Es suficiente cambiar las reglas de la vida social, las formas del lenguaje, las estructuras del pensamiento para que, de pronto, en el estallido poético del descubrimiento, la posibilidad de una revolución global, que modificaría radicalmente las mismas condiciones de la vida humana, sea puesta en juego. Hasta el presente, a pesar de la muy grande divergencia impuesta por los mercaderes y los especuladores entre la ideología revolucionaria (política) y la ideología de la vanguardia (artística), y a pesar de la falta de consciencia política de la mayoría de los pintores y escultores occidentales, la existencia de una relación permanente entre la corriente revolucionaria de los pueblos y la corriente revolucionaria que atraviesa el individuo, cuando llega a la cima de su propia consciencia, no ha cesado de hacerse clara a los ojos de aquel que jamás separa el arte de la vida.

Sin embargo, es muy evidente que esa relación constante no siempre se ve, no siempre se aprehende. Además, las declaraciones muy prudentes (o imprudentes, pero puramente “verbales”) de los artistas que intentan ligar su individualismo revolucionario a la revolución de todos los individuos, esas declaraciones, no ayudan verdaderamente a comprender un fenó­meno que sigue siendo misterioso, y cuya oscuridad proviene del hecho de que la mayor parte de los mecanismos del pensamiento humano siguen siendo desconocidos.

He descubierto la poesía en el momento que conocí a André Breton y al surrealismo, a la edad de dieciocho años. Desde entonces, no he hecho más que suscitar en mí el mayor desvelo posible por esa revolución del pensamiento y de la vida misma que el surrealismo representa. Pero, detrás de las palabras formales, las etiquetas filosóficas o estéticas, siempre me ha parecido necesario buscar el lugar donde se operan las mutaciones fundamentales. El surrealismo tiene de particular (se ha dicho frecuentemente, aunque no se han sacado las conclusiones radicales que de ello se desprenden) que jamás se confunde con una sola forma de expresión, ni con un estilo, ni con una técnica, ni con un gusto. Su revolución principal consiste en multiplicar los idiomas, en revelar el carácter móvil, fluctuante, polivalente, que hay en ellos. Nosotros, por tanto, vivimos actualmente en el interior de muchos idiomas visuales, de muchos idiomas conceptuales superpuestos, entrecruzados: no podría pretenderse, sin abusar, que uno de esos idiomas sea más verídico que otro, pues es su combinación, su interacción, lo que hace posible la aprehensión multilateral de la realidad. Los pintores y los escultores sufren más cruelmente por la complejidad de esta situación, pues aun confían mucho en el solo poder de evocación de las imágenes y ellos desatienden por pereza intelectual o autosatisfacción infantil, la precisión, el rigor, la violencia mental del idioma de las palabras. En general, no saben leer más que los comentarios que su obra personal inspira a los críticos de arte. Pero como los críticos recurren a conceptos filosóficos, a nociones científicas y a formas literarias que muy frecuentemente escapan a conocimiento de los pintores, se asiste de hecho a una diferencia dramática entre aquellos que escriben y aquellos que pintan. Cada uno se siente solo, cada uno se siente aislado en comparación con todo lo que se escribe y se pinta en otra parte. La multiplicidad de tendencias en el interior de cada disciplina artística aumenta aún más ese aislamiento, pues ella separa a los pintores entre sí, al igual que separa a los escritores entre sí.

Es por esto que es extremadamente difícil y peligroso presentar un conjunto de obras tan variadas y contradictorias como son las del Salón de Mayo: es necesario conocer el itinerario particular de cada pintor, de cada escultor, para darse cuenta del significado de cada obra expuesta. Ahora bien, es evidente que este conocimiento está reservado a los críticos de arte que desde hace veinte años siguen los desarrollos de la vanguardia en el mundo. No digo esto por pesimismo, muy al contrario: creo en la necesidad de ese conocimiento, y en la utilidad del trabajo de los críticos, que son los pioneros de él. Pero quiero señalar la dificultad (si no la imposibilidad provisional) de emitir juicios y de pronunciar elecciones definitivas en materia de vanguardia. Lo esencial consiste en permanecer vigilantes y abiertos.

Con frecuencia, en efecto, las obras que se presentan como estéticamente nuevas disimulan el pensamiento más reaccionario, pues la novedad en sí misma no es más que un criterio; es el fulgor del contacto mental entre el cuadro y el que lo mira, es la experiencia interior que se vive frente a objetos que definen el valor de una obra de arte. En todo caso, es esto lo que quise mostrar en 1965, al agrupar a los pintores jóvenes que, renunciando a la representación pictórica, nos proponen objetos, y al nombrarlos “objetivistas”, ellos objetan a la noción misma de realidad como también a la de arte: son los más radicales de todos.

Jamás se hará una revolución verdadera si no se ponen incesantemente en duda los métodos y los objetivos de la revolución. En arte, la exigencia de revolución permanente es fundamental, pues sin ella el arte no es más que una vana parodia, un runrún. Actualmente, se llega hasta a dudar del sentido y de la función misma del arte. Esta duda es indispensable para comprender las nuevas proposiciones hechas por los artistas contemporáneos más jóvenes. Hoy día estamos liquidando aún las secuelas del siglo XIX. Es sin duda necesario que en Cuba los escritores y los pintores de Europa tomen consciencia del peso de sus propias tradiciones para que descubran en ellos la posibilidad de una actitud nueva, donde la revolución del arte y el arte de la revolución sean una sola cosa.

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