Los correos se acumulaban a lo largo de los años, ya fuera en mi cuenta del Consejo Nacional de las Artes Escénicas o la amigos que nos servían, cuando poseer una dirección electrónica en Cuba era una suerte de pequeño o gran privilegio, para no perder el contacto. En la primavera de 2002, a mi paso por Miami antes de regresar a Cuba tras haber participado en la edición del International Writing Program del 2001, finalmente pude conocer a Carlos Espinosa. Bartolo, como se le decía en la familia de Guisa y sus allegados, aunque yo jamás le llamé así. Elegimos, para cruzarnos mensajes, datos, chismes y referencias, el juego de supuestos primos, por la coincidencia en nuestro segundo apellido, aunque tampoco descubrimos nunca un lazo real que nos uniría en el mismo árbol genealógico. No fue necesario, porque en todo caso, nuestra relación vino dada por la apetencia que compartíamos a favor del saber, de la memoria y, sobre todo, de la cultura cubana.
Como tantos, antes del encuentro en Miami, que para doble alegría me hizo encontrarlo como vecino del no menos querido Félix Lizárraga, supe de él a través de Cercanía de Lezama Lima, el libro editado en 1986 por Letras Cubanas que recogió un conjunto notable de textos, ensayos, testimonios alrededor del poeta de Trocadero, cuya resurrección había ido lentamente visibilizándose desde inicios de la década. En 1985 había aparecido la nueva edición de la Poesía Completa, preparada por Emilio de Armas (y desde entonces seguimos esperando una nueva aparición de la misma). En 1991 Paradiso regresó a las librerías. Y muchos estábamos mejor preparados para leerlo gracias a ese título de Carlos Espinosa, cuya utilidad como introducción al mundo lezamiano sigue siendo indiscutible. Lo he retomado una y otra vez, advirtiendo que curiosamente el mismo año de su publicación fue el de la salida de Cuba de su autor. Carlos había trabajado hasta ese entonces en la Casa de las Américas, en el Departamento de Teatro. Fue invitado al Festival Internacional de Teatro de Cádiz y decidió no regresar.
Magaly Muguercia, directora del Departamento, tras conocer la decisión de Carlos, no dudó en enviar una infame carta a varias de las personalidades amigas de la Casa, tildándolo de traidor, y proponiendo que se le negaran nuevas posibilidades de trabajo. El propio Carlos Espinosa publicó dicha carta años más tarde. Como prueba de cuánto le dolió esa maniobra, mantuvo su negativa a volver a pisar la Casa de las Américas en las visitas que hizo a Cuba, para seguir investigando y rescatando nombres y obras que tuvieron su respeto y su atención.
Esos retornos, a partir de los inicios del nuevo siglo, permitieron también la publicación en Cuba de varios de sus nuevos títulos. Una vez concluido el proyecto sobre Lezama, Carlos Espinosa se lanzó a un empeño semejante, ahora con Virgilio Piñera. Su sensibilidad, su inteligencia, su buen gusto, se combinaron para que Virgilio Piñera en persona no repitiese, sin embargo, el mismo concepto y estructura que Cercanía de Lezama Lima. Este otro sería una gran coral, donde las voces y los documentos que giraban alrededor del autor de Aire frío operarían como un mosaico de contrastes y hallazgos diversos acerca de su vida y de su obra. Como en el tomo sobre Lezama, eso sí, Carlos Espinosa eludió el protagonismo. Fue también una de sus virtudes la de saber obrar en pro de aquello que anhelaba señalarnos, sin robar el eje de tal idea a aquello que rescataba o proponía. Y esa es también una de sus principales lecciones, una entre las muchas que aprendí de él hasta el día, tan reciente como aún difícil de asimilar, en que nos sorprendió la noticia de su muerte, hace solo unas semanas.
Cuando el libro sobre Virgilio finalmente vio la luz en Cuba, era ya 2003. A partir de 1990, mediante nuevas puestas en escena, publicaciones de sus obras conocidas e inéditas, así como revistas y monográficos dedicados a este autor, había empezado su curso eso que aún llamamos la “Década Piñera”, en la cual, por encima de tantas cosas, pudimos comprobar que la mirada amarga, el tono punzante e irónico tan suyo, su tono frío para denunciar en caliente tantas cosas, eran asombrosamente compatibles con la realidad de aquel momento. Lo son aún, y el libro de Carlos Espinosa lo corroboró más allá, sirviendo como guía precisa y múltiple para quien conozca o quiera ahondar en el perfil de lo piñeriano. Ya se habían dado a conocer textos y páginas que cuando se preparó aquel libro, aún en La Habana, permanecían en los archivos de familiares y amigos, y sin embargo, el volumen de Ediciones UNION resultó toda una novedad, por la brillantez de su concepción y el trabajo minucioso de reconstrucción de una vida tan excepcionalmente aquí recuperada.
