InicioRialta Magazine_Ensayo y críticaAugust Strindberg: el fulgor del fracaso

August Strindberg: el fulgor del fracaso

En el relato ‘Solo’, Strindberg forja algunas de sus mejores páginas: una vez más el fracaso del hombre representa el triunfo incuestionable del artista.

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En general la obra de August Strindberg puede dividirse en dos períodos esenciales: al primero (rigurosamente realista, marcado por la influencia de Balzac)[1] pertenecen libros como El cuarto rojo y el muy conocido drama La señorita Julia; en el segundo, mucho más complejo, Strindberg (obsesionado por la religión, la mitología y aun el ocultismo) escribió textos de rara intensidad (El sueño, Espectros, La danza de la muerte) en los que su talento visionario consigue articular las influencias más disímiles (el imaginario medieval, Dostoievski, la prosa de Rilke…[2] todo mezclado, naturalmente con una generosa dosis de alusiones bíblicas) para acceder a la representación de un universo simbólico investido de inaudita potencia: enigmático, perturbador, acaso inescrutable. Esta dicotomía no agota, sin embargo, la casi infinita producción literaria del autor sueco,[3] pues existe una curiosa nouvelle que podría considerarse como la síntesis definitiva de sus dos tendencias: me refiero al relato Solo, cuyo significado intentaré dilucidar en este artículo.

El texto nos sumerge desde su inicio, inexorablemente, en la conciencia de su inquietante narrador, un misántropo radical que anhela “no sufrir compañía” (para utilizar la espléndida expresión de San Juan de la Cruz) e intenta acceder, en pleno Estocolmo, a la soledad y el silencio absolutos. Por supuesto, tan extremado rigor nos hace pensar inmediatamente en esa ilustre tradición occidental de cenobitas, anacoretas y padres del desierto, y no sólo porque, pese a su ostensible desdén por sus semejantes, el protagonista reconoce ser cristiano “a pesar de todo” (que realmente lo sea es otra cuestión, como ya veremos): en efecto, como observó Novalis, “todo sentimiento absoluto es esencialmente religioso”, aunque, naturalmente, algunos lo son más que otros. Ese es precisamente el caso del atribulado protagonista, un escritor maduro que ha conocido cierto éxito en el pasado pero que ahora se encuentra atenazado por una doble esterilidad (espiritual y creativa) que, naturalmente, lo devasta.

Entonces, tras haber agotado casi todos sus recursos,[4] el tipo decide convertirse en un ermitaño (¡en pleno Estocolmo!: proyecto como mínimo insensato, pero sin eso no habría novela alguna) y comienza a practicar una rigurosa ascesis que si bien no incluye la macabra “disciplina” de los flagelantes medievales (su protestantismo lo libró de eso, afortunadamente), sí conserva algo de su implacable dureza contra sí mismos: “me entrenaba en estar solo; volvía a caer en la tentación pero me retiraba cada vez más curado, hasta que encontré el gran bienestar de oír el silencio y escuchar las nuevas voces que en él se encuentran”: pasaje capital que habría podido firmar cualquiera de los grandes místicos (Eckhart, Tauler, Angela Da Foligno, Kempis, Teresa de Jesús); epifanía decisiva para la regeneración espiritual del narrador, que ha experimentado las virtudes del aislamiento y comprendido que incluso el hastío más profundo (ese horrible ennui tan temido por los escritores parisinos de su época) puede utilizarse como camino de salvación: no huir del aburrimiento sino sumergirse en él gozosamente es lo que se requiere para alcanzar esa apoteosis de la soledad en la que el auténtico homo religiosus –“feliz de encontrarse en ese punto donde la palabra calla”–[5] puede saciar su nostalgia del absoluto y hundirse en el abismo ilimitado de la divinidad silenciosa: “El que gusta de la soledad sabe a qué sabe Dios y toma gusto en Él” (Juan de los Ángeles, Diálogos).

