Fotograma de ‘Sin amor’, de Andréi Zvyagintsev

Para Patricia Jacas

Quince años después de la charla que mantuvo con Svetlana Aleksiévich recogida en el libro El fin del “homo sovieticus”(Acantilado, 2015) con el título “De una soledad muy parecida a la felicidad”, Alisa Z. mantiene un nuevo diálogo con la autora bielorrusa.

Es un diálogo imaginario, porque esta vez Alisa está sola. La escena transcurre en el salón de una casa lujosa. Al principio, Alisa lleva ropa de calle, un traje largo. Está levemente achispada y con ese punto de excitación y a la vez de melancolía que alcanza tal vez con especial saña a las mujeres maduras que han vuelto de una cena con amigos a la soledad de sus casas.

Para la mejor intelección de este nuevo monólogo los espectadores deberán estar situados en el punto exacto donde quedó el primero escrito por Svetlana. Dado que no hay garantía de que lo hayan leído o lo tengan presente, antes de la representación se proyectará un resumen de noventa segundos de duración de aquel primer monólogo.

Adicionalmente, los espectadores recibirán un programa de mano donde se narrará la historia de esta doble aventura textual y teatral, aunque no hay que contar con que lo lean antes, como tampoco con que lo hagan después.

¿Cuándo me vi yo con usted, Svetlana? ¡Menudo elogio de la soledad que le solté! ¡Es que menuda era yo hace quince años! ¡¿A que no he cambiado nada?! Aunque el tiempo… No sé si el tiempo me ha amansado o si es que ahora lo miro todo de otra manera. Entonces, aquella noche larga en el tren a San Petersburgo, yo había llegado a la cima, a lo que creía que era la cima, y me solazaba allá arriba en mi soledad, en lo que tenía, ¡y tengo!, por una hazaña. ¡Alisa, la alpinista! ¡Como Dora, la exploradora! (Ríe.) El tiempo no me ha vencido, eso no. ¿Será que con el paso de los años me he hecho más rusa? ¿O menos, quién sabe? Habría que ver si ese “más rusa” es hacerme más soviética, en el sentido de ser más como mamá. También puede que pasar tanto tiempo aquí me haya cambiado, no lo sé. ¿A veces me pregunto quién soy en realidad? ¡No! ¡No es que dude de mí! ¿Cómo se le ocurre? Aquí estoy y eso es un hecho. ¿Pero cuánto de lo que fui hay en mí? Eso sí me lo pregunto a veces…

La cuestión es a dónde nos ha conducido el tiempo pasado. Porque yo creía que ya habíamos llegado cuando hablamos entonces, cuando le hablé como situada en el fin del tiempo, en el fin de la historia, sin ser consciente de que apenas estábamos en medio de algo, nel mezzo del cammin di nostra vita

Ahora paso la mitad del año en Moscú y la otra mitad en España. Me compré esta casa aquí en Marbella. Pagué un millón. Un millón exacto. Me fijé ese tope. Un millón. Un chollo lo que conseguí, ¿lo ve? Tuve suerte. Yo tengo suerte siempre, salvo cuando no la tengo. Cuando no la tengo… ¿Sabe por qué me gusta España? Pensará que por la comida y el sol, ¿no es cierto? (Ríe.) Los españoles suponen lo mismo. Pero usted es una mujer soviética, ¡lo decía siempre!, y me comprenderá mejor. La verdad es que la comida y el sol te atraen cuando vienes a pasar unos días, cuando has escapado unos días de Moscú, su frío en invierno, su tórrido calor en verano, cuando no corre una gota de brisa. Cuando vives aquí, en cambio, las ventajas que encuentras son otras. ¡Y fíjese que siempre me gustó mucho Italia, eh! Ya sabe lo que fue Italia para las muchachas soviéticas de los ochenta, los noventa. Celentano, Toto Cutugno, el festival de San Remo… ¿Sabe que cuando eché cuentas salió que fue en San Remo donde me quedé embarazada de Polina? Nunca olvido aquella visita durante mi primer viaje a Italia con el hombre que me enseñó el tamaño inmenso del mundo, primero, para después asombrarme con la enorme pequeñez de su ánimo. El edificio del Casino, la iglesia rusa que mandó levantar la emperatriz María Fiódorovna, las callejuelas del barrio de La Pigna, las miradas lascivas de los muchachos italianos, unos niños casi y ya procaces como piratas… ¿Cuántas veces escuché yo esas canciones? ¡Cientos, miles de veces! Y allí estaba, en San Remo. Pero España, España acabó ganándome… Hay cosas muy distintas del sol y la playa que cautivan a una rusa aquí. La primera, ¿sabe cuál es? La libertad. La sensación de libertad. Me encanta el olor de los jazmines y el azahar, pero el olor de la libertad me fascina absolutamente. Y me recuerda el olor de aquellos primeros años noventa en la Rusia que mutaba. Me devuelve, en cierto modo, a la juventud. Ahora en Rusia no huele a eso, qué va. Ahora Rusia apesta a intolerancia y el hedor del autoritarismo lo ha invadido todo. A veces pienso que lo que nos faltó en Rusia fue un proceso de lustración como los que se implementaron en otros países del Este. En Checoslovaquia o Polonia. ¡O en la misma Ucrania, después de Yanukovich! Haber cerrado el paso a todos los responsables de la miseria y el terror anteriores, haber saneado el ambiente, desinfectado la cloaca. Pero veinticinco años después, ya me da igual. Bueno y ahora que lo pienso: probablemente, la lustración hubiera impedido que Putin llegara al Kremlin. ¡Y no sé yo qué habría sido de Rusia sin Putin!