La presentación del libro sucedió, nada más y nada menos, que en El Gato Tuerto, el célebre night club al que Piñera dedicó uno de sus poemas y donde recitó sus versos, durante el fervor de la bohemia habanera de los 60. El sitio, inaugurado en agosto 1960 por idea de Felito Ayón, vino a convertirse en punto obligado para la intelectualidad de la capital, ya fuese para escuchar ahí a Miriam Acevedo, Elena Burke o Miguel de Gonzalo. Se nos ocurrió que sería un modo de devolver el espíritu de Piñera a tal sitio, pero no fue exactamente una buena idea. Aunque Alden Knight, anfitrión por entonces de sus noches, diera inicio a las veladas declamando el poema de Virgilio que inmortaliza dicho espacio, los intelectuales y escritores que junto a Omar Valiño y amigos de La Gaceta de Cuba, la revista Tablas y la propia editorial que convocamos para la ocasión, no fuimos bien acogidos. La cara del gerente no era precisamente de bienvenida, y la ceremonia, que transcurrió sin fluido eléctrico y con un trago de recibimiento que más bien nos invitaba a una salida presurosa, confirmaban tal impresión. A Carlos Espinosa le perseguían ciertas fatalidades, para las cuales era una suerte de imán, y me alegré infinitamente que no pudiese estar en La Habana de esa tarde, donde la hospitalidad nos negó demasiadas cosas.
Para tal presentación, yo le había solicitado unas palabras que leería allí, como una manera de tenerlo entre nosotros. Aún conservo el correo con lo que me hizo llegar, vía Carlos Díaz, porque en ese instante yo carecía de un correo electrónico propio. Copio aquí lo que nos envió para ese momento, inédito hasta hoy, y que aparece en la misma página donde me revelaba otros detalles íntimos, entre ellos, el de su inminente graduación como doctor en la Universidad de la Florida, que ocurriría el 26 de abril de ese año, tras lo cual se iría de vacaciones a Buenos Aires: “una ciudad que siempre he querido visitar”. Como si también en su descanso siguiera los pasos de Virgilio Piñera. Es este el párrafo que leí bajo la mirada torva del único ojo del Gato Tuerto:
Que yo recuerde (y debo decir que me precio de tener una excelente memoria), ésta es la primera vez que me toca presentar un libro “a control remoto”. O digamos mejor que hacer una presentación virtual, que suena más bonito y sobre todo más moderno. En todo caso, y llámese como se llame, me produce una profunda alegría presentar este libro que por varias razones siempre quise que se publicara en Cuba. Diecisiete años después de que lo terminara, ha visto por fin la luz, gracias al empeño de amigos como Antón Arrufat, Arturo Arango, Norge Espinosa y de algunas personas cuyo nombre ni siquiera sé, pero a las cuales también debo estar agradecido. Este es un libro que escribí en la isla, pensando en ese hipotético e ideal lector a cuyas manos ahora va a llegar. Que eso sea posible me parece un acto de justicia, no sé si poética o de qué tipo, que me hace sentir muy feliz, y sobre todo me posibilita que el libro alcance, como diría Lezama Lima, su definición mejor. No sé si queda algo más a lo que deba referirme. Cómo concebí y materialicé el proyecto que cristalizó en ese libro, lo explico en las páginas que le sirven de introducción, así que no voy a cometer el mal gusto de citarme o referirme. En lugar de ello, prefiero agradecer desde acá a quienes en todos estos años han hecho tanto por recuperar la obra de Virgilio Piñera: Antón, Carlos Díaz, Abilio Estévez, Raúl Martín, Marianela Boán, Norge… Seguramente olvido nombres, pero atribúyanlo a la premura con la que redacto estas líneas y no a mi mala fe. Ojalá que algunos de ellos estén allí cuando sean leídas estas breves notas. Si no, ya se encargarán ustedes de expresárselo de mi parte. Los más viejos han de recordar a un famoso cantante mexicano que visitó Cuba en varias ocasiones. Siempre terminaba sus actuaciones con una frase que voy a tomarle en préstamo: Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido.
