La presencia de la violencia en alzamientos y revoluciones ha sido siempre punto de discusión obligado para quienes intentan comprender su existencia y otorgarle un lugar dentro de los procesos de transformación social. Por citar dos ejemplos entre tantos, fue un tema al que Frantz Fanon dedicó parte de su obra. En Los condenados de la tierra propuso que la violencia era en sí un método de liberación en un régimen (el colonial) en el que la realidad primera era la ausencia de reconocimiento hacia la vida de los subalternos. La violencia implícita en el colonialismo impide el reconocimiento recíproco e incluso el reconocimiento de la humanidad en los colonizados, todo ello en nombre de la civilización, al punto en que el único lenguaje posible, por el que es posible ser reconocido y escuchado, es el de la violencia.
Merleau Ponty, en Humanismo y terror, desarrolla la tesis de la necesidad de la violencia revolucionaria, propia del entendimiento marxista de la transformación social, para hacer una distinción entre la violencia inicial imprescindible para derrocar un régimen de injusticia y establecer la posibilidad de una sociedad sin explotación de unos hombres por otros, y aquella que perpetúa la violencia al servicio de la exclusión del régimen instituido por la revolución misma. En un argumento que confluye con el de Fanon, al poner como ejemplo a Inglaterra y sus colonias, y reconocer que “la pureza de los principios, no solamente tolera sino que, más aún, necesita de las violencias”. Merleau Ponty describe este momento en que la violencia destituyente del régimen anterior se ha convertido en terror: “El Terror (la mayúscula es suya) no quiere afirmarse ya como Terror revolucionario”.
El caso de la Unión Soviética, en la que “los partidos comunistas luchan por el poder sin plataforma proletaria”, y se afianzó un régimen de control basado en el terror, permite sin duda pensar analogías con el caso cubano, y esto no obedecería a la casualidad, sino a que la naciente Revolución cubana adoptó tempranamente una configuración marxista soviética, con las cuotas de totalitarismo que ello conllevaba.
La manera en que el Estado cubano ha juzgado, catalogado y manejado las acusaciones de violencia “contra el Estado socialista”, encuentra analogías también con otros regímenes políticos en la catalogación de los manifestantes como vándalos y delincuentes y la forma en que tal catalogación sirve para justificar la represión sobre ellos. Es una narrativa que se repite una y otra vez cuando las insurrecciones populares irrumpen en la aparente calma y estabilidad de la vida cotidiana. Hace menos de un año en Colombia, por ejemplo, las manifestaciones populares fueron calificadas repetidamente de “vandalismo” y “terrorismo urbano” por algunos medios y un sector de opinión pública. En la narrativa del vandalismo hay una apelación a la insurgencia como creación de caos, como despropósito, como alteración irracional del orden. El sistema que crea tal narrativa presenta así su defensa no como la defensa de un orden específico, una configuración que hace posible cierto modo de vida colectiva, sino del orden en sí contra la amenaza de una ausencia. Por supuesto eso permite asumir como carente de objetivos a cualquier cuestionamiento del ordenamiento imperante en una sociedad dada.
Las manifestaciones del 11 de julio de 2021 en Cuba fueron fundamentalmente pacíficas. Esto corre el riesgo de perderse como una declaración sin fundamento en un entorno en el que la narrativa del Estado dice fundamentalmente lo contrario, que fueron manifestaciones violentas protagonizadas por personas violentas (también en Cuba les llamaron vándalos), e incluso pagadas desde el exterior. Sin embargo, una observación de todo el material en video del propio domingo 11 de julio, muestra que la violencia fue episódica y el balance general fue pacífico. Proyecto Inventario ha creado un mapa interactivo en el que pueden verse fragmentos de videos de 297 ubicaciones a lo largo del país y un recorrido por los mismos muestra mayoritariamente personas marchando y gritando consignas. No hay que olvidar, por otra parte, que la víctima fatal de la jornada, fue un manifestante a manos de la policía, un caso que no ha sido todavía juzgado ni del que haya indicios en esa dirección, como no han sido juzgados los casos de golpizas y disparos por parte de la policía.
