Imagen de cubierta ‘El discípulo del filósofo’, de Iris Murdoch (Ultramar, Madrid, 1989)

En las páginas finales de Respiración artificial,[1] Tardewski –filósofo ágrafo y melancólico emblema del fracaso, uno de los personajes absolutamente memorables de la literatura latinoamericana– discurre con un fervor no mitigado por los años sobre lo que significó conocer al mayor pensador del siglo XX: “Wittgenstein era lo más parecido a lo que yo me imaginaba que debía haber sido Sócrates, sólo que era muchísimo más despiadado. Más despiadado y más sombrío que Sócrates, o al menos de lo que Platón nos ha hecho creer que era Sócrates. Tenía por supuesto un prestigio enorme y un éxito mundial, pero estaba desesperado porque lo desesperaba la sola posibilidad de no poder llegar a la verdad.” Las perceptivas palabras[2] de Tardewski sobre su antiguo mentor son probablemente la mejor introducción posible a un libro como El discípulo del filósofo, de Iris Murdoch, una novela que consigue representar como pocas el abismo al que puede conducir la pasión desenfrenada por el conocimiento, esa terrible libido sciendi que los teólogos postulan como causa del pecado original.

La trama gira en torno de la tensa relación entre un maestro y su discípulo: John Robert Rozanov, considerado por muchos el mejor filósofo británico de su generación (un tipo cuya pasmosa inteligencia sólo puede compararse con su desdén por aquellos que no la poseen) y George McCaffrey, antiguo alumno de Rozanov, un perdedor radical que ha estado obsesionado con la personalidad y los libros de su profesor desde que asistió a sus clases en la universidad hace más de dos décadas.

Si aplicáramos a esta situación la tipología articulada por George Steiner en su ya clásico Lecciones de los maestros, sería inevitable ver a Rozanov como “uno de esos Maestros que han destruido a sus discípulos sicológicamente […], han quebrantado su espíritu y consumido sus esperanzas”. Sin embargo, existe una diferencia esencial: aquí el discípulo ha provocado su propia ruina. En efecto, Rozanov jamás fingió apreciar a McCaffrey, ni elogió su inteligencia ni lo alentó a continuar estudiando, sino todo lo contrario: simplemente le hizo saber, con imperturbable frialdad, que no era lo suficientemente bueno para dedicarse a la filosofía, que su inteligencia era mediocre, en el mejor de los casos (y solamente porque McCaffrey, que no parecía capaz de captar una indirecta, lo presionaba insistentemente con preguntas sobre sus posibilidades de hacer carrera en el mundo académico).

Esto puede parecer cruel, insensible y políticamente incorrecto, pero para Rozanov, tan indiferente a la cortesía como a la numismática o el fútbol, es simplemente el inevitable corolario de lo que podríamos llamar su religión privada (la única aceptable para este fanático de la Razón): en el ámbito filosófico sólo importan el talento innato del sujeto y la potencia de su pensamiento. No importan las buenas intenciones, sólo el talento. No importa la voluntad, no importa la perseverancia, no importa el amor al conocimiento, no importa el esfuerzo, sólo el talento y la potencia del pensamiento. Y el que no entienda esto, que lea miles de libros, que fantasee con ser un gran pensador, pero que no se dedique a la filosofía.

Como es natural, la despiadada sinceridad de Rozanov tuvo consecuencias devastadoras: McCaffrey había albergado la ilusión de serlo todo y ahora enfrentaba la evidencia de no ser nada. A partir de ese momento se convierte en un virtuoso del resentimiento, en un tipo que odia a todo el mundo (pero ante todo a sí mismo) y ansía vengarse de su antiguo maestro. Cuando Rozanov, esa implacable y gélida máquina de pensar,[3] regresa a su ciudad natal (que es también la de George), McCaffrey comienza a importunarlo, intentando que se arrepienta de su tajante dictamen y le diga que su existencia no carece de sentido. Previsiblemente, sus patéticos intentos fracasan (mucho más fácil hubiera sido escribir la continuación de Ser y Tiempo o la segunda parte de las Investigaciones filosóficas que convencer a alguien como Rozanov de retractarse) y el aprecio que todavía sentía por el filósofo se convierte en abominación.

Ahora bien, aunque el catastrófico desenlace de la trama parece sacado de uno de esos sangrientos dramas de la época jacobita que tanta influencia han tenido en la literatura británica, una ironía incesante permea los acontecimientos y el tono mismo del narrador: la tragedia surge aquí de un malentendido esencial pues, a pesar de su portentosa inteligencia, Rozanov es un ser tan angustiado como su fracasado discípulo y no puede disfrutar ni siquiera por un instante de su aparente éxito. En efecto, el filósofo es un descendiente de metodistas que ha perdido la fe, pero, como suele suceder, conserva todo el fanatismo y la severidad moral de sus antepasados. En su caso, esto significa que, como le sucedió a Wittgenstein, la posibilidad de no poder llegar a la verdad (los temas que estudia son tan abstrusos como para desafiar al más agudo de los intelectos: la naturaleza del tiempo, el origen de la conciencia y la consabida indagación ontológica) lo atormenta sin cesar y lo conduce al límite mismo de la autodestrucción: después de todo, no había demasiado que envidiarle. Así, el alumno mediocre y el intelecto superior, el aborrecedor y el aborrecido, se equiparan en este desolador relato que señala las consecuencias potencialmente fatales de cualquier anhelo desmesurado de perfección.


Notas:

[1] Ricardo Piglia: Respiración artificial, Pomaire, Buenos Aires, 1980.

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[2] Por supuesto, se trata de un personaje de ficción hablando sobre otro (el Wittgenstein de este relato es tan imaginario como el Glenn Gould creado por Thomas Bernhard en El malogrado), pero lo que importa es la verosimilitud, el efecto de realidad: el Wittgenstein de Piglia es tan convincente como el que evoca Ray Monk en su así llamada “biografía definitiva” (El deber de un genio, 1990).

[3] Y aquí es notable la manera en qué Iris Murdoch consigue hacer creíble al personaje de Rozanov y persuadirnos de sus credenciales filosóficas, creando incluso una espléndida bibliografía imaginaria para el altivo profesor, que con su misantropía, genialidad y acerada ironía parece una mezcla de Schopenhauer, Wittgenstein y Gregory House.

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