ella
El autorretrato es el arte de la fidelidad. Género por excelencia en el que plasmar lo que desea –o ignora– un cuerpo que se hace objeto y sujeto de su mirada. Me atrae esa mirada doble, esa condición de hurgar en quién se es, en cómo reproducirse a través de una imagen o un texto.
Así como me hipnotizan el selfi y lo autorreferencial en la estética, la cultura, los mass media, las redes sociales o la literatura, coleccionar autorretratistas (clásicos o accidentalmente descubiertos en museos y galerías) es un extraordinario placer. La simple emulación de rostros, gestos, impresiones abstractas o miméticas revelan la belleza que rodea el intento de estudiarse. En estas vocaciones, donde operan a un mismo paso la humildad o las extravagancias, los academicismos y los hedonismos, los yoes o egos, hallo siempre mucha fragilidad.
La fragilidad es lo que me interesa.
Agnès Varda es el arte del autorretrato.
Ella, joven, menuda, blusa negra, los labios quietos, aunque parece que se muerde la lengua, clava sus ojos negros en el lente. Ella, dibuja su rostro a la perfección en un mosaico. Ahora, como en el espejo, un selfie mirror, para ajustarnos a la definición de las poses que plagan Instagram hoy día.
En cada foto, la artista transmite una complicidad noble y amable. Sé que le gustaría contarnos con lujo de detalles cómo consiguió abrir su primer estudio fotográfico en la Rue Daguerre, París. Ella, nacida en Bélgica y de origen griego, nombrada Arlette, pero inmortalizada Agnès, se dedicará al arte, revolucionará los lenguajes cinematográficos e inspirará a las generaciones posteriores a narrar con libertad. Ella amará y cuidará a sus gatos, mantendrá la nobleza y amabilidad, será siempre esa jovencita que envejeció segura de que cámara y cabeza se llevarían tan bien, como mar y arena.
Series de autorretratos durante su embarazo, desnuda, de perfil, tumbada, su sexo, la verruga junto a la cadena de plata, su vello púbico, los ojos cerrados, la raíz encanecida, la cámara que deja ver dentro de su nariz, y allí dentro parece asomarse la ruidosa playa virgen, o mejor aún, una playa revuelta por Orchidée, música compuesta por François Wertheimer, con letras de Agnès Varda para el largometraje L’Une Chante L’Autre Pas (1977).
Entrar a la imaginación de Agnès es entrar en un mundo donde conviven crítica, sutileza y sencillez, un mundo de auscultaciones sobre las gentes, lo visual, los ritos, los mitos, los derechos, brotes de mundos que registran los pormenores de la vida (la propia y la colectiva).
Ante ella, viéndole con su singular corte de cabello (algo medieval, algo francés, algo armonioso, algo Gelsomina), comprendí que vivió autorretratándose a lo largo de su vida porque era la única manera de celebrar (y registrar) la existencia, aquello que le sobrevenía como idea e interrogación y que compartía con otros cuerpos, humanos y no humanos.
En una exposición que funciona como un depósito de archivos personales y etapas ordenadas cronológica o temáticamente, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) expone ambiciosamente la trayectoria de Agnès.[1]
Es difícil no caer rendidos ante su simpatía, su voz y esa gracia tan generosa. Un buen ejemplo de ello, de la generosidad, la sagacidad y la libertad es Visages Villages (2015), documental dirigido junto al artista JR. Apreciar objetos, cuadernos y proyecciones de películas cuyas sinopsis o “temas” son apenas una de las múltiples claves de un imaginario experimental que no obviaba lo político. Cómo no perdernos en la emoción que ligan sus obras a lo largo de su vida. Cómo no rendirnos ante esa curiosidad en estado de pureza que luego se sustenta con planos magistrales. En Agnès Varda. Fotografiar, filmar, reciclar vibra la totalidad de mi autorretratista favorita.
Ella en su primer estudio de fotografía. La primera obra fílmica que vi de Agnès no fue Cléo de 5 à 7 (1962), sino Daguerréotypes (1976). En ambas películas el tiempo es un personaje clave, esa partícula incorpórea que hilvana trascendencia y rutina, esa consecuencia del miedo a la muerte o esa medida de exploración en lo cotidiano. Tal vez estoy mintiendo, quizá fuera Une minute pour une image (1983) la primera obra suya que vi, sesenta segundos para penetrar en muchas fotos, mientras la narración abandonaba la pantalla de una computadora, y se colaba en una habitación.
Ella en el Théâtre National Populaire. La teatralidad, el artificio y la conciencia del tiempo en su poética. Debió fijarse en los mecanismos del montaje escénico, especialmente, en lo liminal y lo performativo de la escena. En el teatro representacional son esenciales los atrezos y el decorado, los ensayos, la medición musical o gestual de la pieza, sin embargo, Agnès debió notar que ninguna función será igual a la anterior, así que hay algo de accidental e imprevisto que ella desea agarrar al filmar.
