El hecho histórico y cultural nuevo que representa el mural colectivo de Cuba es que se haya establecido por primera vez el inconsciente individual en directo, en diálogo con la consciencia política colectiva: el pensamiento del Che estaba presente, pero también el erotismo, la fiesta, el delirio, la ternura, la amistad. Aquella noche, cada uno se sentía solidario con todos, cada uno sentía como suyos los sentimientos de los demás, y si cada artista que colaboró en ese mural ha querido imponer su marca más personal en el mismo, ha sido por inscribirse en él de forma más legible. En ningún momento la individualidad de cada uno se ha sentido lesionada por la presencia y la intervención de los otros.

La Cuba revolucionaria estaba allí, por todas partes, rodeándonos afectuosa: en las orquestas que tocaban sobre el proscenio, en las siluetas de las bailarinas de Tropicana que trazaban grandes signos de alegría contra el cielo, en las luces de las cámaras de televisión y en las sombras que proyectaban las flores.

Raúl Roa había inaugurado la velada exaltando con majestuosidad “el derecho de los artistas y de los escritores a expresar libremente la realidad presente y futura”, y Michel Leiris, al subir al andamio cuando tocó su turno para escribir una frase en el mural, lamentó que Picasso no estuviera presente, porque, me decía, “él, él hubiera sido también el primero en subir con Wifredo Lam para llenar el espacio que el azar le habría adjudicado en la gran espiral”. Por cada uno de los que han pintado el mural había allí un amigo ausente. Se trataba, pues, de mucho más que de una exhibición del Salón de Mayo, de mucho más que de una incursión de la vanguardia internacional de París en un país revolucionario, ya que los pintores cubanos también estaban presentes en los andamios, y no solamente aquellos que trabajaban en París, como Camacho, sino también Valdés, el joven pintor de la Escuela de Bellas Artes de La Habana, y Raúl Martínez, la imagen del pop en la Revolución cubana.

Sin dudas, la estructura del ensamblado del mural, establecida por la espiral, cuya idea se debe a Eduardo Arroyo, ha permitido hacer aparecer en la revolución colectiva el dinamismo inherente a toda participación individual. Ella corresponde exactamente al movimiento centrífugo que parte de un punto –el Yo, el cuerpo, la idea únicos– para ir englobando, llevando todo progresivamente hacia otra cosa que no sea el punto. Resulta inútil, pues, tratar de analizar y de comprender el mural imagen por imagen, ya que si cada una de ellas ha sido concebida independientemente de todas las demás (salvo aquella que repite la espiral en pequeña escala y que contiene las palabras “revolución en la Revolución”), cada una juega también el juego de todas las restantes por el solo hecho de que ha sido pintada conscientemente dentro de un diseño aceptado por todos como estructura común.

La idea misma de una pintura colectiva revolucionaria se había abierto camino desde hacía más de diez años en las conversaciones entre pintores y escritores. Wifredo Lam recuerda haber hablado de ello con amigos en París en 1958. Sin haber tenido yo conocimiento de lo que se había dicho durante aquel encuentro, en 1960 tomé la iniciativa con Jean-Jacques Lebel de llevar a cabo la realización de un cuadro colectivo antifascista para el Antiproceso de Milán. Fue expuesto en la Galería Brera en aquella oportunidad, y provocó un escándalo tal, que la prefectura de policía milanesa lo incautó y durante cinco años amenazó a los responsables del Antiproceso, así como a los autores del cuadro colectivo, con un proceso por atentado a la religión del Estado. Todavía hoy en día este cuadro debe estar durmiendo en los sótanos de la prefectura. Antonio Recalcati y Gudmundur Erró habían participado en la ejecución de ese cuadro, y no es que se hayan encontrado uno junto al otro en los andamios del mural.

Pero en La Habana ya no se trataba de la iniciativa privada de un grupo de vanguardia: ya no era necesario compartir las opiniones y los gustos de cada uno de los pintores y escritores para comprender que la necesidad nueva a la que debíamos responder era la de entenderse para una acción colectiva de nivel internacional. Es sabido que en Occidente cada pintor, cada escritor, se siente como en el exilio dentro de su propia sociedad, y que el éxito comercial en sí mismo lo desvía de sus objetivos. Después de veinte años, esta situación no cesa de deteriorarse.

La audiencia y la reputación superficiales creadas por un sistema de difusión y de vulgarización incrementan cada día su poder de hacer que aumente el más grave de todos los malentendidos, aquel que parece conceder el beneficio exclusivo a una sociedad a la que se oponen
la imaginación y el pensamiento subversivos. La voluntad más virulenta que se manifiesta en el seno del arte desde el surrealismo consiste, sin embargo, en hacer que se reúnan en un punto, en un lugar común, el vértigo del individuo revolucionario y las conmociones más trastornantes de la colectividad. Después de veinte años esperábamos ver aparecer este punto. Ha bastado que la Revolución cubana se convierta en lugar de encuentro de artistas e intelectuales revolucionarios para que la esperanza de un acuerdo entre la imaginación subversiva y la razón política revolucionaria se convierta por fin en una realidad.

La aventura más arriesgada hoy en día para un hombre, aquella que lo hace comunicarse más directamente con el placer y con la muerte, es participar en y dedicarse a la revolución. Su suerte y su audacia mayores son el hacerlo. Toda clase de obstáculos se alza frente a tal exigencia. La ignorancia de estos obstáculos es tan peligrosa como el temor, la parálisis que ellos suscitan. También la inteligencia consiste actualmente en crear condiciones nuevas de comprensión en función de las cuales se podrán inventar métodos nuevos de lucha. Si los intelectuales revolucionarios se despiertan hoy en día, si el pensamiento revolucionario está en vías de abrirse un camino más grande en la consciencia de los hombres, es porque tres hechos nuevos han surgido en el horizonte mundial de la revolución: en China, en Cuba y en Vietnam. Por primera vez después de la muerte de Trotski, la perspectiva de una revolución planetaria se mantiene abierta a todos los niveles del pensamiento y de la acción.

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Para el Occidente, es a Cuba hacia donde se ha desplazado el Norte revolucionario: es en Cuba donde la trayectoria de las ideas revolucionarias occidentales se une a la de las innovaciones revolucionarias del Tercer Mundo; es en Cuba también donde la poesía y el arte revolucionarios pueden encontrar un nuevo punto de partida. La necesidad de opresión ideológica ha muerto, ya que hoy en día se trata de inventar y no de conservar. Además, el tiempo ha venido sin dudas a definir una forma nueva de lucha ideológica a la que podría llamársele el internacionalismo cultural revolucionario, gracias al cual los intelectuales y artistas revolucionarios del mundo entero podrán definir y profundizar su acción.

Dentro de esta perspectiva, creo necesario presentar uno de los eventos más raros que han estallado desde hace veinte años en la compleja trama de la historia del arte contemporáneo, uno de los eventos más raros que han desgajado algunas de las más fuertes mallas de una red tanto más opresiva cuanto que en ocasiones da a aquellos que están encerrados en ella la ilusión de descubrir allí la libertad: el suceso del mural colectivo de Cuba, pintado en colaboración en La Habana el 17 de julio de 1967 por más de cien artistas, escritores y revolucionarios de Europa y de América Latina, con la aprobación y el apoyo de Fidel Castro y de su gobierno.

Hasta el día de hoy, en efecto, es posible creerse que el arte llamado “de vanguardia” no puede librarse del encarcelamiento de la sociedad en la cual se ha desarrollado desde el cubismo franco-español y el futurismo ruso. Hasta el día de hoy, podría creerse que el mito de la libertad de expresión individual sólo servía para servir y alimentar el de la libertad burguesa, y que ello condenaba la invención individual –poética o plástica– a una ineficacia fatal. Pero este 17 de julio, gracias a la Revolución cubana, que constituye un todo y hasta el presente ha hecho todo por multiplicar las relaciones de la inteligencia práctica con la inteligencia poética, los artistas de vanguardia han podido tomar consciencia de su rol histórico, el que la sociedad capitalista de Occidente –en Europa y en América– ha logrado enmascarar y desviar de su objetivo.

De repente, gracias a ese mural colectivo, ejecutado en una noche ante la muchedumbre reunida en La Rampa, una de las arterias más populares de La Habana, cada uno de los que ha participado allí, subiendo los andamios colocados delante del gran lienzo blanco y bajo la luz de los reflectores, ha podido sentir, por primera vez en su vida, la coincidencia de la invención poética revolucionaria con la invención política revolucionaria. El antagonismo de los poderes de la razón y de la imaginación fue abolido aquella noche allí ante mis ojos. Todo se abrió, y es dentro de esta abertura donde la aventura de cada individualidad creativa va ahora a destacarse dentro de la red de cambios de signos de una colectividad, la que toma consciencia de sí misma en toda su extensión, y comienza a reunirse en el pensamiento de cada hombre que lucha.

El sistema de la expresión subjetiva está amenazado de muerte desde hace mucho tiempo. Es la historia, y son las necesidades de todos los pueblos, las que están llamadas hoy a insertarse en el lenguaje que cada uno se inventa para frustrar el aislamiento, la alienación y la impotencia. Pero son también la unicidad y la violencia solitaria de cada individuo las llamadas a precisar las necesidades ignoradas de los pueblos. Entre el individuo revolucionario y la colectividad en revolución se ha levantado el telón de hierro. Aquellos que quisieran mantenerlo abajo en nombre de un dogma, de una práctica que ha pasado las pruebas de su debilidad criminal, trabajan hoy en día como contrarrevolucionarios: ellos no favorecen más que la supervivencia de valores y de esquemas antiguos donde el hombre que piensa está separado de todos por su propio pensamiento. Nada hará jamás triunfar las revoluciones sin tener en cuenta las necesidades subversivas y de vértigo a las que cada individuo obedece para abrirse en su vida al amor, al sueño y a la muerte.