Quien le haya conocido, reconocerá en estas líneas sencillas y humildes a Carlos Espinosa de cuerpo entero. Él era así, poco amigo de extenderse sobre su propio trabajo, de subrayar los empeños y sacrificios que su gusto por el rigor le imponía, y sobre todo, muy generoso. Cuando en 1992 salió su imprescindible antología de Teatro cubano contemporáneo, editada por el Fondo de Cultura Económica, como parte de las acciones por el Quinto Centenario del encuentro entre dos mundos, ese libro no se limitó a ser un organizado conjunto de textos relevantes, bajo el cuidado de Espinosa. En su prólogo, en su cronología, en su empeño por unir autores más allá de la línea divisoria del exilio, hay una puesta al día de lo que entendíamos como teatro cubano, por encima de dichas fronteras, y una apuesta de diálogo (que no quiere decir ausencia de contrastes ni conflictos) que el tiempo y la vida han terminado por confirmar más allá de su profecía. Ello no impidió que a Rine Leal, quien saludó la antología en La Gaceta de Cuba con una reseña amplia y provocadora, saliera a responderle, desde la visión esquemática y pudibunda de costumbre, Enrique Núñez Rodríguez, con un artículo en el que intentaba acallar o retardar esos posibles puntos de concilio o debate menos receloso y más pródigo.
Su generosidad colma nuestra correspondencia, que saltaba de una dirección de correo a la otra, y que combinaba recopilaciones de informaciones de la prensa que él creía que podían ser útiles a sus amigos con sus propias confesiones. Organizado y metódico, siempre parecía tener un proyecto entre manos. No bien cerraba uno, ya estaba de lleno en el siguiente. Rescató así autores poco conocidos u olvidados, desde Herminia del Portal a Miguel Correa. Publicó a través de su propio empeño editorial, colaborando a veces con el gran diseñador Umberto Peña. Fue siempre un crítico elegante, que prefería la mesura de tono para decir las verdades que consideraba necesario airear, sin que ello rebajara el valor real de sus apreciaciones. Diplomático y medido, eso le permitió mantener la amistad con dramaturgos, directores, actrices y actores, a los que otorgó elogios tanto como juicios menos encomiásticos cuando ello le parecía lo justo. Su afán por el rigor fue también espejo de una ética, que iba emparejada con curiosidades y obsesiones, a ratos tan curiosas como la que le llevó a viajar por las antiguas repúblicas soviéticas, en pos de sabe Dios qué ruinas o fantasmas del imperio socialista ya desvaído.
A él le debemos mucho más de lo que se sospecha. En mi caso particular, me impulsó a colaborar con Encuentro de la Cultura Cubana y con Cubaencuentro, y nunca pude negarme. Era lo mínimo que podía hacer ante sus incitaciones, y a lo que en sus libros y con su trato aprendí. Sin él, no hubiera podido atreverme a redactar algunas páginas de Mito, verdad y retablo, el libro que junto a Rubén Darío Salazar concebí como homenaje impostergable a los Hermanos Camejo y Pepe Carril. Y en 2009, cuando Desiderio Navarro me invitó a añadir al ciclo que desde el Centro Teórico Cultural Criterios él había emprendido, para desmontar las pesadillas del Quinquenio Gris y la Parametración, su ayuda fue inestimable, ya fuese mediante sus ensayos y volúmenes, como mediante el diálogo puntual sobre ese periodo y su posterior reajuste en nuestra memoria. Le dediqué esa conferencia (“Las máscaras de la grisura: teatro, silencio y política cultural en la Cuba de los 70”), cosa que, por cierto, no le hizo mucha gracia a ciertos colegas, algunos de los cuales ahora han escrito lamentando su fallecimiento. Como Carlos Espinosa, también he aprendido a estar por encima de esas y otras mezquindades.
