. Analicemos este deseo vital inmanente del organismo.
Deleuze y Guattari en LʼAnti-Œdipe caracterizan al deseo como un “cuerpo sin órganos”, especie de huevo “entrecruzado… atravesado por gradientes que marcan transiciones y mutaciones”. Traigo este fragmento oscuro por su contemporaneidad con la pintura de Ramón Alejandro en ese momento (las ideas del libro despegan propiamente a principio de los años ochenta). El cuerpo sin órganos deleuziano lidia con la capacidad generadora del deseo de la materia universal. No se tiene un deseo, el deseo lo tiene a uno. La materia universal es deseo contenedor.
El deseo en la pintura ramonalejandrina no pasa inadvertido para un crítico de la estatura de Roland Barthes, quien, refiriéndose a la obra del artista, observa que “el arte aquí decreta su lema… manifestando el lenguaje del deseo que le constituye”. ¿Cómo se anuncia un deseo por medio del lenguaje pictórico?
Hablando en lenguaje pictórico ramonalejandrino: la máquina busca lo biológico con un deseo fundamental de fructificar.
El nyctamero (1981) es acaso la primera máquina botánica de Ramón Alejandro. Este caparazón es casi-vida. Una máquina que se distingue de las anteriores en que, como dijera Barthes, oculta un secreto. Y ese secreto es la pulpa. A propósito de pulpas, Novalis, el romántico y biófilo alemán, afirma en sus Notas para una enciclopedia romántica que, mientras más duro el carapazón, más suave es la carne que contiene.
Apreciemos esta máquina frutal “boca arriba”.
Véase la guanábana de modo que la pulpa ahora sea un carapacho blanco con semillas y tendremos una especie de molusco ancestral, trasladándose lentamente con sus extremidades espinosas, a través de la acuosidad cámbrica. El pedúnculo de la fruta es la cabeza del molusco; su estambre velludo, especie de aguijón sexuado y erecto. La máquina botánica frutal de Ramón Alejandro aparece poco a poco en escenarios de eclosión ambiental.
Allá va candela (circa 1990) es una pintura colosal que nos traslada a la exuberancia vegetativa del Paleozoico (particularmente el período Devónico), hace aproximadamente 380 millones de años. Aquí aparecen los helechos arborescentes y los árboles gigantes, con verdaderas raíces y hojas (el licopodiófito Archaeopteris alcanza hasta treinta metros de altura). Aparecen también los primeros bosques. Nos valemos de una metáfora, por supuesto, pero habría que preguntarse por qué razón la máquina botánica frutal ramonalejandrina no está contenida en el Antropoceno.
Como sucedió antes con la máquina arquitectónica, no es que el pintor se proponga una paleobotánica específica (aunque resulte persuasivo verlo así). El paisaje es típicamente ancestral. Ramón Alejandro representa dos filos: la artrópoda, saliendo de un hueco en la tierra, y la molusca, en primer plano.
El árbol frutal muestra raíces tentaculares parecidas a las del catálogo de Ernst Haeckel (siglo XIX), o la forma del calamar gigante de Albertus Seba, en su Cabinete de curiosidades (siglo XVIII).
Es imposible limitar la combinatoria estilística del trazo. La razón es que cada trazo contiene toda una geometría diferencial de curvas. En la caligrafía, las partes de la letra –asta, brazo, cola, descendente– son la manifestación de ese diferencial geométrico. Por ejemplo, en la historia del tipo faz, tenemos el desarrollo del uncial (mayúscula) a partir de la cursiva antigua romana. En realidad, el trazo facilita la elaboración de serifas debido al material del pergamino, lo cual demuestra que la tecnología ayudó a crear estilos. El trazo “tentacular” de la grafía de Ramón Alejandro no es más que ese diferencial geométrico de la combinatoria.
El peligro está en que dicha combinatoria puede volverse contra sí misma, convirtiendo el tema pictórico en un engendro hiperbólico delirante.
O como una profusión desorbitada de símbolos inconexos. Por cierto, poco puede hacer el pintor por prevenirlo (el artista al que aludimos no parece temerle a ese lado caótico de la combinatoria).
Por otra parte, estas pinturas pueden verse como ejercicios de ilustración. Ramón Alejandro es un conocido ilustrador de libros.
La pintura ramonalejandrina reencuentra su norte cuando regresa a la evolución natural de la combinatoria. En La energía fluye en direcciones opuestas (2016) observamos en primer plano una fruta que recuerda la pitaya ancestral de América, contra un cielo que presagia un desastre medioambiental. El calentamiento global en pleno comienzo del siglo XXI es un hecho insoslayable. No sabemos cómo encararlo.
