The Dog of the South. RINGER ILLUSTRATION
The Dog of the South. RINGER ILLUSTRATION

“Llamo tono a un ritmo del lenguaje que nos permite narrar: en los grandes novelistas, el tono construye la historia… en Faulkner, por supuesto y también en Onetti está la certidumbre de que el tono de la prosa define la trama (y no al revés).” (Ricardo Piglia). Como tantas otras ideas del brillante narrador argentino, esta última tiene tanto de agudísima percepción sobre los mecanismos internos de la escritura como de aforismo largamente meditado para epatar a los numerosos filisteos que se limitan a redactar (y publicar) voluminosos, soporíferos mamotretos, y no han escrito, en rigor de verdad, una sola página que pueda pasar por literatura. En cualquier caso, me parece una espléndida herramienta conceptual que puede aplicarse con provecho para dilucidar algunos de los relatos más fascinantes de cualquier época: Tristram Shandy, Moby Dick, Memorias del subsuelo, Suttree y La conjura de los necios son algunos de los textos cuya intelección podría beneficiarse de semejante enfoque; también, ostensiblemente, la magistral, grotesca y grandiosamente gárrula The Dog of the South, tercera novela del secreto escritor de culto Charles Portis.

Se trata, quizás, de la más delirante road novel jamás escrita,[1] pero esa afirmación se limita meramente a rozar la superficie del texto. En rigor de verdad, este relato resulta absolutamente inclasificable: una muy curiosa mezcla de sátira salvaje,[2] novela de iniciación esotérica (con sociedades secretas, textos arcanos y el resto de la parafernalia) muy superior a cualquiera de las escritas por Pynchon[3] y artefacto verbal que genera, de manera continua, personajes sin apenas equivalente en el espacio literario y diálogos espléndidamente absurdos. La trama es insidiosamente sencilla y, a primera vista, poco prometedora: Raymond Midge[4] se dispone a viajar a México en un destartalado Buick Special 1963 en busca de su esposa Norma, que lo ha abandonado por su amante Dupree, y –mucho más grave que el adulterio desde la perspectiva de Midge– también ha considerado conveniente robar su magnífico Grand Torino.[5]

En principio, el relato consiste en una frenética y desopilante persecución a través de varios países: México, Guatemala, Belice. No hay que pensar, sin embargo, que el protagonista experimente depresión, angustia o desdicha siquiera por un momento: por el contrario, Midge –que parece estar borracho gran parte del tiempo[6]— narra en un estado de exultación (y exaltación) perpetua, embriagándose con sus propias palabras,[7] burlándose de sí mismo, de los otros y del mundo con una andanada de invectivas, una prodigiosa facilidad para el escarnio que tiene muy pocos equivalentes en la literatura norteamericana:[8] es precisamente aquí donde el fragmento de Piglia sobre el tono y cómo este define la trama resulta pertinente: no estamos ante un texto de estructura particularmente compleja o que despliegue un estilo cuyo extremado rigor dificulte la lectura: lo notable es la voz absolutamente única del narrador (alucinada, erudita, sarcástica: el loser como gran artista cómico)[9] que lo permea todo e impulsa el argumento por sí sola… al menos hasta la aparición del formidable Dr. Reo Symes, un personaje incluso más delirante.[10]

Por lo demás, hay en este libro una atmósfera (aquello que algunos teóricos llaman mood) tan excéntrica que resulta difícil encontrar algo que se le aproxime en la tradición narrativa anglonorteamericana: pocos artistas verbales parecen tan libres como Portis de la sobreestimada “angustia de las influencias” y acaso el único texto comparable es La conjura de los necios del malogrado John Kennedy Toole.[11] De hecho, si leemos con la mayor atención posible, percibimos que es Portis quien ha influenciado a diversos escritores… y también a cineastas. No es una casualidad que los hermanos Coen hayan decidido adaptar True Grit.[12] La obra de Portis prefigura muchos rasgos que, para alguien no familiarizado con sus textos, parecían pertenecer en exclusiva al universo simbólico de los Coen: tramas surrealistas, personajes excesivos hasta en su mediocridad, diálogos que combinan la angustia metafísica con el humor más irreverente, las fantasmagóricas, destartaladas ciudades donde la narración se desarrolla.[13] Quizá no lo habían leído hasta la filmación de True Grit, pero me permito dudarlo.

Tras este pequeño excurso sobre la siempre controvertida cuestión de las influencias retomo el análisis de los personajes: el más formidable es, qué duda cabe, el doctor Reo Symes: estafador inveterado, apostador compulsivo, inventor de artefactos absolutamente inútiles, consumado narrador oral, cínico total, megalomaníaco y, por si todo lo anterior no bastase, ¡supremo –y único– especialista en la obra de John Selmer Dix![14].