La discusión sobre el carácter de las manifestaciones del 11 de julio y los días siguientes es parte de la disputa por la narrativa. Los medios estatales cubanos insistieron, desde la persona del presidente hasta los locutores de programas de televisión, una y otra vez durante meses, en que habían sido violentas. Lo que delata la conveniencia de tal calificativo es la manera en que generalizan sin pretender hacer especificaciones. La generalización no dice de forma explícita que todos los casos son iguales, pero produce el efecto de que a cualquier caso se le puede aplicar aquello que la generalización preconiza.
Cuando siete meses después fueron publicadas finalmente las cifras oficiales de detenidos y sometidos a juicio como resultado de las manifestaciones del 11 de julio, la declaración que se hizo sobre ellas dice que hay “790 personas instruidas de cargo por actos vandálicos, que atentaron contra autoridades, personas y bienes, así como graves alteraciones del orden” y más adelante que “la determinación de acusar por el delito de sedición, aunque tiene previstas sanciones severas, se corresponde con el nivel de violencia demostrado en las conductas vandálicas que de manera tumultuaria causaron lesiones y pusieron en peligro la vida de ciudadanos, funcionarios y miembros de las fuerzas del orden, al agredirlos con el empleo de objetos cortantes, contundentes e incendiarios, con la perturbación grave del orden público y el deliberado propósito de subvertir el orden constitucional”. Nótese el atributo de vandálicos y la apelación a la subversión del orden constitucional.
Las manifestaciones del 11J fueron mayoritariamente pacíficas. Como suele suceder en las protestas, los episodios de violencia se dieron contra los símbolos de la desigualdad y los privilegios de unos pocos sobre las miserias de la mayoría
La declaración no explicita cuántas de esas 790 personas fueron acusadas de sedición (que sería el cargo más grave), pero sí que todas cometieron actos vandálicos. Solo la transparencia en los 790 casos, o al menos una cantidad significativa de ellos, podría hacer posible contar con una imagen más fidedigna de las proporciones de la violencia dentro de manifestaciones mayoritariamente pacíficas. Ese es justamente el problema en un régimen totalitario, que la narrativa estatal se produce y se sostiene restringiendo el acceso a la información que pudiera conducir a otras realidades, como investigaciones independientes por parte de organizaciones de derechos humanos, observadores imparciales en los juicios, reportes periodísticos en medios disímiles o acceso a estadísticas de las que pueda derivarse un panorama objetivo de los sucesos.
Sin embargo, a pesar de que pretende seguir teniendo el control –y lo tiene hasta cierto punto sobre un porciento de la población– el pretendido dominio estatal sobre la narrativa ha dejado de ser hegemónico: medios de comunicación independientes del Estado han logrado transmitir testimonios de los presos, organizaciones con experiencia jurídica como Cubalex han tenido acceso (a través de los familiares) a los expedientes, iniciativas civiles como Justicia11J han documentado con un alto grado de veracidad la situación de la mayoría de los detenidos y enjuiciados, Proyecto Inventario ha realizado un mapeo preciso de los lugares, las horas y las circunstancias de las manifestaciones en aproximadamente 290 puntos del país; el acceso a internet permitió ese día transmitir directamente a los participantes y compartir posteriormente videos filmados los días siguientes. La presencia en redes sociales que permite ese acceso hace posible que hoy los familiares realicen denuncias públicas sobre la situación de las personas sometidas a juicio y articulen iniciativas para demandar procesos justos y transparentes y exigir la liberación y el sobreseimiento de los casos.
