BLUR
FOTO Gertrude Kasebier

I

El hombre que escribe estas poesías está cansado, pero no es un cansancio psicológico o sentimental o personal, sino de época.

¿Cuándo se cumple la vejez?

Primero, pensé que era ese el límite: cuando nadie se mete contigo en la calle al pasar. Después, cuando las rodillas se vuelven afiladas, cortantes, y la barbilla, cae –no ya algunas muelas que muy pronto perdí–. Pero, ahora comprendo que la vejez es otro asunto: es el despojo de “lo lírico”. Cuando el ritmo de la prosa no es suficiente para alcanzar la comprensión de “las aplicaciones” con las que se rige el mundo actual, que te moverán por esa red del Internet al instante. Cuando, todavía, respondes con un solo dedo en el teclado del móvil que adquiriste, luego de traspasar esa barrera que los otros decían: “no lo vas a saber usar”. Cuando una poeta –treinta y pico de años menor que tú– habla de La Navidad de Facebook, o de Google, la vejez tecnológicamente hablando, ha llegado. ¿Cómo defenderte de esto? Ni la arruga más profunda ni el piropo que falta cuando pasas, podría ser un marcador igualado al cambio de una sintaxis; ni a las herramientas de ese otro lenguaje que ha nacido sin que te percataras de que el tuyo ha sido desbastado ya. No estás preparada –y eso lo sabes bien–, no hay consuelo: tu lenguaje envejeció, y no hay cómo sustituirlo tampoco.

Por eso, odio el lirismo: un lirismo que es como la capa de polvo cosmética con la que todavía pretendo camuflar un yo que no supo envejecer. Mi abuela Chichi vivió noventa y dos años, y no comprendió la radio; mi madre que llegó casi a los noventa y nueve no pudo viajar nunca ni dejar de oír las noticias por Radio Reloj durante las veinte y cuatro horas del día. Mientras que mi nieto Emil vuela por las redes, no sale de la computadora y vive, prácticamente, una vida virtual: es un nerd.

Porque el lirismo ha muerto a pesar de que recordemos, algunas veces, los poemas de Miguel Hernández en las canciones de Serrat. No creo que se haya vivido jamás a la velocidad alcanzada, y eso acelera también nuestro psiquismo, y nos delata: por la impaciencia de querer alcanzar un después que se acerca a pasos gigantes. ¿Cómo cumplir entonces con el término alarmante de la vejez, si no está dado por una menor elasticidad, o por la indiferencia ante un piropo que falta?

El infierno de las mujeres es la vejez –escribió La Rochefoucauld–, pero el concepto de vejez ha cambiado radicalmente. No se sustenta ni en la novela de Coetzee Hombre lento, donde se apela a otro tipo de vejez más conservadora: esa vejez que acontece a través de los gestos y de las rutinas, volviéndose, así, una vejez coloquial que nos ralentiza. No se resuelve con bótox ni con   estiramientos de hilos de oro en las mandíbulas: es, ante todo, una vejez de la sintaxis que se ha quedado estancada, aunque intentemos aceptar, el ímpetu con el que la tecnología arrasa con nuestros decimonónicos sueños. “Ya solo puedo simular que comprendo –decía alguien a mi paso ayer–, y que olvido pronto”.

II

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Cuando me pongo Blur de L’Oreal, sé que aspiro a un borramiento instantáneo del tiempo sobre mi rostro –y del miedo que me provoca estar envejeciendo– y convirtiéndome, cada vez más, en otra. También me preocupa, no saber hasta dónde tendré la resistencia necesaria para mutar ni cuantas veces tendré que hacerlo mejor, o convencer a los demás de que lo hago, o de cómo lo hago. Todos los arquetipos sobre los que anduve sobre un andamio se han descuartizado delante de mí, y han caído hecho trizas. Supongo que para cada generación sucederá así, ahora solo a un ritmo más acelerado: un atropello.

El yo lírico ha sufrido otra mutación, hacia esas frases de la memoria cortadas de cuajo –como las películas que ponen fragmentadas en YouTube–. Es un yo mutilado que ya no camina ni corre, sino que vuela pasándonos por encima y arrasando con todo. Ni siquiera es un yo fashion o lúdico o light sino que, supersónico, anda buscando en dónde, en qué, o sobre qué, afianzarse. Vive en una maleta amarilla –aunque no sea un submarino– y cambia de región fácilmente, porque lo suyo es no permanecer: no aferrarse.

Cuando vi en el documental que Werner Herzog hizo sobre el nacimiento del Internet, aquellas manos pasando sobre el agua sus dedos, sintiendo la corriente de ese río que fluye bajo su contacto como si fuera música en las redes, entendí cómo un acto tan simple ha cambiado nuestras vidas, aunque no sabemos cómo saldremos de ésta. Esa corriente también se ha llevado al yo: lo ha arrastrado entre sus desvíos, entre sus cataratas, donde está a punto de hundirse completamente. “Cuando uno decía yo, quería decir la totalidad de ella misma, de la cabeza a la punta de los pies. Sentíamos nuestro yo en las piernas y en los pies y en los ojos y en los dedos”. ¿Alguien querrá hacerse cargo ahora para salvarlo?

Todavía, creo en la literatura, como “esa región más transparente del aire” –así como en los seres y paisajes que me han dado, los libros–, como si fueran el mundo real, incluso, aunque dude de su eficacia para cambiar algo. También creo en el amor, aunque nunca lo haya tenido entre mis entelequias. Pero, entonces, ¿cómo resolver esa pérdida de un lirismo al que nos acostumbramos? ¿Cómo crear lectores para los que un lenguaje cargado de simbolismos y resonancia del ego sea posible aún? ¿Cómo trabajar sobre las rutinas del habla que provienen de un ritmo precario en la sintaxis? ¿O con otras sustancias como la cera que ha permitido que llegaran hasta aquí las formas de la antigüedad?

Creo que ¡esta es la arruga más difícil de tapar! No hay maquillaje para cubrirla sin emborronarla aún más. Y, aunque lo escriba, se me escapa. ¿Con qué herramientas, o cómo pretender que esos lenguajes decapitados sobrevivan? ¿Cómo lograr que sean ontológicos y, además, vitales? ¿Cómo traspasar el ritmo de las canciones de los años setenta, de la música bailable, de la oralidad que aprendimos desde la escuela primaria? Este clima corrompido y su velocidad, como bien ha dicho Paul Virilio, que acaba de morir, nos deja a la intemperie, arrasando con todo como un juez acusador, pero, sobre todo, con nuestras poéticas.

No tengo cuerpo con que defenderme de su ironía, y no logro convertirme tampoco –aunque lo quisiera, o pretendiera reciclarme–, en un personaje virtual de los Sims: mis casitas de muñecas eran de madera o lata, pinchaban, y se oxidaban por el salitre, cortándome. Los sillones se balanceaban como si hubiera un viento real, meciéndolos, mientras que las pequeñas vasijas plásticas eran capaces de llenarse de sueños y de agua. ¿Como saltar desde abismo de esta tercera dimensión a la cuarta sin romper el imaginario contra una pantalla, y estrellarlo?


* Estos fragmentos corresponden a las “Memorias” de la autora, aún inéditas.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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