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España es un país tan libre y tolerante, que a veces me indigna que los propios españoles no se den cuenta de ello. Y me gusta también la autenticidad que hay aquí por doquier, lugares que no han cambiado en treinta o sesenta años, o apenas lo han hecho. En Madrid hay muchos lugares así. Y en Andalucía también. Otra cosa que me atrae de España, y ahora se va a sorprender, ya se lo aviso, es que las relaciones humanas, las relaciones sociales, son muy democráticas. Eso pasma a quien viene de Rusia con una sociedad absolutamente estratificada, donde la clase alta a la que yo pertenezco nunca se mezcla con la gente modesta, donde jamás coincidirías en un bar de copas con gente que no pertenezca a tu propia elite. Y, oiga, yo seré quien soy y a mucha honra, pero una sabe distinguir una sociedad sana de otra enferma: o “pachucha”, como dicen aquí, que me parece, por su sonoridad, la más rusa de todas las palabras españolas. Me gusta también la España rural, donde los pueblos aun los ruinosos denotan un mimo que en la Rusia rural no se advierte salvo en contadísimas ocasiones. Hay cosas que no me gustan también, no crea. La que más, la hipocresía de la gente. Las sonrisas falsas. Las zalamerías. La familiaridad del trato, tanto empalago. La peluquera te habla como si te conociera de toda la vida. O el taxista. O el mecánico. Los rusos tendremos muchos defectos, pero siempre vamos de frente y somos transparentes. Nunca sonreímos por gusto. Es más difícil ver a una rusa sonreírle a un extraño que ver un mirlo blanco… O un perro verde, una expresión española que me hace mucha gracia.

Pero España es otra cosa y Marbella… Bueno, a mí es que Marbella me encanta. Comencé viniendo a Puente Romano un par de veces al año. Tomaba el sol hasta ponerme bronceada como un arenque ahumado, Polina se lo pasaba en grande, yo me iba de compras por la Milla de Oro, cenaba en Puerto Banús o en el mismo hotel, en el restaurante de Dani Martín que ya ha cerrado el pobre. Tuve algún que otro romance, nada serio… Y acabé comprándome esta casa. Pero fíjese que con lo que me gusta España, los hombres españoles no me gustan. Parecen blandos. Son fofos de espíritu. Salí con algunos. Un muchacho joven… ¡Sí, es verdad! Antes me gustaban los hombres maduros, pero ahora, con la madurez, los prefiero más jóvenes. ¡Tampoco unos niños, eh! Es que antes idealizaba a los hombres maduros, proyectaba en ellos la seguridad que quería poseer yo misma. Ahora ya nada de eso importa. Ya no tengo nada que alcanzar, porque ya sé que no hay nada más ahí arriba. Ya estuve. Ya estoy. Ya me da lo mismo estar. Desde que Polina desapareció… Desde que Polina se fue… (Calla. Se sirve vino en la copa ya vacía.) A mi hija la llamé Polina. ¿Se lo había mencionado? En esos años se puso de moda recuperar los nombres rusos antiguos, tradicionales, ¿recuerda? ¡De tanto que queríamos parecernos a la nobleza de antes de la Revolución, a los kuptsy y las kupchijas de antaño —que eran los businessmen de la Rusia del zar— acabamos pareciendo aldeanos. Todo lo que oliera a los tiempos anteriores a la Revolución nos volvía como locos. La iglesia, la monarquía, la afectación en el trato. Ahora no sé si la cosa es aún peor… Como cuando nos cogió con lo de importar palabras extranjeras y llenar de ellas la lengua rusa, que es tan hermosa, tan eufónica… Inundarla de esos horribles anglicismos. A mí eso me llegó a enfurecer tanto, que cogí la costumbre de ir corrigiendo a quien los usara obligándolo a utilizar la palabra rusa correspondiente: que si boyfriend y yo молодой человек, que si eich-ar, por human resources, y yo kadrovik, que si mediator y yo posrednik. Stabilnost, volatilnost… Dale a cualquier Ruslán o Liudmila la palabra extranjera y ellos le sumarán una desinencia rusa y se llenarán la boca con ella… Y así hasta el infinito. ¿Sabe por qué colamos miles y miles de anglicismos en la lengua rusa de los noventa? Porque queríamos vivir en un mundo distinto y creíamos que lo íbamos a construir a base de palabras nuevas. Que las palabras traerían los fenómenos que nombraban. Y así fue en cierta medida. Levantamos un edificio vacío y lo fuimos llenando después. ¡Lo logramos! Ahora, lo que nos ha faltado después es traducirlo al ruso. Hacerlo de verdad nuestro. Y una a veces tiene la sensación de que vivimos en una casa prestada, en un mundo plástico, que vivimos la vida de los otros.