Del pedúnculo de la pitaya sale fuego. Estamos en presencia de la bomba-de-tiempo de una era desconocida. ¿Puede ubicarse esta imagen en el post-Antropoceno? Entramos de súbito en esa región oscura y desolada que Ortega y Gasset llamara “la cosa”, esa región incognoscible del no-yo. ¿Qué sentido tiene hablar de una cosa sin el yo?
Imaginar “la cosa” orteguianamente no significa ni yoificarla para sí, ni reducirla a una descripción meramente física (la luz solar no es sólo onda electromagnética; es también el sostén de la mañana). Hay pruebas en el tronar ensordecedor del océano Cámbrico, el bosque clorofílico del Devónico, el gran cataclismo del Mioceno, en que decenas de miles de dinosaurios se arrastran asfixiados sobre la faz humeante de la tierra en busca de oxígeno. A nivel universal, el hueco negro a decenas de millones de años luz que devora miles de estrellas cuya luz no nos llegará, sino en un futuro imprevisible que nadie podrá observar jamás.
La máquina diagramática
La máquina más reciente de Ramón Alejandro es la máquina diagramática, que presenta el todo-en-cada-parte. Su vehículo es la mandala.
La geometría y el color son dos partes unísonas de la mandala. Primero, tenemos el movimiento armónico del color en ascenso: violeta oscuro, azul pizarro, violeta rosáceo, rojo-naranja, rojo-amarillo, mostaza, dorado-margarita, claro-marino, veteados de rojo-ladrillo, siena, marrón, rojo naranja, azul pizarro. Segundo, tenemos el movimiento armónico de la geometría: círculos en triángulos y triángulos en círculos que se superponen simétricamente, armando una estructura poliédrica en acumulación progresiva. La virgen viene acompañada por dos serpientes, dos roedores semiacuáticos, dos espermas triangulares y dos seudopelícanos. Detrás de ella yace una presencia luminosa fulgurante azul turquesa en forma de cruz occitana. La mandala expresa la dualidad ancestral entre el espíritu y la carne –o lo más carnal, que es el espíritu.
Aquí existen puntos convergentes entre la máquina diagramática y la corriente expresionista de Der Blaue Reiter. Es necesario comentar la idea de chromaesthesia de un teórico del expresionismo como Vasili Kandinski (luego retomada por Paul Klee). La chromaesthesia busca articular con el color y la geometría una expresión ascendente de plenitud espiritual.
En El ojo pensante, Klee propone que el mundo sigue un diseño orgánico y que en toda imagen existe un movimiento implícito de ascenso y descenso, cual “oposición entre contrarios”. ¿No nos recuerda esa explicación de Klee el principio combinatorio de la máquina botánica que da a luz a la guanábana de Ramón Alejandro?
La segunda mandala es un mapa celestial demónico. Si bien el diablo se inaugura con el mal, el deseo por el mal siempre fungirá como apariencia del deseo. Para el arte de Ramón Alejandro, la máquina diagramática es rica en posibilidades combinatorias futuras. Es salida abstracta y necesaria, pues pospone la tensión sin tregua entre la máquina botánica y su horror vacui, que no es más que la satisfacción no saciada de someterse al deseo de la mano del pintor.
La máquina diagramática llega tarde en la carrera del artista precisamente porque no ofrece solución alguna. Se trata –simple y llanamente– de un hiato necesario para la próxima máquina. Cuál será esa máquina es respuesta de la combinatoria.
Hay muchísimo en el arte de la pintura que existe por omisión. Para muchos esa omisión es el SER, que es lo respectivo y elusivo de la realidad. Baruch Spinoza confundió mucho a su mejor interlocutor, Willem van Blijenbergh cuando le dijo: “El mal no es nada”. Lo que Spinoza quiso decir es: no hay mal, sólo hay SER.
Ramón Alejandro lo matizaría así:
La materia que simultáneamente es energía, se desdobla […] estamos aquí para desarrollarnos espiritualmente dentro de este vehículo somático, encerrados dentro de esta rotunda biosfera […] aparato provisto con sus amortiguadores y aceleradores, frenos, cloches, bujías y tornillos y de todo mecanismo del que pueda tener un día la eventual necesidad […] día no muy lejano que servirá de tremendo banquete a esos gusanos de la tierra.
El fragmento anterior ilustra la insoluble tensión entre lo Antropoceno y no-Antropoceno, lo posible y lo actual, la combinatoria de la máquina y la voluntad de la mano del pintor. La máquina diagrámatica mandala expone una incertidumbre iluminada y superficial que oculta un vacío. Y ese vacío es la reafirmación de nuestra ignorancia.
La pintura de Ramón Alejandro no promete absolutamente nada. Su honestidad es lo amargo del deseo. Su arte no ha hecho más que buscar inconscientemente un secreto inmemorial: lo no pensado de la materia universal.