Sin embargo, hay un pequeño problema o, en rigor de verdad, dos no tan pequeños: el primero es que (a menos que seas Moisés ante la zarza ardiente o Pablo en el camino de Damasco) semejante iluminación requiere un esfuerzo considerable (la vía mística sería solo un chiste de mal gusto, incluso entre los creyentes fervorosos, si cualquiera pudiese acceder a la plenitud de Cristo como si tal cosa); el segundo es que todos los rigores, ayunos y votos de silencio de nada servirán si no posees al menos una pequeña cantidad de esa elusiva y acaso indefinible cualidad o disposición del ánimo llamada Fe:[6] y eso es precisamente lo que el narrador no tiene por mucho que se esfuerce en convencernos de lo contrario. En efecto, el único absoluto al que tiene acceso es precisamente ese paralizante hastío que ya he mencionado, ese terrorífico taedium vitae[7] y, desafortunadamente para él, no puede trascenderlo pues lo que posee no es la fe, sino el deseo de recuperarla, lo cual, como podrán imaginar, es muy diferente. Por supuesto, el así llamado desencantamiento del mundo (epitomizado en la conocida frase de Nietzsche: “Dios ha muerto”)[8] había erosionado considerablemente la religión[9] a finales del siglo XIX, pero eso no significa que todos estuviesen dispuestos a aceptar semejante “progreso”: basta con hojear cualquier libro de Leon Bloy, Barbey DʼAurevilly o Huysmans (la última etapa, 1898-1907) para comprender que existía, cómo dudarlo, un poderoso remanente de artistas verbales “enfermos de Dios” (según la poderosa expresión utilizada por Martin Buber para referirse a los profetas del Antiguo Testamento) que se aferraban a su religión con desesperado furor.

El narrador de Solo[10] intenta hacer precisamente eso, pero todo es en vano: su influencia más poderosa no es ninguno de los Evangelios sino Schopenhauer, el pensador más amargo del siglo XIX y probablemente de cualquier época.[11] Con este, el protagonista comparte no solo su considerable misantropía sino también, significativamente, el gusto por la sabiduría hindú, un pensamiento en las antípodas de todo cristianismo (a pesar de semejanzas superficiales entre los místicos de ambas tradiciones): “Por fin, hay un instante en que sólo cierto Budismo ayuda. Es tan infrecuente obtener lo que se desea; ¿de qué sirve entonces desear? No desees nada, no pretendas nada de los hombres y de la vida…”.

Podría objetarse que en la mística cristiana se predica idéntica renuncia pero existe una diferencia esencial: en la tradición Occidental los ascetas se someten a toda suerte de privaciones con el fin de alcanzar la unión hipostática con la divinidad; en el budismo, por el contrario, todos esos rigores –y en particular “la renuncia al fruto de los actos”, ostensiblemente la más ardua– son ejercicios espirituales que intentan suscitar en el sujeto una “iluminación negativa”: es decir, una epifanía sobre la naturaleza ilusoria del mundo, un desgarrar “el velo de Maya” que libera de ese dukka (sufrimiento) a cuya supresión propende toda la enseñanza del gran fundador de la doctrina.

En cualquier caso, no es meramente el gusto por el budismo lo que nos impide aceptar la supuesta “piedad cristiana” del narrador: mucho más significativa resulta su misantropía[12] que, lamentablemente, no excluye a los lisiados: dice compadecerlos pero los describe como “una procesión de seres de aspecto humano, seres parecidos a los humanos como los representados en las escenas ocultas de larvas de Ensor y en el teatro, cuando el Orfeo de Gluck desciende a los reinos subterráneos”: si eso es un hombre compasivo, John Grisham escribe mejor que Faulkner. Pero este aventajado discípulo de Schopenhauer y Dostoievski[13] ha ido incluso más lejos que sus maestros: el filósofo de Frankfurt no desconocía, pese a todo, la compasión y adoraba a los perros; el narrador llama a estos últimos “dañinas alimañas”, no compadece a nadie y odia… bueno, la lista es tan larga que sería más fácil enumerar lo que no odia: algunas sonatas de Beethoven, la prosa de Balzac, ciertos poemas de Goethe y la idea del aislamiento absoluto. He dicho la idea, y con total deliberación pues, pese a sus frecuentes afirmaciones sobre el gozo que proporcionan la soledad el silencio y la renuncia,[14] el narrador es, en última instancia, incapaz de edificar esa fortaleza o “convento en el alma” que según los grandes ascetas garantizan la fe inexpugnable y la serenidad definitiva.[15]

¿Qué sucede con este personaje?: la respuesta es tan sencilla como devastadora: estamos ante la crónica de un místico fracasado, un protestante caído, un espíritu religioso sin religión, un aspirante a la santidad que, tras haber agotado todos sus recursos terrenales (incluyendo, por cierto, la vía estética: ha sido un escritor exitoso, pero eso ya no es suficiente) se esfuerza por reencontrar la plenitud perdida, lo cual, naturalmente, resulta imposible para alguien como él (tan carente de fe como de esperanza y compasión). No hay nada de sorprendente en esto: “el espíritu sopla donde quiere”[16] y para muchos estetas de esa época incrédula era imposible reencontrar la sensación prístina de lo numinoso. San Juan de la Cruz escribió: “Finalmente, no te aflijas ni desconfíes por verte pusilánime. Vuélvete a quietar, siempre que te alteres; porque sólo quiere este divino Señor de ti, para reposar en tu alma y hacer un rico trono de paz en ella, que busques dentro de tu corazón por medio del interior recogimiento y con su divina gracia, el silencio en el bullicio, la soledad en el concurso, la luz en las tinieblas, el olvido en el agravio, el aliento en la cobardía, el ánimo en el temor, la resistencia en la tentación, la paz en el desasosiego y la quietud en la tribulación”. Esa perseverancia aconsejada por el gran místico es, sin duda, la prueba definitiva para quienes desean acceder a lo absoluto:[17] el narrador de Solo ciertamente no consigue superarla, pero su incapacidad permite a Strindberg forjar algunas de sus mejores páginas:[18] una vez más el fracaso del hombre representa el triunfo incuestionable del artista.


