cine guatemalteco
Fotograma de ‘Nuestras madres’, César Díaz, dir., 2019

El horror nacional en el cine guatemalteco

Peor que estar muerto es no estar. La muerte es una certeza. Por muy punzante que sea, es un final, una conclusión con la que lidiar en el largo epílogo que abarca el duelo, el remordimiento y la añoranza. Es un jalón preciso en la cartografía vital de comunidades, familias e individuos, al cual regresar cuando la tristeza arrecie.

Pero la desaparición sin destino o paradero esclarecidos, el desvanecimiento en la nada, la fuga repentina del cosmos familiar y social es un trauma insoportable por lo aberrante y anómalo, que se vuelve obsesión, angustia e insomnio perpetuo del alma. La ausencia es vacío. El vacío provoca pavor. La ausencia súbita, inexplicada e inconclusa de una persona viene siendo la faz más extrema del horror vacui. Y también del síndrome del miembro fantasma, pues la desaparición es una amputación inexplicada, atronadora, que hace permanentemente dolorosa la sensación de contar aún con la persona o personas mutiladas de la colectividad socio-afectiva.

Esta gran nada sobrepoblada de ausencias es la gran y más terrible huella que siempre han dejado las dictaduras en los rostros de las naciones donde han reinado y aterrorizado. Es casi una moda y un modo de los poderes absolutos del siglo XX: desaparecer opositores y potenciales peligros para su integridad. Todo en un terrible intento por anularlos de la historia, por negarlos como testigos y testimonios de su iniquidad, por evitar con la ausencia de los cadáveres su veneración como mártires, por negar la estéril brutalidad del poder desesperado por perpetuarse. Los que producen las desapariciones devienen tan innaturales como las ausencias resultantes de tales operaciones de amordazamiento de la infidencia contradictora.

La extensa Guerra civil de Guatemala (1960-1996), con sus sucesivas dictaduras militares, golpes de Estado, luchas guerrilleras y urbanas, dividió a la nación durante la segunda mitad del siglo XX. La sobrepobló de ausencias, sumándola, un poco más silenciosamente, a la gran cartografía latinoamericana de las autocracias genocidas, que a su vez añade una gran cuota de dolor al gran y distópico planisferio de los absolutismos globales.

Los inicios de los años ochenta acogieron un clímax en estas bregas guatemaltecas, con un incremento exorbitante de las matanzas y desapariciones masivas de decenas, y quizás cientos de miles de habitantes de las ciudades y las zonas rurales, con gran preeminencia de los mayas ixiles, residentes en la Franja Transversal del Norte que abarca los departamentos de Huehuetenango, Quiché, Alta Verapaz e Izabal. Huehuetenango es además la región natal del general José Efraín Ríos Montt (1926-2018), quien fuera juzgado como uno de los principales responsables de genocidio, fruto de su batida radical contra las guerrillas en esta zona noroccidental, contra los aliados de estas en las ciudades y contra todo lo que oliera a subversión, una vez que sustituyera en el poder al general predecesor Fernando Romeo Lucas García.

Las resonancias de este horror nacional, diluido en 1996, y cuyo despeje aún está en doloroso proceso tras décadas de comisiones, juicios y testimonios que no han podido exorcizar a cabalidad los masivos fantasmas de la ausencia que se ciernen sobre Guatemala, han llegado hasta los predios fílmicos contemporáneos, donde los herederos de la ausencia y la desmemoria se empeñan en autorreconocerse como individuos y como nación. En buscar asideros en el pasado cercano, de echar luces sobre una multitud de sombras, de darle cuerpo a los fantasmas.

El padre como imagen en fuga

El doctor Emil Bustamante, desaparecido el 13 de febrero de 1982, es para su hija Ana Bustamante Cruz –entonces nonata–, una ausencia, un vacío. Si acaso una esquiva y dispersa figura de puntos que necesitan ser unidos por líneas para ganar en coherencia. Sólo que estos no están numerados. No tienen guía ostensible, excepto el espacio que media entre ellos.

La ausencia del Dr. Bustamante es como el Ulysses de Joyce: un relato que puede empezar a leerse por cualquier página, por cualquier escena o circunstancia. También se puede ir a saltos como en la Rayuela de Cortázar, con lo que las nociones lineales de avance y retroceso se descoyuntan a favor del movimiento sinuoso, espiraloide, fractal, urobórico.

