Imagen de la edición en inglés de ‘Stoner’, de John Williams (Penguin Random House, 2006)

A pesar de que se han publicado cientos de novelas sobre el estudio de la literatura en el mundo académico occidental, no hay, a decir verdad, muchas ficciones de primer orden sobre ese tema en la tradición anglonorteamericana: podríamos, acaso, mencionar The Secret History (Donna Tartt), El discípulo del filósofo (Iris Murdoch) y –si nos sentimos particularmente generosos– algún que otro relato de David Lodge.[1] Pero el texto de Tartt es básicamente un thriller con pretensiones,[2] la novela de Murdoch un espléndido fracaso y los libros de Lodge son… simpáticos, en el mejor de los casos. Y eso es todo, básicamente, o al menos eso pensaba, hasta que conocí la extraordinaria narración Stoner, de John Williams.

Publicada por primera vez en 1965, la novela no tuvo una acogida demasiado prometedora, por decirlo suavemente. De hecho, apenas se vendieron mil ejemplares y, según parece, sólo suscitó dos o tres reseñas poco entusiastas. A la luz de lo que ahora sabemos parece casi inconcebible pero supongo que la máxima latina Habent sua fata libelli[3] contiene no poca sabiduría: en el 2014 –veinte años después del fallecimiento de Williams, cuando tanto el libro como su autor parecían consignados irremisiblemente al olvido–[4] una nueva edición preparada por un crítico perspicaz tuvo un éxito fulminante y abrumador: reseñas elogiosas en los periódicos más importantes, cientos de miles de ejemplares vendidos, publicación de otros relatos de Williams. Súbitamente Stoner se había convertido en esa rareza: una novela de culto. Sería inútil, según creo, indagar las causas del fracaso inicial:[5] mucho más interesante resulta el análisis del texto en sí mismo y a eso me dispongo ahora. Intentaré responder una pregunta que –como señala Juan José Saer en alguna entrevista– es la primera que debe plantearse cualquier crítico literario, a saber: ¿por qué es un gran libro?

Ante todo, abordemos la cuestión del género: ya he observado que se trata de uno de los más notables relatos acerca del mundo académico en la tradición anglonorteamericana pero es necesario precisar que esta “novela de campus” se inserta en la mucho más venerable y compleja genealogía del Bildungsroman. En efecto, lo que tenemos aquí es una ficción sobre la trayectoria vital de William Stoner, un redneck[6] del Missouri profundo[7] que, de manera inexplicable (sobre todo para sí mismo), se convierte en un apasionado profesor de literatura.[8]

Los orígenes del protagonista no podrían ser menos auspiciosos: una paupérrima granja de Missouri en la primera década del siglo XX, uno de esos lugares donde el único libro era la King James Bible[9] y la mera idea de una educación universitaria tan exótica como el pensamiento de Darwin o los tigres de Bengala. Sin embargo, el padre de Stoner (un campesino adusto y taciturno) concibe, inexplicablemente,[10] la idea de enviar a su hijo a la universidad estatal. Mediante un breve diálogo, Williams consigue trasmitirnos la extrañeza esencial de la situación y la aplastante miseria de los granjeros: “Cuatro años”, dijo Stoner. “¿Cuesta dinero?”.

“Podríamos conseguirte habitación y manutención”, dijo su padre. “Tu madre tiene un primo que tiene sitio en las afueras de Columbia. Habrá libros y cosas. Yo te podría enviar dos o tres dólares al mes”. Libros y cosas: esta corta frase prefigura el abismo que se extenderá entre William y su familia ni siquiera iletrada. Pero eso será más tarde, cuando, por puro azar, Stoner entra en contacto con la literatura:[11] durante una clase de poesía inglesa un severo profesor interpela al joven acerca de los sonetos de Shakespeare: previsiblemente, no puede contestarle pero, al escuchar el poema, experimenta una brusca epifanía y comprende lo que antes sólo había podido intuir: la literatura se convierte en un ídolo, una obsesión un destino: “En la biblioteca de la universidad se demoraba por los pasillos, entre los miles de libros, inhalando el olor rancio del cuero, la tela y las páginas secas como si fuese un incienso exótico. A veces se paraba, tomaba un volumen del estante y lo sostenía durante un momento entre sus grandes manos que le hormigueaban al contacto especial con el lomo y las manejables páginas. Luego hojeaba el libro, leyendo párrafos aquí y allá, pasando las páginas delicadamente con sus rígidos dedos, como si su torpeza pudiera arrancar y destruir lo que había supuesto tanto esfuerzo descubrir. Plata grisácea a la luz de la Luna, desnuda y pura, las columnas de la biblioteca parecían representar el estilo de vida que había adoptado, igual que un templo representa un dios.”