En la lista de agradecimientos, van otras. Se empeñó en conseguir un ejemplar de una antología personal de mis poemas que publiqué en México (Dejar la isla y otras alucinaciones, Editorial Anónima), y que es casi inencontrable. Persistió, persistió, y logró que le mandaran el libro, reseñándolo luego en Cubaencuentro, a inicios de este mismo año. Pero antes, en el 2017, pudo estrenarse en Lima, bajo la dirección de Alberto Isola, una nueva versión de mi pieza Cintas de seda. Cuando recibí el correo del relevante actor y director peruano, uno de los más notables representantes de arte de las tablas en nuestro ámbito, pidiendo la autorización para llevar esa obra a escena, me quedé pasmado. Detrás de la propuesta y de dicho privilegio estaba Carlos Espinosa, quien tras leer ese encuentro imaginario entre Sor Juana Inés de la Cruz y Frida Kahlo, le sugirió que la leyese porque sabía que le podía interesar. El resultado fue esa puesta, y una amistad perdurable hasta hoy con Isola, a quien reconozco con gusto también entre mis maestros.
Lo vi en Cuba una y otra vez, aunque no siempre coincidimos en la isla. En sus últimos viajes contó con la hospitalidad de Cira Romero, y se dedicó a rescatar páginas de Lino Novás Calvo, Carlos Montenegro, Jorge Mañach, siempre con ánimo de preparar nuevas antologías y compilaciones. Incluso, contra esa fatalidad que lo perseguía, y que en algún momento intentó denigrar su trabajo, cuando se le acusó de “saquear” la cultura cubana, cosa completamente falsa e injusta, y contra la cual sus amigos alzamos la voz. Ello confirma eso que alguna vez dijo en una entrevista a Carlos Cabrera Pérez: “En Cuba no se cansaron de demostrarme que era un persona non grata”. Y aunque tal afirmación pudo atenuarse con el tiempo, tal idea no dejó de acosarlo permanentemente.
Prueba de ello fue lo que le ocurrió cuando decidió organizar un libro con las críticas de cine de Eduardo Manet. Recuerdo haberle sugerido que en lugar de hacerse de las revistas impresas, digitalizara o fotografiara los ejemplares que pudiese encontrar y consultar, cuando me habló de la idea. Pero Carlitos era de los que siempre que se podía apelaba al papel, y desconfiaba (como alguna vez le ocurrió con el power point), de esas novedades y ventajas tecnológicas. Reproduzco aquí parte del correo donde me contó lo sucedido en 2014, cuando ya se disponía a salir de Cuba, tras una visita donde organizó esos materiales:
Fue una estancia muy grata, que disfruté mucho, como ocurre siempre que voy a Cuba. Lo fue hasta que llegué al aeropuerto de Manzanillo, para tomar el día 30 de diciembre el vuelo de regreso a Miami. Traía conmigo los números de Cine Cubano correspondientes a los años 60. Escribo con regularidad sobre el cine producido en Cuba en esa etapa y mi intención es seguir haciéndolo. En ese sentido, la revista es para mí una fuente bibliográfica muy importante. Hay además otra razón por la cual me es indispensable tener esos números acá. Meses atrás le propuse a Eduardo Manet preparar una antología con las críticas que él publicó en Cine Cubano, revista de la cual también fue subdirector. A esos textos pienso sumar los que escribió en el periódico Granma entre 1966 y comienzos de 1967, y de los cuales él no se acordaba. En agosto estuve trabajando en la biblioteca de la Universidad de Miami, y tengo ya recopilados esos trabajos.
Mi idea es proponer el libro a las Ediciones ICAIC, una vez que haya pasado todo el material a la computadora. Manet acogió con entusiasmo el proyecto, pues nunca ha sido enemigo de la Revolución, y aceptó además la condición que le impuse: no aplicar ningún tipo de censura. […] Aunque Manet abandonó el cine desde hace décadas, en Francia cuenta con un gran prestigio como dramaturgo y novelista, campos en los que ha sido reconocido con varios premios. Como te decía, para poder preparar la antología para mí resulta imprescindible tener acá esos números de Cine Cubano. La biblioteca de la universidad en donde trabajo no tiene la revista. Incluso la Colección Herencia Cubana de la Universidad de Miami, donde acostumbro ir a trabajar cuando tengo oportunidad, tiene una colección incompleta.