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Así se presenta el relato del documental La asfixia (2018), ópera prima de la Bustamante, protagonizada por sí misma, con la cual resume sus intentos por encontrar al padre de entre el dolor y los silencios que lo solapan, que lo aíslan de la vida familiar y de la Historia. Debut fílmico bien significativo que, antes de finalizado, mereciera premios de posproducción en el Festival de La Habana (donde tuvo su premier mundial en 2018) y subsiguientes galardones como el Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, el Premio FIPRESCI en el Panamá International Film Festival, y los premios PIPRESCI y del Público en el BAFICI de Buenos Aires. Méritos para una fílmica discreta como la de Guatemala.

En vez de una pesquisa privada, la realizadora escoge un método tan “público” como el cine para registrar y revelar todas las gestiones que acomete con su madre Rosa María Cruz, parientes, autoridades jurídicas que aún se ocupan del caso, presuntos testigos de la detención –y posiblemente del asesinato– de su padre, compañeros del Partido Guatemalteco del Trabajo donde militaba, para dejar testimonio de la suerte de laberinto en que se ve involucrada, que además de sus vericuetos engañosos quizás tenga más de una salida, y quizás más de un nivel. En su camino, Ana circunda varias veces una idea, una pista, un motivo, una leve sospecha, una negación rotunda, un callejón sin salida, un retazo de vida pasada, una corazonada.

La cineasta guatemalteca Ana Bustamante
La cineasta guatemalteca Ana Bustamante

Tal gesto de filmar un documental –destinado a su exhibición, a influir sobre la esfera pública y las concepciones que esta tiene de los procesos y lógicas históricas– representa en sí mismo una negación emancipadora del ocultamiento, de la obliteración, de la anulación de personas y hechos de los anales oficialmente convenientes a sus parcializados redactores y patrocinadores. No se puede ir en sombras cuando se quieren desbrozar selvas de sombras, sino caminar siempre a la luz, hacerse patente frente a testigos, frente potenciales cronistas. Sajar las versiones asentadas, los modelos del mundo canonizados por puros arbitrio y capricho.

La asfixia es entonces una alegoría de la verdad, personal y parcializada como es toda verdad humana, pero verdad diáfana, honesta, íntegra. Es un acto de sinceridad, de consciencia y consistencia como ser político, que alisa dobleces y aligera máscaras sociales. Como toda la corriente documental y ensayística de corte autorreferencial e intimista que suscribe, el de la Bustamante resulta una suerte de desnudamiento simbólico, un desafío al fingimiento, al embozo social, al kitsch y a lo complaciente. Ser políticamente incorrecto es la mejor manera de ser político.

La asfixia es además un acto de participación, tanto de la propia Ana Bustamante en los destinos de Guatemala –y su gigantesca deuda con los muertos y desaparecidos–, como de todos los públicos que son invitados e impelidos a descubrir(se) junto con ella, a dirimir una microhistoria tan contundente como la prepotentemente calificada como Historia a secas; pero que a la larga está compuesta por un sutil y muy complejo entramado de sucesos y vidas invisibilizados en las sistematizaciones y generalizaciones de la perspectiva macro.

La ausencia de Emil es la de miles que como él son más que los carteles que se decoloran y derruyen en las paredes mostradas en el documental. Cada rostro revela una singularidad, una individualidad que se sumó a objetivos comunes sin difuminarse en la siempre inhumanizada masa, siempre desde el convencimiento personal y su identificación con el prójimo.

La noción macrohistórica siempre es más cómoda de usar cuando se habla de matanzas multitudinarias y genocidios, pues evita mirar a los ojos de cada víctima, evita pensar a cada víctima desde la cercanía y los inevitables nexos empáticos que esta crea. Atenúa oportunamente el horror que se replica en cada cuerpo destruido y desaparecido, en cada universo de emociones, deseos e ideas únicas e irrepetibles, extinguido con alevosía y miedo junto a otros muchos.

La asfixia es un gesto definitivo de resistencia al olvido inducido. A través de su descendencia, de los recuerdos que provocó en sus semejantes, de los acontecimientos que sus acciones determinaron, se salva una vida de ser engullida por la nada. Aunque sea sólo a base de remembranzas sutiles, de retazos de recuerdos.

