bardo
Daniel Giménez Cacho en una escena de 'Bardo', Alejandro González Iñarritu dir., 2022

En la sala de parto un recién nacido decide regresar al vientre de su madre ante las pésimas condiciones del mundo que lo recibe, y acto seguido el obstetra a cargo del procedimiento ayuda al bebé a volver al útero materno. Luego la madre sale de la clínica llevando como cola el largo cordón umbilical de su bebé no nacido del todo, pero ya asomado al mundo real y, por tanto, convertido en un personaje espectral y prematuramente fantasmagórico. La elusiva criatura volverá a aparecer por las entrepiernas de su madre cuando, en el arrebato nocturno de una noche de amor, el padre eventualmente se arrodille ante ella para un cunnilingus que se frustra por una nueva asomada del bebé, cada vez menos convencido del mundo que le espera fuera, y con el padre a punto de devorarlo de una mascada sobre el sexo de la madre.

Esta sola alucinación narrativa en Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades (2022), la nueva película de Alejandro González Iñarritu que se presentó a fines de año con un corte de más de veinte minutos de las casi tres horas originales de metraje, bastaría para advertir a la audiencia de que no estamos viendo lo que estamos viendo. Más bien nos estamos burlando de lo que vemos al mismo tiempo que lo exponemos, como un teatro de máscaras. Pruebas de lo anterior abundan a lo largo del film: hay conversaciones con Hernán Cortés sobre una pila de cadáveres en el Zócalo donde se ensaya una escena de la misma película que presenciamos sin creer nada de lo que hay ella; hay un show de la farándula televisiva que nunca existió, o al menos no con la presencia del protagonista del film, tal como creímos ver al inicio de la escena; y hay confesiones y dolores y altercados de todo tipo que la falsa crónica de Bardo desliza sobre los espectadores a la manera de un puñado de verdades sobre las cuales vale la pena detenerse, aunque en una dirección divergente de la asumida por la crítica.

“Insufriblemente pretenciosa” (Santanus Das, Hindustan Times).

“Qué puede hacer uno con un film de estas características, donde hay una suerte de iceberg con imágenes hipnóticas gimiendo debajo del peso de su propio autoengreimiento?” (Frank Swietek, One Guys Opinion).

“Todo se diluye en una gran nebulosa de ocurrencias caprichosas y un cúmulo de lugares comunes […] desafortunadamente, la desmesura caprichosa del guion y la arbitrariedad de sus simbolismos deshilvanados transforman la experiencia en algo abrumador y penoso” (Carlos Bonfil, La Jornada).

Lo anterior no es más que una pequeña muestra de las reacciones negativas al film. Y si en algo hubo coincidencia entre los muchos detractores y los pocos entusiastas de Bardo, fue en su intento por emular a Fellini y su memorable 81/2, donde el cineasta italiano hace de las tripas propias un corazón lleno de humor y libertad visual. No es el caso de Bardo, al menos no en su impulso hiperbólico, porque a diferencia del goce que extrae Mastroianni haciendo de Fellini, aquí el personaje de Silverio padece el álter ego de Iñarritu, sin que por ello se incurra en falta alguna por parte del actor que lo interpreta. Al contrario.

La trama es transparente al respecto: Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho, encarnación del recordado Zama de Lucrecia Martel) es un documentalista mexicano emigrado a Los Angeles que regresa a su país tras veinte años de distancia para recibir el reconocimiento de sus pares. Silverio es el doble exacto del director de la película, que después de debutar con Amores perros en el año 2000 y dar vuelta el tablero del cine urbano en América Latina (siguiendo la lección seminal de Luis Buñuel en Los olvidados, 1950), parte a radicarse a los Estados Unidos con su familia, donde conoce todo el éxito que le es posible alcanzar a un cineasta de la región, con dos premios Oscar a la Mejor Dirección y una seguidilla de filmes notables como 21 gramos (2003), Birdman (2014) y The Revenant (2015). Al igual que Silverio, también la historia personal de Iñárritu se marca con la tragedia de un hijo muerto a poco de nacer y el espectro de su presencia suspendida sobre el éxito de la vida profesional. Por otra parte, la mujer y los hijos adolescentes que acompañan a Silverio en su regreso a México replican de una forma u otra la tribu de Iñárritu cuando decide volver a rodar en el DF mexicano después de veinte años de ausencia. Finalmente, y al igual que Silverio y todos nosotros con él, Iñárritu sabe que su tiempo y su cine han recorrido un largo camino que acaso ya no sea posible volver a pisar.

Es aquí donde los rasgos comunes se bifurcan y surge la única diferencia sensible entre el autor Iñárritu y su personaje Silverio: uno, el cineasta, es un artista que cuenta historias, crea personajes, desarrolla tramas posibles como la del mismo Silverio Gama. El otro, un documentalista imaginario, padece la ausencia de lo real, su desarraigo no tiene fin, busca bajo la alfombra, pero no se encuentra, deconstruye y restituye lo que parece falso, se retuerce y envenena lo que toca, empezando por la fantasía de gente como González Iñarritu que lo ha creado con un celo maníaco para personificar una trama a todas luces absurda. De hecho, para Silverio, la verdadera trama no parece ser tanto la que personifica como trasunto del director, sino la que él mismo resiente como álter ego; esto es, el exceso de su condición imaginaria, paródica.