—El mayor escritor de todos los tiempos…

—Pero la gente siempre dice que es Shakespeare.

—¡Shakespeare no es nada comparado con Dix!

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—Bueno, nunca he oído hablar de él.

—Eso sólo demuestra tu ignorancia: Dix fue uno de los hombres más grandes que jamás vivió, un verdadero maestro de las artes y de algunas ciencias también… olvida a Shakespeare, olvida la Biblia, ¡lee a Dix!

Semejante entusiasmo por un escritor a quien sería generoso llamar mediocre –su única obra publicada es un manual de autoayuda para vendedores titulado Con alas de águila— sugiere que el buen doctor está más cerca de la locura que de cualquier posibilidad de convertirse en un magnate (su objetivo incesantemente proclamado). Ahora bien, para lograrlo necesita encontrar su versión personal de Shangri-La: los papeles póstumos de Dix que, al parecer, se encuentran en un baúl más o menos mitológico enterrado quién sabe dónde (el doctor Symes ha dedicado cuantiosos recursos –ajenos, naturalmente– a su búsqueda). A partir de este momento, Symes –un tipo casi comparable al grandioso Ignatius Reilly en La conjura de los necios— se apodera de la trama: sus dilatados, grotescos e hilarantes monólogos poseen una desquiciada grandeza que comienza a afectar insidiosamente al narrador y el resto de los personajes. La novela ya desplegaba un ritmo frenético; ahora Symes le imprime una velocidad casi demencial al curso de los acontecimientos: el argumento se torna cada vez más absurdo, los diálogos parecen sacados directamente del teatro de Beckett…[15] y son tantos que me resisto a continuar citándolos. Mucho mejor me parece, para dar una idea de lo que podríamos llamar el Portis Gran Reserva (o, si lo prefieren, Vintage Portis), insertar aquí una conversación extraída del libro Salvation on Sand Mountain (el famoso texto sobre los manejadores de serpientes de los Apalaches) que ilustra, acaso mejor que ningún otro ejemplo, la enorme influencia de Portis en las letras norteamericanas: “Una noche en el este de Tennessee, un predicador que manejaba serpientes se acercó a nosotros y preguntó, ¿tienen serpientes en ese carro muchachos? Le dijimos que no teníamos. ¿Cómo? ¿Pretendes decirme que no tienes ninguna cascabel en tu carro? No, señor. Sus ojos se dilataron como platos. ¿Cuál es su problema, muchachos? ¿Están locos o qué?”

No creo que el autor de Salvation on Sand Mountain hubiera conseguido inventar[16] un diálogo así sin leer a Portis. Tras la publicación de Las flores del mal, Victor Hugo sostuvo que Baudelaire había añadido un nuevo estremecimiento a la poesía francesa; de la misma forma, Charles Portis ha pergeñado un estilo paródico cuyos ecos continúan resonando en numerosos textos y filmes contemporáneos.

Esto ya sería un gran logro en sí mismo (¿cuántos pueden, en rigor de verdad, jactarse de haber refinado la sensibilidad estética dentro de una tradición tan compleja?), pero en esta novela Portis despliega, a mi juicio, otros méritos considerables: en principio, una portentosa capacidad para crear personajes cuya radical excentricidad en vano buscaríamos en otros autores[17] (fundamentalistas protestantes “con ojos de mapache” adictos a las películas de Tarzán, escritores fracasados que componen interminables novelas en verso mientras se atiborran de mezcal en los bares más decadentes de Centroamérica; chamanes y gurúes de toda laya con doctrinas tan absurdas como desopilantes).

Aún más importante resulta lo que acaso sea el tema esencial de toda su obra: reconocer el carácter ilusorio inmanente a cualquier búsqueda de un “fundamento último” (especialmente aquellos de orden esotérico, que Portis escarnece profusamente): así, Symes –“uno de los estafadores más exitosos que hayan existido jamás”, según comenta el narrador– termina por creer en su propia mitología y sucumbe a la infinita, fútil indagación sobre el destino del baúl con los papeles póstumos de John Selmer Dix (cuya característica más sobresaliente parece ser su inexistencia).

En uno de sus mejores ensayos Borges se refirió al hecho estético como “la inminencia de una revelación que no se produce”: el fulgor que rodea esa expectativa es suficiente para cualquier artista; en las novelas de Portis, por el contrario, la idea misma de “revelación” es sistemáticamente socavada y sólo Cioran, ese supremo escéptico, puede proveer una cita adecuada para concluir este artículo: “Así es como los Misterios antiguos, pretendidas revelaciones de los secretos últimos, han pasado sin legarnos nada en materia de conocimiento. Los iniciados sin duda estaban obligados a no transmitir nada; es, sin embargo, inconcebible que en tan gran número no se haya encontrado un solo charlatán; ¿qué hay de más contrario a la naturaleza humana que tal obstinación en el secreto? Lo que ocurre es que no había secretos… No hay iniciación más que a la nada y al ridículo de estar vivo.