La abrumadora ausencia del padre desaparecido por las fuerzas represoras guatemaltecas de entonces se ve entonces revertida en palmaria presencia, en súbita ubicuidad. En sus búsquedas, Ana se dedica a la activación de recuerdos suprimidos por sus entrevistados. Se dedica a aligerar el estado de shock y negación en que algunos, como su propia madre, aún perviven; y tanto, que su progenitora apenas puede soportar atisbo del posible rostro del Dr. Emil en una vieja cinta de una manifestación sucedida el mismo día de su desaparición.

La negación y el silencio se tornan en aceptación y remembranza. La mención del padre y su desaparición irresoluta ya no prolongan ad infinitum la asfixia que sufriera Rosa María Cruz en el momento en que, aún embarazada de Ana, supiera de la desaparición de su esposo Emil, tal como se describe al inicio de la película. Respirar, oxigenar las arterias obstruidas de la nación, clarificar la visión cegada y sesgada por el miedo y el azoro perpetuo. Apaciguar la opresión en el pecho, convertir en palabras las sensaciones reprimidas. Exorcizar. Confesar. Asumir.

Otro padre, otra presencia esquiva, otra madre presente y silenciosa

El largometraje de ficción Nuestras madres, de César Díaz, producido en 2019, es otra ópera prima que discute las resonancias conflictuales de la Guerra civil de Guatemala y sus hordas de desaparecidos, desde la perspectiva del legado, y de lo heredado. Esta película ha venido a recolocar el cine guatemalteco contemporáneo en el punto de atención, al ser premiada con la Cámara de Oro (Caméra dʼOr) en la edición 72 del Festival de Cannes, además de recibir una Mención Especial en el Festival de La Habana, junto a otros lauros.

Como Ana Bustamante, el personaje Ernesto (Armando Espitia) vive acompañado por la absorbente ausencia de un padre guerrillero desaparecido, presuntamente asesinado por el ejército oficial. Como Ana, se dedica a develar la memoria perdida en las fosas comunes, ejerciendo como un antropólogo forense que día a día identifica y reconstruye osamentas, restituye identidades, clarifica historias, confiriendo tranquilizadores epílogos a las tantas historias inconclusas que dejaron los asesinos gubernamentales. Cada entrega de una caja de restos a una familia significa un final imprescindible, casi feliz, a una vida desasosegada, desesperada ante la ausencia y la nada inexplicadas.

Por significativo azar, una de las secuencias conclusivas de La asfixia registra algunas de las rutinas iniciales de un profesional como el que encarna Ernesto, dedicado a la restauración de la osamenta anónima de un “reaparecido”, de un “reencontrado” en espera de su identificación. De cierta manera, Nuestras madres completa, con su secuencia inicial, este proceso de recomposición del puzle físico e identitario que resulta cada cuerpo hallado en fosas comunes secretas desperdigadas por toda Guatemala.

Ernesto también vive acompañado por los silencios de una madre (Emma Dib) que no huyó del país ni se mantuvo ajena como la de Ana, sino que fue militante comunista, apresada, torturada y violada en los calabozos militares de entonces, pero, como mujer, recibió al fin y al cabo un trato “diferente”. Fue perdonada de la muerte, tal como sucede con Nicolasa Caal de Sic (Aurelia Caal), personaje que acude a Ernesto para que le ayude a desenterrar a su marido Mateo, asesinado por el ejército junto a todos los hombres de su aldea por presunta colaboración con los guerrilleros –encabezados aparentemente por el padre perdido del protagonista.

El cineasta César Díaz durante el Festival de Cannes en 2019
El cineasta César Díaz durante el Festival de Cannes en 2019

Nicolasa le refiere como la estrategia de castigo y extermino de los militares consistía en torturar y asesinar a todos los habitantes masculinos de la aldea (adultos, niños y bebés), sometiendo a las mujeres a la tortura psicológica no menos dolorosa de escuchar impotentemente los suplicios; para luego violarlas en grupo, y usarlas para otras morbosas diversiones como bailar sobre las tumbas recién excavadas para sus hombres. Las terminaban dejando en un estado de “media vida” agónica, abrumadas bajo el peso de la horrorosa experiencia y de las repentinas ausencias, pero vivas, no dignas de la muerte profiláctica de los hombres –potenciales contrincantes–, en tanto simples seres inútiles e inofensivos desde las perspectivas machistas y misóginas.

El título de la película es preciso y esclarecedor de la tesis que parece manejar César Díaz: las madres, las mujeres han resultado en Guatemala la gran mayoría encargada de llevar el descomunal peso del dolor, el terror y la zozobra, lo que hace que las muertes “rápidas” de los hombres sean vistas casi como actos de piedad. Los muertos parecen ser los afortunados. Las vivas han quedado varadas en una agonía de estrangulante silencio, en una perpetua asfixia (como la que describe Ana Bustamante en su documental), en un purgatorio sordo lleno de autorrepresiones y secretos que emponzoñan más que tumores malignos.

Hay dos grandes “madres” en la película, dos grandes ejes alegóricos: Cristina, madre de Ernesto, y Nicolasa. La primera bien puede resumir la población urbana guatemalteca militante, proactiva, que sufrió represión por sus bregas clandestinas. La segunda, desde su inocencia y llaneza, resume a toda la comunidad maya ixil rural que cargó con la mayor furia genocida de los gobiernos de los generales Lucas García y Ríos Montt; y desde su esterilidad –“soy una mujer marchita”, comenta en algún momento a Ernesto– puede constituirse en símbolo de los planes de exterminio étnico y racial aplicados por las fuerzas del gobierno a estas comunidades, más allá de la simple persecución y castigo de los colaboradores de las guerrillas. A fin de cuentas, el genocidio no es más que una operación de esterilización física y cultural, una estrategia extrema de transformación de la realidad para que responda a la imagen y semejanza de los perpetradores.

Nicolasa es también una madre que parió al dolor, lo amamantó con sus lágrimas y su desesperación. Y cuando este maduró lo suficiente, decidió hacerlo público, testimoniar las violaciones de que fue víctima cuando su aldea fue asaltada, y de las torturas psicológicas a que fuera sometida con meticuloso sadismo.

Ernesto es también otro hijo del dolor, que Cristina decidió exonerar de la culpa heredada mediante el silencio negador, para hacerlo legatario de sus principios y los de su esposo asesinado. El joven finalmente no es hijo del guerrillero, sino de un violador desconocido que forzó a su madre en la cárcel, tal como se revela en un momento climático de la cinta. Ernesto es testimonio palpable de la violencia humillante y misógina descargada sobre las mujeres, sobre las madres de la nación, sobre la matria toda.

El protagonista se descubre a sí mismo como una revelación, como uno de los tantos secretos sepultados junto con los muertos en sus tumbas anónimas, pero conoce por primera vez la libertad de autodefinirse. Ante la confesión de Cristina, se reconoce como sujeto decisor sobre su propia vida, ya no más dominado por los silencios, las ausencias y el dolor. Debe escoger entre sus dos padres, como Guatemala entre sus dos polos: el reaccionario exterminador y el popular libertario. Y se decide por abrazar al guerrillero sobre el torturador, la luz sobre la oscuridad, al honor sobre el horror.

Matria lachrymarum o el retorno de los fantasmas

A muy poco tiempo de que la directora brasileña Beatriz Seigner estrenara su ópera prima Los silencios (2018), el tópico sobrenatural del fantasma como testimonio y testimoniante de los muertos y desaparecidos a causa de las guerras intestinas de las naciones latinoamericanas retorna al cine regional con La llorona (2019), película ganadora del Premio al mejor director en la Giornate degli Autori del 76to. Festival de Cine de Venecia, donde Jayro Bustamante propone además un relato sobre otra madre guatemalteca cargada de alegorías.

Esta es una madre muerta, cuyo amor por sus hijos ahogados frente a sus ojos por las tropas gubernamentales que destruyeron su aldea durante el genocidio maya ixil de inicios de los ochenta, resulta más poderoso que su propio deceso. Se convierte en un espectro que va a reclamar directamente a uno de los grandes responsables de estos sucesos: el general Efraín Ríos Montt. Aunque este personaje es ficcionalizado aquí, sin muchos disimulos, renombrándose Enrique Monteverde (interpretado por Julio Díaz).

