Un señor de edad observa el letrero que dice, en francés, Salon de Mai y toma a su hijita del brazo. Le dice: “vamos a ver qué es este salón de maí”. Sin embargo, no era exactamente una muestra hortícola lo que les esperaba. Ante sí, a la entrada, el gigantesco mural colectivo, realizado por los pintores visitantes y por pintores, poetas y caricaturistas cubanos. Arriba, al final de la escalera, una persona cuenta con un pequeño instrumento la entrada de cada visitante.

En quince días, los quince primeros, han visitado la exposición del 23 Salón de Mayo de París, en el Pabellón Cuba, cerca de 100 000 personas. De todas las procedencias: profesionales, militares, obreros y, sobre todo, jóvenes becados, estudiantes universitarios y preuniversitarios, reclutas del Servicio Militar Obligatorio. Gente que pocas veces se ha acercado a una obra de arte, y que tropieza repentinamente con muestras de lo último y mejor que se hace en Europa en el campo de las artes plásticas. En la primera sala, dedicada al objetismo, al op art, al cinetismo, tendencias de las más discutidas, el visitante suele sentirse desconcertado. Este desconcierto, y sus consecuencias, caracterizan mucho el ambiente de cada noche en el Pabellón.

Desde la primera sala el espectador siente necesidad de confrontar su situación con las de los otros visitantes. Desde aquí comienzan las discusiones. Estas podrían ser poco fructíferas, viciadas. Los guías de la exposición las canalizan, les ofrecen salidas, aclaraciones, las dirigen hacia una comprensión más justa del arte moderno y, en fin de cuentas, del arte en general. Las discusiones surgen incesantemente, bajo cualquier pretexto, con o sin la intervención de los guías, que a veces no es necesaria: en el transcurso de un debate, alguien, más lúcido, toma la defensa del arte moderno contra un recalcitrante y trata de convencerlo hasta con la violencia.

En esta presentación del Salón de Mayo en La Habana trabajan cuarenta guías, estudiantes de Artes Plásticas en San Alejandro y en la Escuela Nacional de Arte. Trabajan ocho horas. Además de resolver infinidad de pequeños problemas, los guías explican las obras, discuten, cuidan las piezas expuestas. Nunca se insistirá suficientemente en lo importante de su trabajo con el público. Además, reciben conferencias, participan en conversatorios y encuentros con los artistas invitados. Su trabajo es realmente duro.

Las obras que provocan más discusiones son las compresiones de César, el cuadro Bahía de Cochinos, de Erró, y las piezas que presentan Chavignier y Delluc. Casi todas están en la sala dedicada a Cuba, que es la que más interés suscita.

La primera, sin dudas, es la más llamativa. En las dos últimas, donde están los cuadros de Picasso, Max Ernst, Lam, Matta, Jorn, Appel, el público entra con solemnidad. Pero la atmósfera rígida, respetable y fría que tradicionalmente caracteriza las salas de exposición se ve seriamente quebrantada en el Pabellón Cuba. En primer lugar, por el público, que se ríe, discute, se enerva, reflexiona. Además, por la incursión desconcertante de modelos, con vestidos de diseños raros, tan raros para muchos como algunas obras expuestas, y que pasean imperturbablemente por la exposición. El desconcierto aumenta. Al fondo, una orquesta, un declamador, un conjunto de jazz, ayudan a conformar un ambiente de mayor espontaneidad y compenetración.

En el Pabellón se exponen 199 cuadros: óleos, litografías, aguafuertes. 42 esculturas y objetos. Además, dos caligrafías: dos cartas trascendentales, una de Fidel a Celia Sánchez y una de Che Guevara a Fidel. Se exponen centenares de libros de literatura y artes plásticas, de la editorial Gallimard, que serán donados a Cuba. Y a un costado, en integración más que ubicacional con el Salón, un cañón automático antiaéreo calibre 40 y varios ejemplares representativos de los avances de la ganadería cubana. Según opinión de todos los guías con que conversamos, el visitante, que antes era ajeno a las artes plásticas, sale del Pabellón preocupado por lo que ha visto, reflexiona, duda de su primer rechazo e, incluso, se arrepiente de él. Algunos guías han tomado nota de expresiones y opiniones que han oído en estos siete días de trabajo. Las hay, desde luego, de todo tipo. Pero una de ellas, dicha por un militar, en el transcurso de una discusión que se suscitó en la primera sala, es muy definitoria: “Yo creo que debemos aprender a ver. En fin de cuentas, todos somos artistas: el artista no es sólo el que realiza una obra, sino el que se para frente a ella y la comprende.”

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