Vista áerea de Marbella | Rialta
Vista áerea de Marbella

Mis padres murieron hace unos años. Uno tras otro, como suele suceder. Estaban tan apegados el uno al otro, que la muerte de mamá, que murió primero, acabó arrastrando también a papá. Fue una sorpresa, una trágica sorpresa. Papá parecía haber superado bien la falta de mamá, vino un par de veces a España e incluso manejamos la posibilidad de que se instalara una temporada más larga en la Costa del Sol, pero no pudo ser. Le gustaba cómo viven los ancianos aquí. En Rusia, salvo para una clase pequeña, la vejez es una virtual condena a la miseria. No es que Rusia sea un gigante con pies de barro, como dicen a veces en Occidente. ¡Es de barro toda, menos esos dos ojitos brillantes, dos diamantes engastados en sendas cuencas hediondas, que son Moscú y San Petersburgo! Es un gólem, que en lugar de tener la palabra emet, verdad, escrita en la frente, repite la cantinela de la grandeur que nos habría devuelto el nuevo zar. (La sirvienta trae un plato de jamón y canapés. Alisa para de hablar, espera a que se marche.) Sí, ya sé por qué sonríe. Es que de algunas cosas no conviene hablar mucho. ¿Sabe una cosa curiosa? Curiosa y, a la vez, aterradora… En estos últimos años yo percibo en mi comportamiento rasgos que eran propios de mis padres. Esto mismo de bajar la voz cuando hablo de ciertas cosas, por ejemplo. No sería exacto decir que hemos vuelto a los tiempos de la URSS, pero…

Ahora se ha puesto de moda hablar de la soledad de Rusia, especialmente a partir de aquel artículo en Global Affairs que hizo tanto ruido: “La soledad del mestizo”. La Rusia que es a la vez europea y asiática sin ser ninguna de las dos cosas en verdad. La Rusia que ha renunciado a su inútil afán de ser aceptada como una más en el Occidente que la teme y desprecia y sigue su propio camino, su osobi put, sola, oronda, temible. ¿Cómo era aquello que dijo el zar Alejandro III? Rusia sólo tiene dos aliados: su Ejército y su Armada. Yo, lo mismo… Bueno, en mi caso, mis dos aliados serían mis tropecientos tacones de aguja de Christian Louboutin y la Visa Gold del MoraBanc. Yo soy un poco como esa Rusia, soy dos mujeres a la vez, un sujeto con identidad híbrida, que dirían los antropólogos o los pedantes, y sólo ahora he sido capaz de verlo. Antes creía que no había nada soviético en mí, ¿recuerda? ¡Como si una pudiera extirpar la infancia de su ADN! ¡Como si los ardores y las lágrimas de la adolescencia, los sueños y las noches en vela de los quince años no la marcaran a una para siempre! ¡Como si la sombra de tus padres no se proyectara siempre sobre todos tus afanes, tus anhelos, tus manías, tus ansias, tus triunfos, tus decepciones!

A medida que Polina fue creciendo yo me fui dando cuenta de muchas cosas que cambiaban en mí, en mi percepción de las cosas, del dinero, de Rusia. Una parte de ese cambio fue la enorme pasión que puse en mi refinamiento intelectual. Criada entre libros, al verme arrojada a la Rusia de los noventa me asilvestré, porque es lo que tocaba: cerrar bien los puños y mostrar los colmillos. Pero estos últimos años he vuelto con fervor a la lectura, la filosofía, la música… No hay mayor desarrollo en la escala evolutiva que ser rica y cultivada. No lo habrá dicho Darwin, pero se lo digo yo. Polina creció como una niña poscomunista de manual. Sin ideología, sin arraigo. Su idea de la Unión soviética, el país donde creció su madre y vivieron sus abuelos era como la que yo tengo de, no sé, Papua. Un par de imágenes vagas y la certeza de que se trata de un territorio habitado por salvajes. A Polina acabé criándola yo sola. Al padre no lo vio nunca. ¡Porque yo no quise que lo viera! ¿Para qué? Él ya tenía sus hijos; Polina se quedaba para mí. La crié con severidad, no crea. Tal vez con demasiada severidad. Mire, yo sólo tenía una idea fija con ella: que fuera una mujer independiente y poderosa, que se bastara a sí misma como me basto yo. Ahora que no está, ahora que no sé dónde está, a veces me consuelo pensando que su desaparición es el testimonio más rotundo de mi éxito, de mi triunfo: conseguí que fuera tan independiente, tan autosuficiente, que ni siquiera me necesitó ya más a mí. Aunque Polina fue cambiando, ¿sabe? Bueno, ¿qué no cambia ahora? ¿Ha visto lo bello que está Moscú? Es impresionante. La calle Tverskaya, el barrio de Kuznetski most, los Patriarshie prudy, por donde pasearon los personajes de El maestro y Margarita, que fue mi novela preferida. ¡Y la gente! ¡Cómo ha cambiado la gente! ¡Los jóvenes rusos son tremendos! Están imbuidos de la fuerza de quienes están llamados a triunfar. ¡Las muchachas! Yo fui una alondra que avisaba de la nueva primavera, cuando llegué a Moscú con una mano atrás y otra delante, pero convencida de que iba a triunfar. Ahora, tantos años después, mi insolencia y ambición de entonces son la norma. Un amigo me contaba el otro día que se ligó a una muchacha en el Turandot, una putilla recién llegada a Moscú desde Yelabuga. ¡Yelabuga, que si no fuera porque la Tsvetáieva se colgó allá no lo conocería ni Dios! En dos llamadas telefónicas le consiguió citas con las mejores agencias de modelos de la capital, le pagó una cena de 20 000 rublos y, ya de camino a un hotel, paró a comprarle unos pendientes de oro blanco. Pues dice que llegaron a la suite y cuando se desvistió la chica le miró al rabo y va y le dice con total desvergüenza que los había visto más grandes. Él no daba crédito: “¡Y encima quería que tuviera un gran rabo! ¡Si es que ahora estas aldeanas lo quieren todo!”, protestaba entre carcajadas cuando me lo contó. (Enciende un cigarrillo.) No, Putin como hombre no me gusta. Y toda esa manera que tiene de pavonearse me parece bastante cursi y hasta grotesca. Trigo para marujas y borrachuzos. Y para la prensa, también la vuestra, siempre encantada con las extravagancias rusas de Rasputín en adelante.