Guatemala se venga por sus muertos, así como La llorona se la cobra por sus hijos en esta variación del mito que asume Bustamante, a partir de la versión tradicional guatemalteca de la leyenda, donde la mujer, de clase acomodada, ahogó por su propia desesperada voluntad a los frutos de una infidelidad con un empleado, siendo condenada a clamar por ellos hasta el fin de los tiempos. Para sus propósitos, el director y también guionista despoja a la leyenda de egoísmos y semejanzas con la Medea griega, para convertir a La llorona en víctima absoluta de un doble horror: ver morir a sus descendientes y morir ella misma.

El cineasta guatemalteco Jayro Bustamante
El cineasta guatemalteco Jayro Bustamante

Monteverde se ve envuelto en un proceso judicial por genocidio y crímenes contra la humanidad, al igual que el enfrentado por Ríos Montt en mayo de 2013, que culminó con su condena y luego su sorpresiva absolución (a cargo de la corte de Constitucionalidad de Guatemala) diez días después del veredicto original de 80 años de cárcel. La ficción condensa el proceso y pasa de inmediato al perdón del general, a causa del cual su casa será sitiada inicialmente por el pueblo guatemalteco en protesta pacífica, y luego por espectros a quienes los muros no pueden detener.

La fuga de la servidumbre hace que llegue a su casa una nueva sirvienta, nada disimuladamente nombrada Alma (María Mercedes Coroy), que comenzará una meticulosa labor de tormento y enloquecimiento del anciano, espoleando sus perversiones sexuales, sus paranoias. Torna sus instintos homicidas contra su propia familia, a los que se extiende el manto de su culpa, compartiendo el karma de sus errores y horrores. Los descendientes carnales de Monteverde se revelan como otras tantas víctimas de sus procederes, afectados directamente por su autoritarismo. Así que La llorona también termina clamando por ellos. Toda esta agonía familiar concluye con el deceso de Monteverde por causas “sobrenaturales”, que se equipara al de Ríos Montt sucedido el 1ro. de abril de 2018.

El cineasta marida horrores fantásticos, legendarios y tradicionales con horrores contemporáneos y bien tangibles, haciendo con su reconfiguración de la leyenda, que la fantasmal mujer se expanda, desde su original condición mitopoética, a una dimensión mayor de matria grande, matria dolorosa, matria lachrymarum. Así su lamento horrífico es ya por todos sus vástagos guatemaltecos asesinados durante los años más cruentos de la Guerra civil, entre 1981 y 1983.

Pues, aunque la explicación pública (y un tanto ingenua) que Bustamante ha dado sobre la escogencia del tono fantástico para su película es la de buscar sencillamente la atención de nuevas generaciones de espectadores, su incursión en los terrenos míticos insufla al relato de un potente hálito cultural e histórico. Así, dado que el impacto más furioso del genocidio fueron los descendientes de los primeros habitantes del continente, y más específicamente la región actualmente definida como Guatemala, esta operación buscaba no sólo el exterminio físico, sino la aniquilación definitiva de toda una cultura previamente sometida por los primeros colonizadores europeos. Buscaba la anulación del pasado milenario. Buscaba, a la par de la muerte física, la muerte cultural.

Una vez más, se trata de la reescritura de la historia a imagen y semejanza de los vencedores tajantes, a partir de la eliminación conveniente de los elementos que no engranen en su gran relato. Y como la muerte es un hecho cierto, palpable y ciertamente registrable en los anales, la desaparición y las tumbas sin marcar resultan el método más efectivo y expedito de elisión, pues sustituyen la existencia por la ausencia, la presencia por la nada.

Aun así, a pesar de toda la virulenta minuciosidad de tales maniobras, quedan los fantasmas, las presencias que se niegan a desaparecer. La energía que no se destruye, sino se transforma en una fuerza de memoria, de reclamación, de recuerdos renuentes, de remordimiento nacional. Estas son las entidades desencarnadas hechas carne de Los silencios y de La llorona. Los fantasmas y el fantasma de la nación herida terminan sitiando a sus creadores, a los destructores de sus cuerpos, a sus genocidas culturales. Por eso, a diferencia de La asfixia y Nuestras madres, la cinta de Jayro Bustamante está mayormente protagonizada por los perpetradores y por sus legatarios, deviniendo una crónica tenebrosa del remordimiento y las repercusiones.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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