Notas:

[1] Aparentemente el autor sueco había leído los 90 tomos de la Comedia Humana.

[2] En particular, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

[3] Las obras completas de este grafómano abarcan 75 gruesos volúmenes.

[4] Pues en nada encuentra ya placer: para él todo se torna “anidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés).

[5] Roberto Calasso en su gran ensayo sobre Thomas Browne.

[6] Para un ateo de estricta observancia resulta muy difícil aprehender este concepto. Las innúmeras acrobacias teológicas en torno a este tema no lo aclaran en absoluto.

[7] Una agobiante sensación de caducidad y decadencia ineluctable atenaza al narrador a través del relato: no desaparece con su aislamiento, sino que se vuelve más insidiosa. En este sentido, casi podríamos hablar, si se nos permite utilizar el oxímoron, de progreso negativo en el sentido que el gran Pascal Quignard le confirió al concepto: “El pesimismo rígido siempre había sido la pose romana […] creían en el progreso negativo […] creían que el tiempo, envejecido a fuerza de progresar, incrementaba la fealdad de la tierra y aumentaba el horror en el fondo de las almas”: acaso es imposible concebir una postura más refractaria al cristianismo y, sin embargo es la que, en el fondo de los fondos, sostiene el protagonista.

[8] Servicialmente Heidegger provee –quizá por vez primera en toda su obra– una glosa comprensible a esa expresión: “Nietzsche utiliza el término «nihilismo» para designar el movimiento histórico que él reconoció por vez primera, ese movimiento ya dominante en los siglos precedentes y que determinará el siglo próximo, cuya interpretación más esencial resume en la breve frase: «Dios ha muerto». Esto quiere decir: el «Dios cristiano» ha perdido su poder sobre el ente y sobre el destino del hombre”.

[9] “Ese vasto tejido musical apolillado, creado para fingir que nunca morimos” (Philip Larkin).

[10] A quien no debemos, sin embargo, identificar con Strindberg: esto no es un roman á clef y la postura del sueco ante el cristianismo resulta hasta nuestros días objeto de enconadas controversias.

[11] Junto a él, los Moralistas franceses son la dulzura misma e incluso Nietzsche nos parece optimista (¿acaso no hay en este último, a pesar de su proclamado anticristianismo, una faceta de predicador desquiciado?; ¿Qué puede ser más inverosímil o insensato que conceptos como el superhombre y el eterno retorno?)

[12] Verbigracia, esta pequeña observación sobre los transeúntes que encuentra en sus muy escasas caminatas por la ciudad: “Los veo con verdadero desprecio, si es que alcanzo a mirarlos, porque en mi estado interior no deseo tener contacto con seres humanos, ni siquiera un intercambio de miradas”.

[13] Las Memorias del subsuelo son, a mi juicio, la auténtica fons et origo de este relato (ante todo, pero no exclusivamente, en lo que concierne a los procedimientos narrativos, al principio arquitectónico que fundamenta su estructura.

[14] “Así es finalmente la soledad, el alma comienza a crecer en una recién adquirida plenitud y uno experimenta una increíble paz interior, una tranquila alegría y un sentimiento de seguridad y responsabilidad sobre sí mismo”: hermosas palabras pero son sólo eso: no conseguimos creer que haya sustancia alguna tras semejante pronunciamiento y mal equipado está para “escuchar las voces que resuenan en el silencio” quien, pocas páginas más tarde, vuelve a demostrar la intensidad de su resentimiento.

[15] “Lo que quiere el Señor es que allá dentro de vuestro corazón hagáis una morada para tratar con Dios y para que su divina Majestad huelgue de tratar y conversar con vos” (Alonso Rodríguez).

[16] Borges, en su paráfrasis de los Evangelios.

[17] Sea lo que sea que eso signifique, pero esa es otra cuestión.

[18] En términos de estilo, estructura narrativa y sabia utilización de los procedimientos intertextuales (las alusiones a la Biblia son innúmeras, pero no gratuitas: confieren al relato un potencial alegórico considerable).

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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