Putin dijo una vez que quien no recuerde con cariño el pasado soviético no tiene corazón, pero quien aspire a devolvernos a él, lo que no tiene es cerebro. ¡Su último libro tiene mucho de eso, Svetlana, ¿no cree?! Porque una cosa es innegable: jamás los rusos hemos vivido mejor que en estos últimos veinte años. Y me atrevo a decirle más: ¡jamás habíamos sido más libres! Y sí, sí, ya sé que en Occidente nos tienen por unos bárbaros y a Putin por un tirano centroafricano, pero hay que saber de dónde venimos, ¡del Gulag!, y quiénes somos, ¡carceleros o presos, presos o carceleros!, para entender lo que vale Putin, lo que vale lo que hemos conseguido. ¿Que no somos Suiza? ¡Eso ya lo sé! Pero, oiga, asómese a una calle de Voronezh o Tula, a una plaza de Tomsk o Grozny, y póngase a contar suizos a ver si se tropieza alguno.

Ah, Europa, Europa… Con la quiebra de los bancos en Chipre perdí un montón de dinero. Vasia era mi asesor. ¡Y buena fue la que le cayó! Aunque él perdió mucho más, el pobre. ¿Se acuerda de Vasia, Svetlana? Ahora vive en Londres. Le pisó un callo a alguno de los allegados del presidente y ahí acabó su suerte en Rusia. Pero sigue siendo un hombre muy rico, un sibarita y un solterón empedernido. El petróleo nos ha hecho ricos a los rusos, como a los árabes. Pero como nosotros somos tantos, no ha alcanzado para hacernos ricos a todos. Cuando el rublo se desplomó, ¡llegó hasta la mitad de su valor!, de pronto todos los rusos con dinero sentimos que nos habían amputado medio cuerpo. Todos iban por ahí lamentándose de que eran la mitad de ricos que antes. Y yo los miraba, tan apegados a su dinero, tan avaros, tan inflamados de codicia, que me decía que la devaluación los hizo menos ricos, pero también menos hombres. Bueno, ¡yo también me cogí un encabronamiento enorme! Pero, mire, yo desde luego siempre me he sabido ganar la vida muy bien… Y he amasado lo mío, ¿sabe? Ahora todo lo tengo en Andorra. Me gustan los banqueros andorranos, el arte con que disimulan la codicia. Las mañas que se dan para parecer gente honorable. A veces da hasta gracia tanta impostura. Algunos ya chapurrean el ruso y todo. Y no hay joyería de la Avenida Meritxell que no tenga a una dependienta rusa con el talle fino como un junco del Volga y los dientes torcidos que delatan su origen rural. ¡Derevienshina pura! ¡Paletos, como decís aquí!

Uno de esos banqueros andorranos se me ufanaba el otro día de que ya podía leer un poco en ruso y me pidió que le recomendara algún libro sencillo y útil. Enseguida me vino a la cabeza Turgueniev, claro, con su prosa cristalina y firme, pero le di una recomendación mucho más pertinente para su desempeño: “Léase el Código penal ruso”, lo animé: “Ya verá qué prosa más bien trabada”. ¡El tipo puso una cara! Y yo: “En Rusia es un best seller, créame”. Con todo, siento que en Andorra mi dinero está seguro y después del sofoco de la devaluación del rublo y el hundimiento de los bancos chipriotas, eso es lo que más me importa ahora por ese lado, ¿sabe?

En Moscú sigo teniendo una vida profesional muy activa. ¡No vea lo que me ha costado, pero la empresa está ahora entre las tres majors del sector publicitario! Operamos en todos los sectores, menos en la política. Desde que me convertí en socia mayoritaria impuse el criterio de que la política quedaba fuera de nuestra cartera. Algún favor hacemos, claro, porque si no te echan fuera, pero campañas políticas, no. Nuestros mejores clientes son las empresas tecnológicas, un territorio al que accedí por medio del que fue mi gran amor de estos últimos años, un alto ejecutivo del sector de las telecomunicaciones. El único hombre a quien he pedido que nos mudemos juntos, lo que lo coloca de golpe en otra posición igualmente singular: es el único que, ante tal proposición, me ha dicho que no. Me hizo muy feliz, no obstante. Y a Polina, que lo quiso como a un padre, también. Antón se llama. Como Chéjov, que es mi escritor favorito. Le debo el regalo más bonito que me han hecho nunca: bautizar con mi nombre, Alisa, al asistente de voz del buscador Yandex. La Siri rusa se llama Alisa por mí, ¿no le parece un regalo como no hay otro igual? ¡Como regalarle a una la Luna!

Es curioso que en España tengáis el nombre femenino Soledad. Todavía me produce estupor cuando alguien se me presenta como Soledad. La manicura en Puente Romano me la hacía una Sole. Yo pensaba que se llamaba así por el Sol, en italiano, hasta que me enteré de que venía de Soledad. Nadie se llama odinochestvo en Rusia. Es inconcebible. Nadezhda es uno de los nombres más comunes, que es Esperanza. Y Vera, que es Fe. También Liubov, Amor. Pero ¿Soledad? ¡Qué cosa más grande! O Dolores, ya puestos. Una conocida mía que vive aquí, rusa, le puso a su gato Muki, “dolores” en ruso, dolores como los del parto. Es graciosísimo que alguien pueda llamarse Soledad o Dolores. Y es terrible también.

Antes de que Polina desapareciera… Antes de que Polina se fuera, volví a Sochi. Con ella. No había vuelto jamás desde los años soviéticos, desde mi infancia, mi adolescencia. Cuando mamá y papá me llevaban. Volví con ella. Volví a otro mundo, pero al mismo mar. ¿Sabe aquello de que no se entra dos veces al mismo río? No vale para el mar Negro, siempre idéntico, siempre preñado de alma rusa. El agua donde tomó baños de mar lo mejor de Rusia en todas las épocas: nobles y poetas, mariscales y compositores, bailarinas de ballet y obreros destacados. Stajanov y Gagarin, Mandelstam y Zhúkov. La misma agua. ¡Es el mundo afuera el que ha cambiado! Es la tierra firme, esa séptima parte de la tierra firme del planeta que ocupa Rusia, la que ha cambiado… Lo vi con claridad allí. Los buenos salvajes de la época soviética mutaron en salvajes distintos en el poscomunismo. La playa pedregosa, la costa arisca. Los cantos afilados clavándose en los pies. La gente internándose en el agua entre contorsiones y acrobacias, como irritados saltimbanquis. Me tumbé bajo la sombrilla que un empleado del hotel clavó trabajosamente en el suelo y calzó con pedruscos oscuros, Polina se estiró a mi lado boca abajo, lánguida e indolente, su cuerpo bonito brillando al sol, y supe, no sé cómo lo supe, que algo terrible iba a ocurrir, algo irreparable. Y supe también, por paradójico que resulte, que me daría igual, que nada que sucediera, por atroz que fuera, me iba a mover el suelo.

(Se levanta y camina hasta la ventana. Contempla el mar. Después sale del escenario. Volverá con un cambio de vestuario. Ahora con ropa casera, aunque elegante, y desmaquillada. Parecerá mayor, ligeramente abatida. Habrá en ella la fuerza de antes, pero atenuada por el relato que viene.)

¿Quiere más vino? Un día volví a Moscú y Polina no estaba en casa. Llevaba dos días sin aparecer por allí. Pronto hará dos años de aquel día. Fue la víspera de su vigésimo cumpleaños. Yo llevaba cinco días fuera, en Francia. Como cada año, había ido al festival de publicidad de Cannes. En esa edición ganamos un Lion por aquella famosa campaña para Kaspersky Lab… La asistenta la vio salir el miércoles por la mañana con la mochila del gimnasio. Dos días después no había dado señales de vida. Su teléfono no respondía. Su cuenta de Instagram no se había actualizado. ¡Y eso sí indicaba que la situación era extraordinaria! Llamé a sus amigas, una a una. Nada. Llamé a un chico con el que estaba saliendo. Habían roto hacía dos semanas, algo que yo ignoraba. Llamé a Vasia. Pensé que sus contactos podrían ayudar. Pero ya para entonces había comenzado a caer en desgracia con el Kremlin y prefirió mantenerse al margen. Mi círculo de relaciones, por demás estrecho, se reduce a gente del mundo de la publicidad y las finanzas y poco tiene que ver con el sector estatal y mucho menos con la policía o el FSB… A mí los militares no me han atraído jamás y el roce con ellos, que apenas he experimentado en el grupo con el que suelo salir de caza, me causa una incomodidad que está hecha de miedo y repugnancia a partes iguales. No obstante, tenía un par de puertas a las que tocar. Un amante ocasional, uno de esos tipos duros y misteriosos que una enseguida sabe que se dedican a quebrar voluntades e incluso destinos. Un compañero de caza que trabaja en la inteligencia militar. Ambos coincidieron en sus recomendaciones: una, Polina volvería a casa en pocos días y, dos, llamar a la policía sería tan inútil como enojoso… ¿Usted sabe a qué campaña de Kaspersky me refiero, no? Yo es que lo de Kaspersky me lo tomé muy en serio. Como un acto de patriotismo, por decirlo así. En aquellos tiempos todavía era una patriota. Y puede que todavía lo sea un poco. Me molestaba que Rusia, un país con tanto talento en la ingeniería no fuera conocido por su potencial tecnológico. Todo el mundo con un iPhone en la mano y anhelando el modelo más nuevo. Todos los laureles y todos los dineros, casi todos si descontamos a Samsung y a alguna empresa sueca, se los llevan los americanos. Los amerikosi, que es como les llamamos los rusos con desdén, como los mexicanos les llaman gringos. Rusia es el país de los grandes contrastes, con el que el fiel de la balanza siempre acaba inclinado en su desfavor. ¿Se ha puesto a pensar alguna vez en cuáles son las dos palabras rusas más internacionales? Sputnik y pogromo. ¿Qué le parece? Una aventura descomunal del ingenio humano, como fue el lanzamiento del primer satélite que salió al espacio, aquel Sputnik pionero, y una acción violenta, criminal, contra una raza y una religión distintas de la nuestra. Ese es el drama de Rusia, su размах, ¿cómo decirlo?, su amplitud, el diapasón que abarca, desde lo más sublime –el cielo, el fondo del cielo– hasta lo más terrible –la sangre, un tonel lleno de sangre a rebosar–. Por eso me involucré tanto con Kaspersky Lab, que es la compañía tecnológica más famosa de todas las nacidas en Rusia, porque esa es la Rusia que yo quiero ver, porque otra Rusia es posible… ¡No se ría!