En definitiva, Stoner ha sido atenazado por una insaciable avidez de conocimiento (“lust for knowledge”, en el original), esa tremenda libido sciendi que la teología patrística postuló como causa probable de la Caída. Sin embargo, como prefería a Homero, Virgilio y Shakespeare por encima de la Biblia, no cuestionó jamás su vocación: tras siete años consigue doctorarse y obtener un trabajo en la misma universidad donde estudió. Claro, Stoner sabe perfectamente que no es (que nunca podrá ser) un artista verbal, pero eso no le preocupa en lo más mínimo: ya hay demasiados escritores y a él le basta la frecuentación diaria de las obras maestras, vivir en compañía de la grandeza. Será entonces durante cuarenta años un profesor extraordinario para quien “el Arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero juicio final” (Proust, El tiempo recobrado). Y aunque todos (incluyendo a su mujer, sus padres y su mejor amigo) lo consideran un fracasado,[12] el propio Stoner, como un místico sin fe, roza el éxtasis de manera casi continua en sus investigaciones literarias: “Advertía las potencialidades de la prosa y su belleza […] mientras lidiaba contra el poder de la literatura que había estudiado e intentaba entender su naturaleza, era consciente del cambio constante en su interior y, mientras era consciente de ello, salía de sí mismo y entraba en el mundo que le contenía, de manera que sabía que el poema de Milton que había leído o el ensayo de Bacon o el drama de Ben Johnson cambiaban el mundo del que eran sujetos, y lo cambiaban por su dependencia de él”.

Se trata de algo parecido a eso que Harold Bloom señaló como un rasgo esencial de las obras de Shakespeare: el momento en que los personajes “se escuchan casualmente a sí mismos y experimentan el cambio interior”. Obviamente, la analogía es imperfecta (Stoner escucha las pulsaciones de su pensamiento, no un soliloquio dramático), pero resulta muy significativa: también aquí contemplamos cómo una conciencia se ensancha hasta alcanzar los límites más extremos.[13] La contraposición, el contrapunto incesante entre “la vida del espíritu” y el mundo es, sin duda, la cifra del relato: Stoner querría existir en un espacio exclusivamente compuesto por referencias y citas literarias pero las vicisitudes socavan su precaria “torre de marfil”: aunque por un tiempo pudo pensar que su trabajo en la universidad lo aislaba de todo contacto con “la vida real”[14] pronto comprende que también los profesores de literatura pueden ser adversarios formidables: justo en el momento de publicar su tesis (sobre la influencia de la tradición latina medieval en la poesía inglesa entre 1450-1650), cuando llega a ser finalmente profesor auxiliar, un tipo llamado Hollis Lomax –especialista en literatura norteamericana del siglo XIX– se convierte en una especie de enemigo arquetípico: no hay, en verdad, ninguna causa que lo justifique –nada que Stoner haya hecho para provocarlo–, pero el resquemor de Lomax crece hasta alcanzar una dimensión casi mítica: como en la famosa nouvelle de Joseph Conrad El duelo, el protagonista encuentra aquí en otro hombre “la enemistad absurda, infinita, como de una fuerza ciega de la Naturaleza”.[15] Y no existe para él otra opción que soportarla sin quejarse jamás: “Pero William Stoner conocía el mundo de una manera que pocos de sus colegas más jóvenes podrían comprender […] llevaba siempre cerca de su conciencia el conocimiento sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron duras y cuya ética común era la de mostrar al mundo rostros inexpresivos, duros y fríos”.[16]