El lunes 30, cuando ya había facturado mi equipaje en el aeropuerto de Manzanillo, me llamaron por el audio para revisarlo. […] Cuando vieron las revistas, me preguntaron sobre ellas. Les expliqué que son mías, que simplemente las traía porque me hacen falta para trabajar y que donde vivo no tengo acceso a ellas. Les hablé además del proyecto del libro de Manet para el cual me son indispensables. Me dijeron que por qué el ICAIC no me dio una carta autorizándome a sacarlas. Les expliqué que aparte de que no había estado en La Habana, ese no es el procedimiento que se sigue para editar un libro. Llamaron a una empleada que dijo ser especialista en patrimonio cultural. Dijo que eran revistas con más de 50 años (curiosamente, Cine Cubano solo vino a incluir el año de edición en cada número hace pocos años), que además era una colección (le argumenté que la revista se sigue publicando hasta hoy, razón por la cual no puede llamarse colección a unos cuantos números) y que, por tanto, quedaban confiscadas. Llenaron una planilla, de la cual me dieron una copia, y me informaron que dispongo de 30 días para hacer una reclamación. No me supieron decir a qué instancia o institución debo dirigirme. […] No estoy pidiendo la devolución de unas revistas que pertenecían a una biblioteca, sino unas revistas que yo fui acumulando a lo largo de varios años.
Estos accidentes no eran poco frecuentes en su vida, ocasionados por su voluntad de apelar a fuentes y referencias que a otras personas podían parecer innecesarias o provenir de intenciones sospechosas. Que en su caso nunca fueron más allá de proteger un legado que él sabía en peligro y al que decidía rescatar incluso por encima de sus gustos meramente personales. Su oficio fue el de salvaguardar eso que él creía contenía un elemento de interés, un valor cultural trascendente, y que debía ser preservado. Y era insistente en ello. Como lo demostró, más allá de esa anécdota, y el haber logrado, antes de su fallecimiento, que finalmente se publicara el volumen dedicado a Eduardo Manet por el sello Ediciones Oriente: El espejo pintado, 2017. Se sobrepuso a esos disgustos y a otros: había preparado una ampliación de Virgilio Piñera en persona para que UNION la imprimiera en el 2012, con motivo del centenario del autor, y el libro se fue a imprenta sin sus añadidos, por ejemplo. Pero nada de ello consiguió desviarlo de lo que se proponía.
Trabajó a conciencia y, muchas veces, sin necesidad de más estímulo que su propio deleite por saberse haciendo algo útil. Poco antes de que su muerte nos tomara por sorpresa, seguía hablando de proyectos y libros, desde Aranjuez, donde se radicó tras regresar a España al dar por terminada su etapa en tierra norteamericana. Allí, aunque pretendía descansar, se mantuvo activo, mezclando en sus correos noticias y quejas de su salud, con la incansable pasión que lo sostenía. De ello dan cuenta lo mismo la antología de poesía erótica latinoamericana que preparó para Ediciones Matanzas que la selección del teatro de Yunior García que presentó en Madrid con la editorial Verbum. Le escribí para conseguir que pudiera ver en Alcalá de Henares mi nueva versión de La Celestina, dirigida allá por Carlos Díaz, que celebró con su buen tino y sapiencia. Prefiero recordarlo así, y no en el silencio aparente en el que su muerte nos ha dejado. Sus otras amigas y amigos podrán añadir a estos pasajes más anécdotas, provenientes de su agudeza, sus sugerencias constantes, su sentido del humor, sus lamentos sobre padecimientos reales o imaginarios, tras los cuales siempre nos reconciliaba en su invitación a descubrir algo más. Un libro, una película, una obra de teatro, un acontecimiento revelador. Eso fue también en nuestras vidas este remitente inagotable. Y ahora sus libros, sus cartas, sus reseñas, todo lo que él dispuso ante nosotros, seguirán enviándonos de algún modo infinitos mensajes suyos.
¿Qué es más importante? Resaltar las mezquindades, tropiezos y encontronazos por no decir vejaciones que han sufrido la mayoría de los cubanos (que no somos publicados como querríamos en Cuba) o celebrar que la obra de Carlos pueda ser leída y estudiada en Cuba, que iba a la biblioteca con normalidad y era recibido con alegría por la mayoría? ¿Que hoy la Biblioteca Nacional lo acoge? Que la carta de Magaly es fiambre como noticia, ha circulado?
¿No es necesario un poco de contención para nuestra vanidad? ¿Un poco de respeto hacia los que no pueden defenderse más?
¿Por qué supones que no se puede matizar, polemizar o discutir tus posiciones en «Las máscaras de la grisura»? ¿ Por qué hablas desde una superioridad que nadie te ha otorgado cuando no estabas ni por allí? Creo que no tengo que decirlo por obvio, pero por favor, no se te ocurra hacer mi obituario.