Más allá de la limitación al acceso de toda la documentación y a los propios juicios, que en cierta medida ha sido contrarrestada por una sociedad social diversificada y con una capacidad de articulación y organización, el siguiente paso en la criminalización de los manifestantes deriva del entendimiento del sentido y las razones de las violencias ocurridas, y esto remite a las consideraciones iniciales. En mucha menor medida que la pretendida por la narrativa oficial –que de hecho excluye de su relato las decenas de evidencias de manifestación pacífica que se dieron a lo largo del país durante horas consecutivas– hubo ataques sobre tiendas en moneda libremente convertible (MLC) y sobre instituciones emblemáticas del poder como estaciones de policía; se volcó una patrulla policial en el municipio 10 de Octubre y el carro del Primer Secretario del Partido en Cárdenas. Regresamos así al tema de la violencia en los regímenes de opresión tanto coloniales, como totalitarios o neoliberales. La opresión puede ejercerse de forma constitutiva en regímenes políticos muy diferentes que, sin embargo, coinciden en sus lógicas de acción, entre ellas, las que crean condiciones para la violencia.
Cuando los manifestantes atacaron las tiendas en moneda libremente convertible (dólares), atacaron los edificios representantes y ejecutores de la desigualdad social que caracteriza la sociedad cubana actual. En esas tiendas se venden productos en muchas ocasiones producidos dentro del país en una moneda privativa para muchos. Las compras se realizan desde fuera del país en la mayoría de los casos por cubanos exiliados o migrantes que garantizan así, a precios exacerbados, el sustento de sus familias en Cuba. Quienes no tienen dólares o familiares en el extranjero que puedan comprar por esta vía bienes tan básicos como la leche, simplemente no tienen acceso a ellos, pues no se venden en la moneda principal del país. La prensa oficial ha acudido al socorrido argumento de que se trata de un mecanismo que permitirá, por el ingreso de divisas, comprar la leche que podrá ser entonces distribuida equitativamente por los canales de la distribución interna, pero más de dos años después de su instauración, tal cosa no ha ocurrido.
Las tiendas en MLC son el emblema y el mecanismo de reproducción de una segregación económica cada vez más profunda, que marginaliza aún más a una gran parte de esa población que el 11 de julio de 2021 decidió salir a la calle a manifestarse; son la muestra de una violencia estructural que no encuentra salida ni permite formas de contrarrestarla al cerrar regularmente todas las vías posibles para el disenso y someter a castigo ejemplarizante a los críticos y oponentes. No es posible desconocer el hecho de que la violencia, esa que se llama revolucionaria, pero no existe más que como mecanismo de reproducción social de una élite en el poder, es constitutiva de la realidad cubana. La estigmatización del disidente, la exclusión de la vida social de todo el que no comulgue con la ideología imperante, la retórica de la guerra a muerte que convierte a los críticos en el enemigo, son todas formas en que se evidencia cómo la violencia es uno de los pilares que sostiene al régimen cubano. Los actos de repudio, las expulsiones de centros de trabajo, la estigmatización, el exilio, el destierro, fueron durante mucho tiempo normalizados por una maquinaria discursiva que las presentaba como necesidad de la revolución a defenderse, o como defensa contra el imperialismo, o como medidas drásticas imprescindibles en un estado de excepción permanente en el que pueden tomarse, todo el tiempo, determinaciones extraordinarias e incluso ajenas a la ley. El propio 11 de julio de 2021, cuando después de horas de manifestaciones el presidente del país se dirigió a la población a través de la televisión, no hizo más que declarar la extensión lógica de la única forma en que el conflicto es manejado desde la cúpula dirigente de la sociedad cubana: “la orden de combate está dada. A la calle los revolucionarios”. Esperar que de una realidad estructuralmente violenta no emerjan episodios de violencia, sería hacer el juego a un régimen que cuando está a la ofensiva habla de amor y de diálogo y cuando está a la defensiva no duda en externarse sin tapujos.