Se trata, naturalmente, de un estoico riguroso que, en este caso, encuentra el fundamento de su impasibilidad en los textos poéticos, “la única sustancia inmarcesible”. En el segundo siglo de nuestra era Marco Aurelio escribió: “El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación, turbia; la composición del conjunto del cuerpo, fácilmente mutable; su alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo es como un río; el alma, sueño y vapor; la vida, una estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía? Única y exclusivamente la filosofía”. (Meditaciones, Libro II). Si en este sucinto compendio de la doctrina estoica alguien sustituyese el último término por Literatura habría formulado también el único credo posible para William Stoner.

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Notas:

[1] Por ejemplo, Small World, donde aparece el carismático personaje Morris Zapp, un profesor probablemente inspirado por el gran teórico Stanley Fish.

[2] La cultura clásica se vuelve un pretexto para tejer una intriga más o menos enrevesada: Homero y Esquilo son sólo nombres ilustres en manos de esta dotada story-teller. Por supuesto, es muy superior a El código Da Vinci, pero no hay que ser tan pesimista como para afirmar que eso es un gran mérito.

[3] “Los libros tienen su propio destino”.

[4] Donde John Williams habría permanecido de no haber escrito Stoner: la mediocridad inficiona el resto de sus volúmenes. Pero eso no tiene importancia: basta con un gran libro.

[5] Lo más probable es que nunca podamos establecer estas causas del fracaso con certeza y, por lo demás, semejante búsqueda pertenece más bien a la sociología de la literatura, esa curiosa entelequia.

[6] Básicamente un campesino sin instrucción del Deep South, la clase de personaje que prolifera en los textos de Faulkner y Flannery O´Connor.

[7] Ciertamente el sitio menos propenso a la lectura que podamos imaginar.

[8] Clásica e inglesa por igual.

[9] Más como una especie de talismán apotropaico que cualquier otra cosa: Como ha señalado agudamente Harold Bloom, la Biblia es un libro muy difícil y su posesión (al menos en el Deep South) no implica necesariamente su lectura (a decir verdad, casi nunca).

[10] Por supuesto, pretendía que Stoner estudiase Agricultura (no Letras Clásicas), pero aun así es sorprendente: nada nos permite conjeturar que estos farmers sureños hubiesen pensado alguna vez que la educación universitaria poseyese un sentido. Es una premisa que debemos aceptar: el autor mismo comprende que no es verosímil y ni siquiera intenta disimularlo: simplemente continúa narrando. Aquí la “suspensión voluntaria de la incredulidad” predicada por Coleridge puede ser útil.

[11] Una vez más podríamos dudar de la verosimilitud de este suceso (¿clases de Poesía Isabelina en una facultad de Agricultura?), pero prefiero considerarlo un procedimiento necesario para desarrollar la trama.

[12] Y el lector comprende por qué: no hay en esta existencia gestos melodramáticos ni acontecimientos exteriores significativos.

[13] Lo cual, ciertamente, sucede a expensas de su falta de éxito en el así llamado “mundo real” (aunque para el protagonista este sólo puede ser una sombra de la experiencia interior).

[14] No era, quizá, una idea tan descabellada: en una de sus novelas Ricardo Piglia ha observado cómo algunas universidades de la Ivy League se han transformado en el último reducto de los que se interesan por la literatura: “quizá los conventos medievales tenían ese aire de sigilo, de privilegio y de tedio, porque aquí los estudiantes están casi recluidos, se mueven en un círculo cerrado conviviendo –como los sobrevivientes de un naufragio– con sus profesores. Saben que en el mundo exterior a nadie le interesa demasiado la literatura y que son los conservadores críticos de una gloriosa tradición en crisis”.

[15] Así Borges, para quien este relato –junto a “Bartleby” de Melville– prefigura los cuentos de Kafka.

[16] “Never explain,never complain”, parece decirnos Williams en una ingeniosa paráfrasis de Lord Acton.

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