Una limosina en el centro de Moscú | Rialta
Una limosina en el centro de Moscú

Polina lo tenía todo, ¡todo! Pero ese todo, todo eso, para ella era lo mismo que nada. No era feliz conmigo. Ni era feliz consigo misma, supongo. Esperé a que volviera. Porque volvería… Yo creía que iba a volver… Y aquí me tiene todavía esperando. A veces me pregunto si tal vez debí ir a la policía desde el primer momento y poner la denuncia. O contactar con alguna de esas asociaciones ciudadanas que buscan a niños y adolescentes desaparecidos. Que suplen al Estado en lo que él es incapaz de hacer. ¿Vio Sin amor, la última película de Andréi, de Andréi Zvyaguintsev, digo, donde aparece una de esas organizaciones? ¡Es espléndido Andriusha! Pues, eso. Pero no lo hice. Lo dejé correr. Mis padres ya habían muerto, así que… ¿Sabe qué sucede con la novela de una mujer solitaria como yo? ¡Que apenas hay personajes en ella! Ahora yo podría estar contándole qué dijeron mis amigas, cómo reaccionaron los vecinos, qué ayuda me prestaron mis compañeros de trabajo. Pero, oiga, yo de las primeras no gasto. De los vecinos, apenas hay noticia cuando se convocan derramas o alguien raya un coche en el parking. Y en la empresa, Dios me libre de estar contando mi intimidad, de convocar la curiosidad de los empleados, de granjearme su pena, su conmiseración. ¡Me da escalofríos de sólo imaginarlo! A mí que me llamen Alisa Fiódorovna, con nombre y patronímico como ha sido tradición siempre en Rusia, y de mi vida privada, ¡ni la talla de mocasines! ¡Y no se vaya a creer que soy distante o autoritaria con mis subordinados! ¡Qué va, qué va! Mire, si algo he aprendido en este negocio, y en este negocio a fondo perdido que es la vida, es que más vale estar rodeada de talento y competencia si una quiere prosperar, si una quiere ser feliz con lo que hace, si una quiere ver belleza a su alrededor, porque no hay mayor belleza que la de la inteligencia y la eficacia, la sencilla, la humilde y esplendente belleza de las cosas bien hechas… Lo de Polina es que no sé si lo hice bien. Cómo la crié y la eduqué… Cómo la busqué, cuando se marchó… Al final, hubo pesquisas policiales. Mínimas. Creo que sí acudí a la policía, semanas después de que se marchara, fue para evitar que ella me reprochara después no haberlo hecho. Pero los consejos de Vasia y Nikolái habían sido certeros: nadie se tomó en serio la desaparición de una muchacha de veinte años, una joven guapísima de familia rica. Menos aún cuando la familia no la formaba más que su madre. ¿Sabe cuánto mengua en Rusia el poder de una mujer, por mucho dinero que tenga, cuando se halla sola ante un jefe de policía sin un hombre que la respalde? Tiene que ver el spot final de la campaña para Kaspersky, oiga… Yo misma supervisé tanto el guion como el rodaje. Rodamos en la Ciudad de las Estrellas, el centro de entrenamiento de astronautas al norte de Moscú. ¡Muy merecido el Lion en Cannes, ya lo creo! ¡Le mandaré una copia!… Con todo, lo cierto es que yo no me empeñé demasiado en buscarla. Y de hecho me sorprendió mi falta de entusiasmo. Estaba triste, eso sí. Pero supe evitar esa sobreactuación que a veces rodea las desapariciones. A mí es que nunca me ha gustado sobreactuar, fíjese. Yo siempre he dicho que no hay nada más repugnante que una mujer chillona, con la risa fea, muy pintarrajeada o que sobreactúe permanentemente para hacerse notar. Una mujer tiene que tener clase, y más si es rusa, y más si está viviendo una desgracia. ¡Bueno, las rusas, de desgracias, sabemos mucho! Como hay pocas cosas más penosas que un tipo acostado en una cama de hotel lejos de su casa, muy pasada la medianoche, viendo una pelea de boxeo en televisión con una copa de whisky en la mesilla de noche y acariciándose el rabo de tanto en tanto. Yo he estado tumbada al lado de hombres así. Es que es tan largo esto. Es tan larga la vida de una mujer soltera. De una mujer libre. Soltera, solitaria. Cuando hablo con mujeres monógamas siento envidia y repulsión a la vez. Sí, han conseguido una estabilidad de dineros y afectos que es de admirar. Pero a la vez, junto a ese dudoso premio se han llevado la mochila de la rutina, el compromiso, han cambiado la cuerda floja por el hastío, la excitación de la copa bebida con un desconocido en una barra de bar por el vaso de batido de plomo bebido a sorbos en la alcoba con los niños durmiendo en el dormitorio contiguo. Al grupo de conocidas del gimnasio, un grupo de Whatsapp, cada vez, en los cumpleaños, les escribía mensajes deseándoles salud, dinero, sorpresas, aventuras… Con retintín, sabe. Por joder. Porque es evidente que no habría sorpresas en sus vidas organizadas en torno al salón de estar, la compra en Azbuka Vkusa o el supermercado de El Corte Inglés, la espera, la esperanza y, sobre todo, la báscula.