Lo esencial está ahí: la Revolución cubana nos ha permitido sustituir el arte de la vanguardia en su contexto ideológico real. Por primera vez desde los años leninistas y maiakovskianos de la Revolución rusa, habían podido manifestarse los artistas e intelectuales revolucionarios independientes en la perspectiva de una revolución socialista y a su iniciativa. Por primera vez, una libertad total ha presidido la ejecución pública e improvisada de una obra colectiva aprobada oficialmente por un Gobierno Revolucionario, sin miedos y sin prudencia de ninguna índole. Algunos de ellos creían en sus ojos, pero esa fue la evidencia y nadie podrá contradecirme en este punto: el arte y el no-arte de hoy en día se han unido literalmente con la Revolución el 17 de julio de 1967, al momento de la ejecución del mural colectivo de La Habana. Esta gran espiral coincidió con la “belleza convulsiva” definida por Breton, pero también con el individualismo revolucionario, con su imaginación, con su fiesta, y al inscribirnos en ella, cada uno de nosotros tuvo el sentimiento de abolir el margen hasta ahora infranqueable que, al separar la libertad mental de la libertad real, condena al individuo revolucionario a un escepticismo político, cuyo poder paralizante no sabríamos subestimar sin peligro.

No cometería aquí el error de privilegiar a tal pintor o a tal tendencia en detrimento de los otros. Jamás como en Cuba he creído tan poco en la legitimidad de los juicios estéticos y morales, jamás me había dado cuenta tan claramente de la movilidad extrema del pensamiento individual aparentemente más estructurado. Todas las disputas estéticas, todas las diferencias de sensibilidad y de inteligencia de lo real no son nada cuando se trata de realizar colectivamente un acto donde cada uno se siente a la vez necesario e irremplazable. El hecho de que algunos críticos de arte, poco capaces de compartir sus opciones, hayan colaborado igualmente en este mural prueba hasta qué punto ciertas oposiciones “teóricas” están mal fundadas o, en todo caso, en qué medida son secundarias.

El arte moderno en su conjunto es una corriente cuya orientación fundamental más revolucionaria será necesario determinar con precisión algún día, pero en ella ya se distingue una corriente que obedece más a la diversidad y a la libertad surrealistas de las técnicas y las formas que a los principios de otras tendencias mucho más gramáticas y dogmáticas…, pero sería abusivo concluir que el mural es de inspiración exclusivamente surrealista, aun cuando Wifredo Lam pintó el centro de la espiral y animó, junto a Carlos Franqui, el conjunto de esta demostración de libertad revolucionaria.

El arte moderno no necesita etiquetas para hacerse oír y comprender por los dirigentes y por los actores de una revolución como la de Cuba. Su propia diversidad es una de sus conquistas más importantes, a las cuales no es posible renunciar sin renunciar al mismo tiempo a las posibilidades de una reinversión de todos los valores reaccionarios, tanto en el arte como en la vida. Todo sucede, en efecto, como si el lenguaje de la poesía hubiera alcanzado ahora un grado de autonomía real, y como si esta autonomía fuese la del pensamiento revolucionario en el país donde ella se articula y se descubren puntos comunes con la escritura poética revolucionaria. El mural colectivo de Cuba marca el punto donde esta articulación juega más libre y eficazmente: en la alegría, en la ligereza misma, sin las cuales lo serio de los cálculos racionales no es nada más que una disposición táctica frente a la muerte.

Una vez más, Eros juega su vale todo: todas las insurrecciones son ligadas al deseo, y si la revolución se reinventa todos los días es porque la voluptuosidad, la convulsión, el huracán, son las fuerzas que tienen la mayor energía en reserva –una energía omnipresente que trata de captar e inyectar en todos a cualquier precio los proyectos de trastorno y redefinición de las relaciones humanas–. Cada ser humano tiene necesidad de amar hasta el final aquello que no conoce, y debería tener el derecho de arriesgarse en ello, de abrirse, e incluso, si quiere, de perderse en ello. Ningún objetivo puede limitar tal necesidad, ninguna teoría puede diseñar de manera definitiva los contornos. La revolución morirá, como el arte, si no cambia la idea de que se ha hecho de ella misma. Cada descubrimiento mental, cada invención de individualismo revolucionario, son suertes para ser probadas por todos.

El extraordinario mural colectivo de Cuba ofrece el primer mapa de la imaginación subversiva contemporánea: recorrerlo como las circunvoluciones del cerebro del individualismo revolucionario es entrar en el juego de una aventura nueva y de una época nueva de la revolución, donde el vértigo y la alegría, provocadas por lo desconocido, sustituirán finalmente al miedo.

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