Maurice Blanchot

Al igual que en Dostoievski y Stanislaw Lem, autor de Solaris y Hospital de la transfiguración, la posteridad de Maurice Blanchot depende perversamente de un simulacro. Atrapado a finales de la Segunda Guerra Mundial por un grupo de soldados alemanes en el château rectangular de su familia, fue sometido a una parodia de fusilamiento en el que las pistolas dispararon al aire y los griticos de los condenados se escucharon a doscientos metros a la redonda, mientras el resto de la pandilla hitleriana saqueaba la casa y cargaba con todo lo que cupiese en sus bolsillos.

Sobre esta experiencia, agónica y seminal a la vez, Blanchot escribirá algunos de sus mejores relatos. Ficciones donde la reflexión sobre la muerte se convertirá en una especie de obsesión: la obsesión del que no entiende cómo encajar determinados hechos; y sobre esta experiencia, que además de simulacro fue violencia, se derivarán muchos de sus ensayos. Todos ellos siempre en un juego con lo sutil: lo sutil-místico, lo sutil-político, lo sutil-cómico, lo sutil-literario…

¿No es acaso conocido que la vida de un verdadero sobreviviente, y Blanchot lo fue más por defecto que por exceso, además de por el día a día está marcada por el azar, el silencio, los rituales y el hundimiento del que tiene que representar ante sí mismo la falla de su propio pensar?

La amistad (1971), sin temor a equivocarnos, vendría a ser precisamente un libro sobre esta representación. Un libro de destajos. En él, el “oscuro” Blanchot, que hasta ese momento en el panorama filosófico francés representaba el tipo de pensador que-no-puede-salir-de-sí-mismo (suerte de loquito que se grita constantemente frente a un espejo), escribe sobre Marx y sus diferentes lenguajes, sobre Lefebvre y las posibilidad de construir un marxismo polémico, sobre Kafka y su relación fetichista con la literatura (diez años después publicará su clásico sobre el checo), sobre la mentalidad pos sesenta y ocho y la importancia que el acontecimiento parisino tuvo tanto en su imaginario como en Occidente. Importancia que Blanchot se encargó de disimular muy bien en sus mejores libros.

Contradicción esta que en verdad no es nada inusual en su vida. ¿Acaso no colaboró en su juventud con revistas de extrema derecha y coqueteó incluso en sus primeros artículos con un antisemitismo “débil” antes de desarrollar toda una teoría sobre el horror del nazismo y enamorarse de la shtot judía, ese entrecruce de mundos del cual los cuentos jasídicos de Martin Buber y las parábolas de Kafka son un ejemplo, y del cual Blanchot, a veces más judío que los propios judíos, no pararía de hablar hasta su muerte?

Entonces: Blanchot delirante, Blanchot contradictorio, Blanchot con los ojos en blanco, Blanchot gran escritor. Siempre con una reflexión al límite sobre lo humano –esa humanitas que para él al igual que para Bataille aparece sobre todo en lo ateológico– y sobre esa guerra que siempre se establece entre la construcción y la ausencia de metafísica, tal y como el concepto amistad desarrollado en este libro parece demostrar: “Todo lo que decimos no tiende sino a ocultar la única afirmación: que todo debe desaparecer y que no podemos permanecer fieles más que velando por este movimiento que desaparece, al que algo entre nosotros, algo que rechaza todo recuerdo, pertenece desde ahora.”

¿Podríamos considerar a Blanchot, que luchó, no está de más decirlo, por labrarse un mito de escritor solitario: sin homenajes, sin alumnos, sin biografía (por suerte falló en todo), como una especie de Jouvert moderno, moralista albino de Saint-Germain-des-Prés?

Sinceramente no.

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Blanchot, más que un moralista (o un agonista o un trágico, como a veces también se le cataloga), es alguien que escribe y piensa dentro de esa tradición: la de Montaigne y sus seguidores. Alguien que la utiliza. Sus razonamientos, muchas veces semejante al del bonzo que barre y barre un jardín japonés, tienden más a la paradoja, a la ausencia de gravedad y a los límites del cuerpo que a las sentencias punitivas y carcelariamente teológicas que la Francia del XVII y el XVIII encerró dentro del discurso de lo ético y la crítica de las costumbres. Tal y como demuestra este libro, uno de sus primeros compendios atípicos, y tal como Blanchot, “el místico”, subraya en su ensayo sobre Lévi-Strauss, donde a la misma vez que denuncia la “influencia perturbadora” que la civilización europea ha causado en las “culturas tradicionales”, se ríe (con esa risita semianacrónica que sólo él tenía) del mito del hombre en el punto cero, el hombre que quiere conservar su estado original como si de un feto en un pomo de ciruelas se tratase…

*   *   *

En el “Discurso de despedida a Maurice Blanchot”, proferido el 2 de febrero de 2003 por Jacques Derrida, y publicado semanas después en Libération, este, quien se consideraba ante todo su discípulo, refirió algo que generalmente los estudiosos y fanáticos del filósofo obvian: su pensar –sus textos– tienen “una especial alegría, la alegría de la afirmación y del sí”. “La felicidad de afirmar continuamente”. Y de esta afirmación, que en el caso de Blanchot siempre es una negación y un intento de acorralar lo absoluto, tratan muchos de sus escritos. En especial, La amistad. Libro de homenajes y libro esquivo. El libro de un comediante que sólo disfruta cuando se rompe la cabeza.

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