Ella, la pionera de la nouvelle vague. Dirigir La Pointe Courte (1955), y no ser una profesional ni una cinéfila, pero ser una amante del surrealismo, y estrenar su primera película leyendo a Faulkner, decidirlo motivada por la enfermedad que impedía a un amigo visitar el puerto.
Ella, una fotografía tomada el 9 de mayo de 1954, la foto de un niño, un hombre desnudo y una cabra muerta en una playa de Normandía. Volver veintiocho años después y realizar Ulysses (1982). El niño ya es un adulto, pero está sentado en las piernas de su madre. La cabra mastica la foto de la cabra, Agnès también le hace preguntas al animal. Se reconstruye el pasado a través de las subjetividades reunidas en torno a una imagen. Un grupo de niños disciernen sobre la muerte o la vida.
Ella, su gata Zgougou que me hizo recordar a Souris, el gato de Sophie Calle. Ella, su última publicación en Instagram.
Ella en Rosalie Varda. Imaginarla sentada en la Rue Mouffetard, tomar notas embarazada sobre la fisonomía de desconocidos, lo erótico, lo brutal. L’Opéra-Mouffe (1958) testimonia el asombro y la poesía como una métrica de la naturaleza Agnès.
Ella, Jacques Demy, Matheo Demy. La foto de Matheo en el rodaje de Documentaur (1981). Zgougou es la gata dominante que Sabine Mamou le obsequió. Sabine actuó en esta película autobiográfica de Agnès rodada en Los Ángeles.
Ella y Sara Gómez en su chachachá cinematográfico (en la exposición incluyen un cuadro de Tàpies solo porque Agnès al volver a su casa de un viaje, le pareció que la mancha de humedad en el techo de su apartamento le recordaba a una pintura del artista catalán, pero es vaguísima la referencia sobre aquella mujer negra. La que baila tu txa txa txa es Sara Gómez y es la directora de cine más fascinante de Cuba).
Ella y el feminismo presente en su poética de una forma sustancial, evidente en los procedimientos creativos, en los conflictos de sus protagonistas que no buscan moralizar o seguir esculpiendo ideales de ninguna visión dominante, en la disparidad de oportunidades y reconocimientos para mujeres en la industria cinematográfica (en las industrias). Sigo escuchando Orchidée.
Ella y sus fracasos, las películas que tuvieron éxito, las que no, las incomprendidas o despreciadas, el cine de culto.
Ella y la sensualidad, la hibridez y autorreferencialidad en Jane B. por Agnès V. (1988). Quizá debí hablar de los espejos en su obra, sería más original que hablar de “autorretrato”. El espejo cámara, el espejo narcisista, el espejo que desnuda y desmitifica, el espejo que apunta al mar y a la artista. El espejo que corta su cuerpo por la mitad.
Ella y sus instalaciones, piezas que deconstruyen sus propias películas o que nos muestran su admiración por otros artistas. Especialmente, me interesa la inmersión que indaga con (Les Veuves de Noirmoutier, 2005).
Ella y ella y ella.
Dos alas de ángeles doradas, detrás del cristal. En la foto el gato blanco posa en el taburete. Agnès retrata al gato con sus alas.
El gato y la belleza doméstica del gato.
La chaqueta negra de cuero, desgastada, irreverente. Vestuario que acompaña a lo largo de su deambular a la protagonista de Sans toit ni loi (1985). Obra con la que Agnès ganó el León de Oro, y Sandrine Bonnaire el Premio César. La chaqueta de cuero vocifera sobre los fantasmas que rodean las películas y el arte, un tótem, una huella de esa huida de todos los sistemas. Veo una fotografía de Djamila Arhab, la joven que inspiró el personaje de Mona.
Ella y la belleza en un mundo desesperanzador, espantoso.
Ella y la recopilación de negativos, manuscritos, álbumes, disfraces e investigaciones en las que se cerciora siempre de ser fiel, fiel a sí misma.
Ella y sus ecos. El cigarrillo encendido que le cuelga de la boca cuando dirige una película.
Ella y el autorretrato de ella en “la Xin”, año 1957.
Un vestido de flores, detrás del cristal.
Ella y un vestido de flores para Lions Love (…and lies) (1970).
