Diego Rivera, ‘El joven de la estilográfica’ (detalle), 1914

En cada relectura de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, uno se va tropezando con opiniones luminosas, con detalles reposados, con buena literatura. Por ejemplo, cuando el portentoso Quim Font es abandonado por sus hijas en un manicomio en las afueras de México DF y emplea su tiempo en ir olvidando –algo que cuando uno lee a Funes resulta más bien sospechoso– y categorizando el mundo de la cultura que le tocó vivir. Y determina:

Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Ésta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Ésta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano.

Desde la primera lectura de esa novela, en el verano calurosísimo de 1999, en Tunquén, aquel pasaje resultó una bofetada. Tiene razón Quim en aquello de que la mejor literatura es la que se lee en los minutos de calma, los libros que invitan desde sus primeros párrafos a darse el tiempo y que, finalmente, son los libros que hablan de la misma condición humana con los menores artificios posibles. Pienso en La montaña mágica y Manhattan Transfer, en Mientras agonizo e Historia de dos ciudades, en el Quijote y en Ana Karenina. Y claro, en Proust, y en todos aquellos libros que se compran y se archivan “para cuando tenga tiempo”.

Pero lo cierto es que la única literatura que uno alcanza a leer bien entre los, pongamos, 14 y 35 años, es la literatura desesperada. No sé en qué minuto arriba el sosiego, es decir, en qué momento deja uno de mortificarse por el ejercicio de la lectura, la escritura y la vida (nunca, te diría Oliveira). Yo tengo 38 años y es impresionante ver a algunos de mis alumnos de talleres y de posgrado que han superado los 50 y que saben leer realmente, dejando atrás la estúpida y adolescente actitud del comelibros. Ellos son los verdaderos lectores y para ellos será el reino de los cielos. Los demás nos quedamos en la mera afición y en lo anecdótico de los libros y nos merecemos padecimientos más abajo de la laguna Estigia.

Recuerdo varios libros que leí con un desespero atroz. Uno fue Moriré en París con aguacero, una antología de César Vallejo que publicara LOM en la preciosa colección chilena Libros del Ciudadano. Eran esas épocas “bisagra” en las cuales no acababa de dejar un colegio donde nunca encajé y entraba a una universidad donde me costaba encajar, y me sentía irremediablemente solo. Abrir la antología y encontrar “le pegaban todos sin que él les haga nada”, o “abren zanjas oscuras/ en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”, y también: “quisiera tocar todas las puertas y preguntar por no sé quien”, fue sentir algo epifánico que, al contrario de calmarme, me dio la medida justa de toda acción humana.

Años después me inscribí en un taller de novela iberoamericana que dirigía Fernando Emmerich, en el café literario de Providencia, sito en el parque más bello de Santiago (el Balmaceda, obviamente). Algunas de las novelas, como El mundo es ancho y ajeno y Las lanzas coloradas sólo contribuyeron al bostezo universal, pero Gabriela, clavo y canela, de Jorge Amado, tal vez la más dicharachera de la lista, provocó en mí un efecto contrario: una desesperación agudísima. Aún recuerdo haber sentido como propios esos momentos en los cuales la mulata sabrosona engañaba al viejo Nacib (tenía mis razones: una ex también me estaba poniendo los cuernos en ese momento) y por esos desengaños febriles tuve reales contracciones en el pecho. Varias veces he querido releer ese libro, pero nada más abrirlo siento el aroma de esos remotos tiempos santiaguinos, me da miedo y se me cae de las manos.

Ahí, quizás, se me craqueló algo entre los ojos y el neocórtex. ¿Cuándo dejé de efectuar lecturas de calidad, placenteras, atentas, trascendentes? ¿Cuándo empezaron a hacerse veloces, desesperadas? ¿Cuándo fue que la lectura se convirtió vilmente en una carrera contra los demás y una acumulación semanal de libros boca abajo sobre el buró?

Me recuerdo a mí mismo a los trece, a los quince, a los diecisiete años, tumbado en la cama, con una iluminación deficiente, con varios cojines bajo la cabeza y leyendo con real entusiasmo, con verdaderas ganas de, a los primeros referentes: Hesse, Kundera, Gabo. Hoy me sucede que, después de media hora, las letras se me vuelven hormigas histéricas. Creo que hasta el afamado Elogio de la lentitud, de Carl Honore, sería devorado sin piedad por estas pupilas que, en pos de la velocidad, se han vuelto menos pre-visoras.

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Voy decidido a ponerle atajo a esto de una vez por todas. Lo que finalmente me hizo clic fue este comentario que el viejo alquilador de máquinas de escribir le dijo cerca de la página 1000 a Benno von Archimboldi, en la otra novela de Bolaño que uno relee por cualquier parte porque cualquier parte es buena, 2666: “Llegó el día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio, dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!”

Dejar la escritura. Al menos por un rato. Limitarse a leer. Vaya mazazo.

Hace muchos años, en una conversación con el poeta Carlos Conde, al son de unas frías y una botana tan, tan yanqui, tomé la decisión de dictar un curso de literatura elemental, ad honorem y ad infinitum, con un solo alumno y un solo profesor –ese yo desdoblado, ¡viva!–. Carlos, que era un lector muchísimo más disciplinado y atento que yo, compartió conmigo la idea de las “lagunas literarias”, la idea de enfocarse en lo que realmente merece la pena ser leído (si supieran cuántas veces el Ulises de Joyce se nos ha caído de las manos…).

Carlos, al igual que yo, escarba y escarba entre las montañas de Cazadores de sombras y Afters para hallar nombres que hoy a nuestros niños les provocarían la risa o la náusea: Voltaire, Dostoievski, Bernhard, Balzac, Beckett. Serían ellos, pues, la columna vertebral de ese curso.

Más de una década después aún estoy diseñando sus módulos –tengo la duda de si serán cronológicos o temáticos– y no es fácil dejarse arrastrar por las dos grandes tentaciones que vulnerarían el desempeño del maestro y la atención del alumno: a) la novelística contemporánea (he querido leerme todo Irvine Welsh, pero paciencia, antes está Escohotado, Fonseca, Sade y Genet), y b) las ganas de ponerse a escribir. Lo primero me tiene sin cuidado: basta con comprar el libro contemporáneo, hojearlo y guardarlo en el estante. Lo segundo es más complejo: ¿cómo se puede llegar a ser un buen escritor si no se ha sido un gran lector? La tradición no miente: los mejores escritores son los lectores que se ponen a escribir.

Creo que Carlos estaba planeando algo parecido con la poesía, su rubro. Como es estricto, de seguro ya aprobó con honores el onanista curso que se dictó a sí mismo y hasta estudia un doctorado de su propia manufactura. Yo no sé aún si comenzar con relecturas de Sófocles o de Homero.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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