Notas:

[1] Olviden a Kerouac: ese tipo representa sólo otro caso de “amor no correspondido por la literatura”.

[2] Sátira de la sociedad norteamericana… y de todo lo demás.

[3] Cuyo principal atributo, digan lo que digan sus entusiastas, me sigue pareciendo la ilegibilidad.

[4] Eterno estudiante, autodidacta apasionado, benévolo perdedor de estricta observancia sin grandes aspiraciones más allá de leer y trasegar cerveza de la mejor calidad posible: una suerte de The Big Lebowski joven y algo más culto en Little Rock, Arkansas.

[5] El Buick es mucho menos confiable y son numerosas las tribulaciones del protagonista para trasladarse en ese “desecho automovilístico”.

[6] Lo que no resulta extraño considerando las nada desdeñables cantidades de cerveza y brandy que ingiere (hay numerosas digresiones sobre su calidad y la supuesta decadencia del licor en el sur norteamericano).

[7] La borrachera es también aquí un fenómeno de orden verbal.

[8] “Mi mujer Norma había escapado con Guy Dupree y yo esperaba los recibos de las tarjetas de crédito para poder rastrearlos. Esperaba mi oportunidad… se habían llevado mi carro, mi dinero y mi mejor chaqueta de cuero… saqué mis mapas y planeé el viaje siguiendo la secuencia de gastos… ¡No hay nada mejor que esto!, pensé mientras reía, ¡nada mejor que un viaje a México tras un par de imbéciles enamorados!… !Ah, qué viaje! ¡Qué par de tórtolos! ¡Puro Dupree!”.

[9] “Mirando el mapa recordé la línea en los libros de historia que representa el viaje sin rumbo discernible de Hernando de Soto, un valiente soldado que no encontró oro sino vicisitudes, fango y un ancho río en el que se ahogó –por la noche, según dicen–. ¡Qué gran hombre! En esa época estaba fascinado por los grandes generales de la historia y a veces me emocionaba tanto cuando leía sobre tipos como Lee o Napoleón (ambos derrotados, se me ocurre ahora), que debía levantarme y caminar alrededor de mi cuarto para recuperar el aliento”.

[10] Aunque también los diálogos son extraordinarios.

[11] Publicada dos años después del libro de Portis, aunque sabemos que fue escrita mucho antes. De cualquier manera, está claro que él no pudo leerla: en este caso se trata de poéticas que se aproximan… aunque sigo creyendo en la supremacía de Toole.

[12] Es preciso señalar, sin embargo, que esta última es la más comercial (bueno, es un decir: quizá asequible sea el término correcto) de las novelas de Portis. Da la impresión de que los Coen temían filmar cualquier otra novela: un guion basado en The Dog of the South o Masters Of Atlantis habría revelado cuánto le deben a la estética de Portis.

[13] Incluso los nombres producen la extraña impresión de encontrarnos en una película de los Coen: el doctor Symes alude con cierta insistencia al pueblo llamado ¡Fargo!, en Dakota del Norte.

[14] Este último –cuya escueta biografía sólo Symes conoce: ni siquiera podemos estar seguros de que alguna vez haya existido y el narrador ciertamente no lo cree siquiera por un instante– es sólo uno entre tantos gurúes o maestros de algún saber esotérico que pueblan los textos de Portis (el invisible gran maestre de la Orden Gnómica en Masters of Atlantis; el delirante sacerdote de un culto incomprensible entre las ruinas de una ciudad maya (Gringos).

[15] O de las extrañas novelas de Ivy Compton-Burnett, la más excéntrica de las novelistas inglesas.

[16] Sí, inventar: algunos podrían objetar que el texto sobre los manejadores de serpientes en un testimonio pero –sin necesidad de entrar en detalles sobre la delgada línea que separa la ficción de estos supuestos “relatos objetivos” en la tradición literaria norteamericana– me limitaré a observar que esta frase en particular ni siquiera pertenece al cuerpo principal de la narrativa (es un epígrafe o paratexto que no se atribuye a nadie reconocible) y, además, resulta demasiado sofisticado para ser real: según creo, sólo el contacto con una gran tradición de literatura paródica puede engendrar un fragmento como ese.

[17] Con la probable excepción de Flannery O´Connor.

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