Ella y la investigación-recepción-difuminación de Les glaneurs et la glaneuse (2000), el cartel de PATATUTOPÍA (Bienal de Venecia, 2003), y Agnès que dice: “Me agrada filmar cosas que se pudren”. La escucho y velo por los brotes sobresalientes, sé que se trata de un corazón con forma de papa. Los espigadores y espigadoras son los protagonistas del oficio más sobresaliente y naturalizado de esta época, época de hambruna y explotación. Quizá no es la expresión más sublime, pero lo podrido esconde también pretensión y profundidad, es más, querer conservar lo que inevitablemente se pudrirá es un acto de bondad indiscutible. El arte del autorretrato es también el arte de lo podrido. No veo contradicción entre esta idea y esta afirmación: “Para mí, la patata en forma de corazón respira”.[2]
suya
Estimada Agnès Varda:
Por favor, déjeme contarle secretos, déjeme ser ridícula y emocional, déjeme ser histérica. Por favor, de verdad quiero escucharle hablar con mucho ruido ambiente de fondo durante dos horas. Si no es mucha confianza, ¿me dejaría tutearla?, o no, mejor, ¿me dejaría llamarle Madame Patata? He soñado con sus películas. He imaginado que es posible murmurarle nombres de sillas y de amantes. He creído que comprenderá por qué tengo sueños húmedos, y como cualquier jovencita escritora sin éxito, he querido escribir con honestidad, pero ser honesta es equivocarse y mentir mal y muchísimo. He temblado de miedo y he pensado que hago poco por cambiar las cosas en mi país. Me ha incomodado esa foto suya obsequiándole a su hija una muñeca negra que compró en Cuba. Me ha incomodado que en la mesa donde están los souvenirs en el museo estén vendiendo La historia me absolverá. Estoy llena de prejuicios, ya ve. Durante una hora me paseé por la exposición llorando, en un estado catártico y devoto, ya le advertí que sería ridícula y emocional. Usted escribía muchísimo con tinta rosa o roja, me seducen estos colores en el papel. Usted fotografió a hombres y mujeres fascinantes y los hacía lucir de carne y hueso, aunque fueran dictadores o famosos o díscolos, los hacía relajarse, dan la impresión de haber sido encontrados desprevenidos. Usted que atravesó el duelo, el nacimiento, la separación y el dolor con sus películas. Usted que debía caminar muchísimo, y de seguro a veces en silencio, atendiendo a todo lo que a su paso le contaba una historia. Por favor, déjeme verla a través de un espejo. Por favor, cuénteme qué comió en Cuba. Cuénteme cómo hacer una película sobre la confusión que siento, sobre todo porque no soy ninguna jovencita. Perdone que no me sea arduo ponerme cada vez más dramática. Perdóneme esta carta, no sé si algún día podríamos quedar para un picnic, si estaría bien bailar chachachá y visitar juntas una isla griega. Quizá le agrade la idea de visitar Bacuranao, aunque tal vez debería ser antes de 1963, fecha en la que se estrenó Salut Les Cubains y murió Benny Moré. He supuesto que amó a mujeres y a hombres, había escrito “muchas” y “muchos”, pero me pareció un atrevimiento más falaz que halagador, quizá solo deseaba estar con él en la casa del molino del viento. He sentido que le gustaba dormir con sus gatos, que les malcriaba y les contaba sus huesos concentrándose en los tránsitos, los florecimientos, la basura. En esa cámara fija, en esas escenas donde un cuerpo intenta permanecer en una pose, pero humanamente pestañea, suda, se agota, en esos momentos es que debe aparecer la honestidad, o al menos eso creo. He salido del cine en La Habana después de ver una película suya y he percibido cómo los verdes se volvían más intensos, cómo la vida parecía una postal o una guía turística para artistas desprevenidas y furiosas, y sí, usted interrumpía mis pensamientos, era una voz en off que jugaba con las señales de tránsito y los grafitis, una voz que no quería socorrerme o guiarme, solo imitar el sonido de una ola, una voz que subrayaba lo que esa realidad artificial escondía de terrible, violento y abusivo. Lamento aburrirle con tanta cháchara y tan poco chachachá. Siempre se ha hablado muy mal de la papa podrida en el saco. Usted es capaz de amar esa papa e inventarle una película magnífica. Cuba ha sido muchas veces la papa caliente de la izquierda y de la ronda occidental, cuando la música para en ese juego, la papa caliente se cae, ¿sabe? Quizá esta sea una idea vaga y chisporroteada, pero Madame, usted sabe que cualquier corazón suelta chispas.
Notas:
[1] La exposición Agnès Varda. Fotografiar, filmar, reciclar es una adaptación ampliada de la muestra Viva Varda !, concebida y producida por la Cinémathèque Française de París en colaboración con Ciné-Tamaris y la amable contribución de Rosalie Varda y Mathieu Demy. Exposición comisariada por Florence Tissot.
[2] Isabel Coixet. “«El corazón tiene forma de patata», una conversación inédita entre Agnès Varda e Isabel Coixet”, El País, 31 de marzo de 2019.