Con la muerte de mamá y papá… Con la muerte… Bueno, todo el que pierde a sus padres, el que los pierde en un tiempo breve, en uno que no le alcanza para acabar de entender la primera muerte cuando la segunda ya se encarama y es todo devastación… Todo el que pasa por eso sabe que… Pero lo que me ha pasado a mí es distinto. Lo que nos ha pasado a nosotros es distinto. Uno ve morir a sus padres, los ha visto envejecer antes, los ha despedido, ha heredado lo que los padres amasaron en la vida… Hay una continuidad. Hay un hilo conductor. Una senda. Mis padres eran mi nexo con el mundo de mi infancia y mi adolescencia, el mundo soviético devorado por el tiempo nuevo, el Cronos del que nos llama a cuidarnos Brodsky en ese poema tan bueno que ahora todo el mundo tiene en los labios… Muertos ellos, evocar su memoria es devolverme a mi infancia en aquel mundo superado, vencido.

Ahora estoy algo apartada del día a día de la empresa. Me ocupo de las líneas maestras y sigo los proyectos de los grandes clientes, pero el desarrollo cotidiano lo llevan otros y así puedo permitirme pasar más tiempo en España. El teletrabajo, que le llaman. Que debe ser una cosa bastante jodida cuando lo haces en un apartamento minúsculo y frío de Cheliabinsk o Ulán-Udé, pero que aquí en Marbella es un lujo maravilloso. Aquí en España llevo una vida más bien discreta. Huyo de la prensa rusa local, siempre a la caza de noticias sobre la comunidad rusa aquí. En la prensa española apenas se me ha mencionado en la económica —Expansión, Cinco días— y cada vez poniendo mi nombre con doble letra ese, Alissa. ¡Qué manía, por favor! ¡Qué paren ya! Bueno, y hace poco una conocida me entrevistó para su blog, dedicado a la literatura infantil. ¡Precisamente recomendé un libro de Marina Tsvetáieva, fíjese! (Bebe un sorbo de vino. Y antes de devolver la copa a la mesa, bebe otro más.) Como a Tsvetáieva al volver del exilio, yo tengo la impresión de que todo me ha ido abandonando: mis padres, mi hija, la ambición, la libido… Antes era una mujer sola que se ufanaba de ello y gozaba de la soledad. Pero ahora sé que eso era sólo porque yo misma me la había construido, aquella soledad. Era parte de la construcción de mí misma que inicié el día en que llegué a Moscú haciendo autostop. Esta soledad de ahora, no. Esta me la han impuesto. Y ya no sé si me siento tan a gusto con ella. Y le hablo de la soledad en el sentido absoluto, metafísico, por así decirlo. Porque en su expresión práctica, cotidiana, la soledad sí me complace. La de estarme días enteros sola, sin cruzar más que dos palabras con la sirvienta o el taxista. La de no tener que molestarme en responder al teléfono. Desde que Polina desapareció… Mire, he estado leyendo mucho acerca de la soledad, ¿sabe? A Kierkegaard, a Montaigne, a Cioran; ¡un día compré las Soledades de Góngora que encontré en una librería de Málaga, pero no entendí mucho!

No es la misma soledad esa que procuras o construyes como quien levanta una casa cuyos muros protejan de las corrientes de aire, que aquella que llega sola, que se adueña de todo y te acecha después en la bañera y la mesa de comer, en la mañana brumosa o el ocaso, donde el aire es más transparente. ¡Son dos soledades muy distintas! ¡Tan distintas!

Hay una soledad que camina hacia adentro, busca el regocijo en la amargura. No era esa la que yo buscaba, naturalmente. Mi soledad era la del orgullo, la soledad satisfecha de quien se vale por sí misma, de quien se hizo a sí misma y no necesita de nadie. La soledad del alpinista: estar sola, pero estar en la cumbre. Yo he hecho mis cumbres, mis ochomiles, y he tenido el mundo a los pies. ¿No decía antes que era un poco alpinista? Pero hay otra soledad, esta en la que me ha sumido la muerte de mis padres y la desapa…, la marcha de Polina. Veo a tantas mujeres, sobre todo a las mujeres de hombres con los que trabajo, llegar a los cuarenta y ser abandonadas… Cómo las que eran ricas y poderosas hace dos días son ahora mujeres dependientes, almas en pena… Criaturas temblorosas… Antes temblaban ante ellas sus chóferes y cocineras; ahora tiemblan ellas porque cumplieron su ciclo como amantes y las muchachas que van llegando a comerse el mundo se llevan a sus maridos como quien captura peces… Polina estaría ahora estudiando en Berna o en Londres como las hijas de las mujeres y los hombres como yo –porque yo soy un poco hombre también además de mujer, soy las dos cosas–, así que estaría sola igualmente, pero no es lo mismo, no es lo mismo, esta soledad es distinta. Una se mira las cosas de otra manera con el paso de los años. Cambian las preocupaciones. Una afinca los pies en el suelo. Cambia las trenzas por el moño bun. El escote corazón por el escote francés. Una piensa en la muerte como algo distante e incontrovertible, pero se desvive por posponer la decadencia de la carne. La decadencia del cuerpo. Hace quince años me podría haber encontrado absorbida en la decisión de si poner en casa suelos italianos o españoles. Si Porcelanosa o Mutina. Hoy, de suelos, ninguno me quita más el sueño que el suelo pélvico. La vejez es otro episodio de la soledad. O viceversa, que también. Es curioso que mientras menos nos interesa la carne, la piel nos interese más. La pasión por la superficie, por lo que dejamos ver. Esto los de las cremas La Prairié lo deben tener muy sabido. ¿Ha olido la White Caviar Crème Extraordinaire que han sacado? Yo es que me la comería a cucharadas.

