Sobre el tabloncillo de El Ciervo Encantado no está Alexander Diego. Tampoco está Aylen Luna. Ahí sólo habitan dos cuerpos poseídos por demonios, con los músculos tensos a un segundo del desmembramiento. La sangre, coagulada dentro de las venas, abulta la piel. El aura de los ojos se ennegrece, y la mandíbula contraída anticipa una lucha interna contra los súcubos. Dos cuerpos que tratan de vencer el rigor mortis de la carne.
No está Diego, porque no hay un ápice de bondad en su rostro. Lo que está sobre el escenario es un ente extraído de un cuadro de Francis Bacon. Él (Diego) está en otra parte, aunque los incrédulos deseen creer que esa fisonomía que se contornea le pertenece. Quizás está afuera, esperando al otro lado de la puerta a que salgan los espectadores para detallar sus reacciones, para examinar en cada uno de ellos la recepción de su obra. Quizás está más lejos, todavía purgando su condena por aquel catártico 11J.
Lo único que puedo decir es que él no está aquí.
El corcel de mi esqueleto es el exorcismo personal de Alexander Diego. Es su manera de procesar el duelo, la furia y la rabia contenida. Es su ofrenda de paz con los demonios, complementada con girasoles y hojarasca a los pies de ese confesionario que se advierte al fondo. Una ofrenda que no ruega el perdón ni quiere suplir falta alguna, sino que se aviene como una devoción sacrificial hacia sí mismo, hacia su esqueleto. Necesita soltarlo todo y elige el escenario para cumplimentar la entrega, para hacernos partícipes del desasosiego.
Las experiencias negativas y positivas dejan su huella en el cuerpo y es este el receptáculo ideal para liberarse de ellas, para establecer un vínculo funcional entre lo que dejamos atrás y a lo que queremos aferrarnos. Alexander quiere soltar, quiere comenzar de nuevo. Lo necesita, lo merece. El espejismo visceral de la puesta en escena se fractura en dos cuerpos humanos donde solo hay uno. Aylen le ayuda a hacer más llevadera su tarea de Sísifo cuando en los altoparlantes del teatro un sacerdote yoruba ofrece misa y parece decir, entre rezo y rezo: “Ven conmigo, Alexander”.
¿Cuántas veces habrá escuchado él esas palabras? ¿Cuántas veces habrá temido, encerrado, que tocaran a la puerta y le repitieran ese mismo mantra? ¿Cuántas veces, en sueños, se habrá repetido la misma escena o le despertarían para conducirlo a medianoche?
¿Cuánto temor le queda aún por procesar?
Todas las respuestas están inscritas en su memoria sensorial, en las arterias que bombean sangre y le exigen el movimiento a su organismo. Padece y se subleva desde lo instintivo, saltándose cualquier hálito racional que pretenda dosificar su esfuerzo. Expresa todo lo que calla la mente entre los balbuceos de la comprensión. El cuerpo no miente ni necesita máscaras para comunicarse.
Con El Ciervo nada es casual. El corcel de mi esqueleto establece una conversación directa con La Anunciación, revisitada durante el mes de febrero y última obra del grupo en estar más de dos semanas consecutivas en cartelera. En aquel momento, un ángel luciferino aguardaba apostado sobre las vigas metálicas del techo. Una gárgola escondida entre las sombras, con la boca ensangrentada aún de sus presas anteriores, nos traía un mensaje que venía desde lo alto. Más alto que el PCC. Más allá del bien o el mal. Una advertencia que no debía tener otra significación que mantenernos alerta. Nada de cargas morales que endulzaran el presagio. Era objetivo, directo. Era el recordatorio prescripto de tu lugar en la tierra.
Ahora, los dos cuerpos apostados en el escenario retornan del inframundo para volverse tangibles. Son dos ángeles castigados, penantes, que se sobrecogen en este espacio físico para objetivar su refutación. Vienen desde abajo hasta este lugar intermedio de tránsito. Balbucean. Hasta que el espíritu masculino logra espetar su respuesta. La fuerza de su grito contrasta con la suavidad con que se expresaba el querube entre las vigas. Este del presente no deja ninguna amenaza velada como palabras de advertencia. Este –que en el programa dice ser Alexander Diego– solo quiere compartir su carga, defenderse. Para salvaguardarse necesita recuperar la voz. Es imprescindible hacerlo, porque el cuerpo desolado no le basta. Porque, más allá de la comunicación directa entre las anatomías –las suyas y las nuestras–, necesita el verbo anunciador que sobrecoja y erosione los oídos. Grita como quien recupera cada sílaba, como quien después de tanto tiempo logra quitarse la mordaza, pero todavía tiene la lengua embotada, hinchada por la imposibilidad de movimiento. Lengua de llagas incurables. Exclama para no dejar impávido a nadie, para recordar que desde arriba aquel ángel sigue clavando sus pupilas inyectadas en sangre sobre nosotros. Tiene los brazos y las piernas anclados al suelo, sujetados por grilletes imperceptibles. La testa erguida que mira hacia el fondo superior del graderío. Clava su vista a los ojos de su torturador por encima de las cabecitas consternadas del público. Le habla a él y nosotros estamos en medio, imposibilitados de acción, con nuestra mordaza roja de pañoleta pioneril perfectamente colocada.
Aquella homilía del arcángel de las vigas es apagada por la impetuosa necesidad de los mortales. Violentados, buscan resarcirse. Y después del verbo liberatorio no exigen venganza. Terminan su tiempo con un ritual de paz y concordia. Alimentan la máscara –la encarnación del poder omnímodo y torturante– con arena. La ceban con el ferviente propósito de ahogarla, mientras murmuran por salud. Salud para todos, los presentes y los ausentes, los que la necesiten. Salud para poder sanar todo lo infecto, para que la cicatriz no supure y ralentice la convalecencia. Salud para ti, para mí, entre el fade out lumínico y la adivinable ronda de aplausos que debieran reciprocar la encomienda. Salud para El Ciervo Encantado.
Salud, para Alexander Diego.
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