Considerando esto, es necesario insistir que las manifestaciones del 11J fueron mayoritariamente pacíficas. Como suele suceder en las protestas, los episodios de violencia se dieron contra los símbolos de la desigualdad y los privilegios de unos pocos sobre las miserias de la mayoría, como las tiendas en MLC y contra los símbolos de la represión, como las patrullas policiales. Esos episodios señalaron, de una manera nítida, cuáles son los nodos de la violencia estructural del régimen. Meses después, el rechazo a las tiendas en MLC ha continuado creciendo, y ha tomado la forma de una campaña en redes sociales demandando su cierre. La violencia estatal también ha continuado imparable, exhibida ahora en los juicios a los manifestantes, realizados entre violaciones al debido proceso, en la mayor opacidad y acudiendo a penas desproporcionadas de claro carácter ejemplarizante, incluidas en ellas menores de 18 años, edad en la que la persona es considerada todavía como un menor por la Convención del Niño de la ONU, de la cual Cuba forma parte. Los que se horrorizan, desde una superioridad de pretendida pureza, por los incidentes violentos ocurridos, deberían recordar por una parte los miles de ejemplos de hechos similares, y de mucha mayor gravedad, que tienen lugar en manifestaciones masivas en cualquier parte del mundo. Por otra, la naturaleza violenta del régimen que las produce y su incapacidad de encontrar una salida política para los conflictos, lo que conduce únicamente a una escalada que refuerza mutuamente la contestación al régimen y la represión.
Cuando los manifestantes atacaron las tiendas en moneda libremente convertible, atacaron los edificios representantes y ejecutores de la desigualdad social que caracteriza la sociedad cubana actual
Todo esto no significa que la violencia deba ser exaltada en sí misma, o que es siempre deseable o justificable. Por supuesto los excesos deben ser evitados y a la sociedad que disiente, que está en pie de lucha contra el régimen de opresión en el que vive, le corresponde encontrar salidas para la violencia que no la reproduzcan o la perpetúen. Como le decía a su hijo Monsieur Verdoux, “la violencia solo engendra la violencia”, y la vía pacífica ha probado ser una forma poderosa de combatirla, mostrándola desnuda y sin fachadas discursivas, como sucedió el 11 de julio, el 15 de noviembre y cada vez que a una demanda pacífica se le responde con la cárcel, la criminalización pública, el destierro o cualquier otra forma de imposición del poder. Esa es quizás la principal enseñanza de conceptos como la “violencia revolucionaria”, que lo revolucionario corre siempre el riesgo de anquilosarse cuando se instituye, y dejar solamente la violencia como mecanismo de reproducción de la élite que acapara el Estado y el gobierno.
La acción civil es hoy la vía privilegiada de contestación de la sociedad cubana. A pesar de las continuas dificultades, que en ocasiones aparecen como imposibilidades, el intento de una marcha el 15 de noviembre de 2021, la apelación a las vías legales, las campañas que se sirven de vías virtuales como las que exigen hoy la liberación de los presos políticos del 11J y el cese de las tiendas en MLC, la demanda de solidaridad internacional, marcan una intención de recurrir a las vías pacíficas, aún cuando estas sufran de antemano por el intento sostenido de impedir toda crítica y toda posible transformación que no esté dictada “desde arriba”. Cuando el programa de la televisión cubana Confilo insinúa, por ejemplo, que el boicot contra los hoteles, consistente en dejar mensajes sobre la realidad de los presos políticos como comentarios en las páginas web, es semejante a sabotajes violentos que fueron realizados hace décadas, no solo criminaliza la acción pacífica, sino que colateralmente demuestra que lo que combate no es la violencia sino el disenso, y que está dispuesto a hacer todo lo necesario por impedir cualquier manifestación contestaria que pueda poner en peligro los privilegios de la élite en el poder. La violencia sistémica termina produciendo siempre violencias episódicas, y cualquier vocación pacífica tiene que incluir en su repertorio ese reconocimiento, para no servir a la maquinaria de criminalización que perpetúa la violencia estatal. Solo a partir de ahí será posible construir otras posibilidades.