Hay muchos tipos de soledad, ¡ya le he dicho que me he hecho una experta! La soledad del ermitaño y la de la monja de clausura o la de Robinson Crusoe. Soledades distintas, porque una es buscada y la otra, sobrevenida, un accidente. Y está la soledad de los románticos, la soledad triste y amarga del romántico. El peregrino, el profeta, el paria. La soledad de los anacoretas rusos, como el starets Zósima, el mentor de Aliosha Karamazov. ¿Sabe que ahora leo más poesía que nunca? Tengo el Kindle lleno de poetas. Sobre todo leo a Lermontov. A Lermontov más que a Pushkin, porque Lermontov es el poeta ruso de la soledad. Ahora se va a sorprender. ¿Sabe cuántas veces aparece la palabra “solo” en la obra de Lermontov? 532 veces. “Solitario”, otras 51. Y “soledad” en tres ocasiones. En la de Pushkin, “soledad” aparece siete veces y “solo” figura en unas treinta ocasiones. ¡No me mire así! ¡No las conté yo, claro que no! Lo leí en un paper. En buena medida, este reencuentro con mis padres se ha producido a través de la poesía. Yo me crié en un hogar donde la poesía era una vivencia cotidiana. ¿Recuerda cuánto usted me riñó en nuestra charla del tren por haberme apartado de la cultura? Mis padres recitaban a Pasternak o a Esenin con la misma naturalidad con que en una casa campesina se ordeña a las cabras o en una casa de putas se sacan las sábanas a orear al sol. Y a ese mundo, del que me alejé durante tal vez demasiados años he vuelto después con pasión extraordinaria. Bueno, y leo mucho a Brodsky, como podrá imaginar. No hay poeta de los años soviéticos más perdurable que él, que ahora goza de una fama inmensa en Rusia. Yo me parezco mucho a Brodsky, ya lo creo. Un bon vivant como no hubo otro, un hombre enamoradísimo de la vida, pero a la vez un gran conocedor de la soledad, que es una presencia sutil en su poesía. Yo a veces me encierro días enteros en casa, lo mismo en Moscú que aquí. Siguiendo aquel consejo suyo. Usted, naturalmente, lo conoce bien (Busca en el teléfono y lee.)

Не будь дураком! Будь тем, чем другие не были.
Не выходи из комнаты! То есть дай волю мебели,
слейся лицом с обоями. Запрись и забаррикадируйся
шкафом от хроноса, космоса, эроса, расы, вируса

Lo traduje al español para que lo leyera uno de mis amigos marbellíes. Pero pierde tanto, tanto… Es que como la lengua rusa… Bueno, acaso la francesa también… Déjeme que se lo lea, fíjese (continúa leyendo en la pantalla del teléfono):

¡No seas tonto! No imites a los demás.
¡No salgas de la habitación! Deja que manden en ella los muebles,
Que tu rostro se funda con el papel pintado. Enciérrate y parapétate
Detrás de un armario, a salvo de Cronos, el cosmos, Eros, la raza y los virus.

A Robert Frost le preguntaron una vez qué era exactamente la poesía y dijo que poesía era lo que se perdía cuando un poema era traducido a otra lengua… Puede que tuviera algo de razón, ¿no cree?

Brodsky… La primera vez que viajé a Nueva York me fui de cabeza a Brighton Beach, al sur de Brooklyn, a buscar aquel paisaje de los rusos emigrados donde él se movió. Y al volver a Moscú me di cuenta de que nuestro camino al capitalismo era un intento desesperado de convertirnos en un Brighton Beach. Sin playa. Sin la montaña rusa de Coney Island, como la llaman ellos, que es lo menos ruso que hay en Little Odessa. (Mira al teléfono y lee) “La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”. ¿Qué me dice? “Sólo se puede ser totalmente uno mismo mientras se está solo: quien, por tanto, no ama la soledad, tampoco ama la libertad; pues únicamente si se está solo se es libre”. Schopenhauer. Lo adoro. Y a Nietzsche, naturalmente, un gran solitario, el más ruso de todos los filósofos alemanes. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué es tan elevado el número de suicidios en Rusia? No es por el alcoholismo, no, algo en lo que también somos campeones. Es por nuestra propensión a la soledad de la que el suicidio vendría a ser la expresión más acabada, su plenitud, su culminación necesaria. La guinda del pastel.

(Levanta el mentón, que le tiembla ligeramente un instante, antes de hablar.) Al principio creí verla un par de veces. En la calle. Entre la multitud. Me dijeron que es normal que una crea ver a los seres queridos que han desaparecido. Lo que no es tan habitual es que se esconda, cuando ello sucede, como hice yo. No pude evitarlo. Fue instintivo. No sé. Creí verla una vez en Barcelona. Subía por Las Ramblas. Me dí la vuelta y escapé por una calle lateral. Tal vez sea que prefiera dejar las cosas como están. Ella se marchó. Se evaporó. Yo me he quedado sola. Sola antes de tiempo. Y ya no sé si me gusta tanto estar sola. Porque esta soledad se parece demasiado a la soledad. ¿No me dirá que no está sublime este amontillado? Es el Viña AB, cosa deliciosa, 100% palomino fino. ¡Debo ser la rusa que más sabe de estos vinos! ¡Adoro los vinos de Jerez! ¡Sólo por estos vinos, por el fino, por la manzanilla, Andalucía merece el agradecimiento eterno de toda la humanidad! (Alza la copa.) ¡Salud!

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