- Anuncio -Maestría Anfibia

En suma: si Iñarritu construye un artificio, Silverio lo desnaturaliza como realidad. Este es el pathos barroco de Bardo. El título mismo alude tanto al bardo que declama en público sus poemas como al bardo con que los budistas se refieren al estado intermedio entre la muerte y una nueva encarnación. En efecto, así termina siendo el encuadre de todo el film, soñado o alucinado por Silverio en su cama de hospital tras sufrir un infarto en el metro de Los Angeles. Bajo estas condiciones y premisas de bipolaridad creativa, poco era lo que González-Iñárritu podía aspirar a recoger en las nominaciones a los premios Oscar de la actual temporada, aparte del lujo y la voluptuosidad visual que imprimen al film el trabajo de Darius Khondji en fotografía (de hecho, se trata de la única nominación que recibió Bardo para la ceremonia de este mes de marzo).

Todo el resto de la película es literatura, en el mejor sentido de la palabra.

Agregaría incluso más: es literatura de autoficción, el género narrativo que epitomiza por lejos nuestra actual condición de estancamiento y perplejidad cultural, en la medida que aplica todos los recursos a su alcance para descomponer la imagen de un sujeto compacto, supuestamente transparente, bien encajado en el mundo y para el mundo.

Nada de eso es Silverio. Considérese como ejemplo la escena en el club de baile donde se celebra el regreso triunfal del doble de Iñárritu. En un momento Silverio va a los baños y allí tiene un encuentro con su padre ya muerto, quien le reprocha sus pensamientos negativos mientras la figura del protagonista empequeñece hasta dimensiones infantiles, aun cuando la cabeza mantiene su volumen de hombre adulto en una extraña composición psico-degenerativa digna del diván de Freud. En la misma secuencia de la fiesta, otra escena clave muestra a Silverio enfrentado a un periodista amigo que lo critica ácidamente por su narcisismo, encuentro que el crítico C. J. Prince, del sitio Edge, reproduce en detalle para poner en evidencia la forma en que el doble de Iñarritu desautoriza en un plano extradiegético a quien ose criticar la película que está rodando el director, utilizando el trasunto de Silverio para allanar el camino triunfal de González Iñarritu en su regreso a México después de veinte años. “Si piensan que resulta agotador leer esto, esperen a saber cómo es viéndolo”, anota Prince.

Es muy posible que así ocurra. Como un estafador pillado en falta, Iñárritu juega con cartas marcadas a ser director, guionista, editor, y personaje central de la historia, todo junto en un mismo espejo. Es demasiado y es lo que siempre ocurre con las obras más personales: se abren como una invitación a exhibir las verdades verdaderas de un creador, pero enseguida se cierran sobre sí mismas en una maraña de excesos, como si cayeran en la trampa de la desmesura. Otros treinta minutos de corte no la habrían dañado. La visualidad del conjunto lleva a desear de pronto que Bardo sea una película muda de principio a fin, con excepción de las músicas que se hacen oír durante la fiesta en el club de baile: los temas “Aguanile”, con el insuperable recuerdo de Héctor Lavoe; “Qué lío”, de Willie Colón; “El día de mi suerte” y “Los aretes de la luna” son un bálsamo auditivo sobre la pesadez de los diálogos y la tirantez de los pronunciamientos personales.

Al mismo tiempo, no es siquiera necesario salir en defensa de Bardo. El riesgo está declarado desde el instante mismo en que se concibe semejante proyecto, y así lo declara el personaje de Silverio nada más poner un pie en el DF. Todas las señas del expatriado que regresa acompañan su desacomodo, entre la nostalgia de lo que fue y el veneno de lo que hay. Esta tensión es la cuerda que amarra toda la película a un futuro posible y deseado.

Por lo mismo, si la cinematografía en Bardo llega a ser extravagante, y su narrativa fragmentaria y muchas veces mentirosa, el puñado de verdades que trae se esconde en las decepciones que calla y las monstruosidades que exhibe. Al acabar el film, el nonato que regresa al vientre de la madre y luego se conserva en un pote como un pickle de cenizas, es finalmente dejado en las aguas de un ritual familiar. Acompañado de un sereno silencio, la imagen del niño espectral logra alcanzar la cosa, el vacío de su ser (que es también el de Silverio como personaje), y a su vez la cosa encuentra su nombre en la cura que llena ese instante de sanación. Es el fin de los excesos y de la amarga representación de sí mismo. Un fin que sólo a través de la hybris, del pecado de desmesura, es posible alcanzar como límite a las tensiones que la cinta carga a lo largo de dos horas y media. Con ello Iñárritu hace honor al género literario que mejor lo representa, “teológicamente marcado por el luto y la burla”, como apunta con precisión Agamben en sus Profanaciones. Para Bardo no parece haber otro modo que la parodia para salir del entremedio donde el niño ha quedado metido.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].
ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí