destierro
Hamlet Lavastida y Katherine Bisquet

Hamlet Lavastida y Katherine Bisquet han sido desterrados de Cuba. Seguramente sesudos analistas amantes de la retórica encontrarán maneras de llamar a eso por otros nombres, como ya han encontrado algunos el modo de practicar el desvergonzado arte del relativismo que termina respaldando la injusticia. Vivimos en tiempos en los que un régimen autocrático y totalitario sin asomo ninguno de vergüenza puede denominarse “democracia de partido único” o incluso “democracia sin partido”. O en el que se puede decir que su periódico oficialista Granma es dialógico, seguido de la propuesta (Derrida mediante) de que todo monólogo es, en realidad, dialógico, dejando así inoperantes tanto al monólogo como al diálogo. Jugadas retóricas que serían magistrales, sino fueran magistralmente macabras. Todo puede ser su contrario, o puede ser menos grave, porque siempre hay algo peor con lo que contrastarlo. Es un tipo de argumento que termina siendo similar a la presunción de que hay hechos “alternativos” a los reales, y así ya no falsos; un destierro puede ser una liberación, y ser víctima de la coacción involucrada en el destierro sería libertad de elección. Y así puede explicarse, justificarse, e incluso ensalzarse, prácticamente cualquier cosa.

Recientemente la periodista brasileña Eliane Brum escribía sobre la “corrosión del lenguaje”; de cómo un golpe de Estado en Brasil está ya puesto en marcha desde el momento en que existe el lenguaje que lo hará posible. La observación no puede ser extrapolada completamente al caso cubano. En el caso de Brasil, un golpe de Estado, que existe ya en el pensamiento, está por realizarse en los hechos. En Cuba la corrosión del lenguaje no está orientada al surgimiento de una posibilidad fáctica, sino a acompañar los esfuerzos del sostenimiento de un régimen con una larga y relativamente exitosa tradición de manipulación del lenguaje.

Pero lo de Hamlet y Katherine es destierro, muy a pesar de los rejuegos retóricos. El destierro es reconocido por La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), por ejemplo, cuando lo diferencia del exilio, en el cual el abandono del país puede ser asumido por la persona en cuestión como salida a una situación insostenible en el plano político. El destierro es generalmente ejecutado por el Estado; “es el Estado el que decide expulsar, o desterrar, a la persona por haber cometido delito”. Que la persona expulsada haya sido coaccionada para aceptar el destierro, solo habla de la violencia de una situación en la que la libertad de elección es reducida a su acepción mínima.

Un destierro expresa, mejor que cualquier otra forma de exclusión política, la naturaleza colonial del autoritarismo cubano. En última instancia, el control que no puede operar sobre los territorios virtuales –entendidos estos no solo como lo que literalmente denominamos “virtual” de la vida online, sino también afectivos y cognitivos– opera directamente sobre el territorio mismo. El emprendimiento colonial está siempre situado sobre un territorio específico, y el ejercicio de sus límites implica la expulsión de los desafectos. Es probablemente por eso que la noticia del destierro de Hamlet y Katherine nos remite en principio más al destierro de Martí después de su estancia en el presidio político o al “Himno del desterrado”, de José María Heredia, que a la línea de continuidad en la que se ubica este caso.

Porque el destierro o exilio forzado (como pudiera también llamarse), tiene una tradición como mecanismo represivo del Gobierno cubano. Prisoners Defenders denomina “expatriaciones forzosas” a esa práctica y para su informe de noviembre de 2019 documentó 77 casos, entre víctimas de amenaza de expatriación forzosa y víctimas de la expatriación consumada. Antes y después de eso, ha habido muchísimos más casos, muchos de ellos no documentados, pero sí constantemente contados y recontados por sus víctimas.

Katherine Bisquet narra en su testimonio que el aparato represivo cubano ha explicado el destierro en términos de “racionalidad política”: “En varias ocasiones escuché decir a más de un agente que a ellos no les convenía que Hamlet estuviese preso y que, debido a esta «racionalidad política», decidían excarcelarlo bajo la condición de la salida del país de ambos”. Lo que tal “racionalidad política” significa aquí implica nuevamente una perversión de las palabras; la racionalidad política siempre involucra una mirada pragmática y en tanto beneficia lo pragmático puede conducir a imponerse sobre lo ético e incluso lo humano. Pero racionalidad política significa en este caso más que eso; no opera a través de su sentido propio y las inevitables desviaciones que contiene como posibilidad. Opera más bien a través del intento de tecnificar, de disminuir la violencia encontrando para ella una categoría que permita purificarla, presentarla como la aplicación simple de una operación legítima, redundantemente racional según la propia denominación. Para eso también sirven las palabras, para dar apariencia de normalidad y naturalidad a lo que no lo es ni debería ser entendido como norma o natural; para presentar como procedimientos y tecnicismos lo que son en realidad violaciones graves de derechos humanos. Para que el gesto colonial de actuar como el capataz de la finca pueda ser presentado como lógico y, sobre todo, como legítimo.

Pero se puede ir todavía más lejos; se va de hecho todavía más lejos. La exclusión normativa de la diferencia y la represión inevitable que la acompaña, suelen ser presentados frecuentemente por el régimen cubano como “el derecho de la Revolución a defenderse”. Es fácil comprender la corrupción de lenguaje involucrada en el sujeto de tal declaración. La Revolución, cuyo proceso destituyente del régimen previo se instituyó en un modelo de Estado desde inicios de la década de 1960 del siglo pasado, sigue funcionando como sujeto no porque describa una situación actual o una configuración política determinada. Es un axioma básico de las ciencias políticas que las revoluciones no son procesos permanentes y no existen eternizados en el tiempo. La Revolución cubana, cuyo derecho a la defensa se utiliza con frecuencia como justificación de la violación de los derechos de los ciudadanos, no existe como hecho, sino como apelación al capital simbólico de los momentos iniciales de un proceso que, coagulado, frustrado, corrompido y corrupto, terminó convirtiéndose en otra forma de opresión. La confianza, la credibilidad, la mirada puesta en el futuro; todo eso quiere estar ahí en la Revolución que dice tener derecho a defenderse. Es tal el poder de esa apelación, de esa dislocación profunda que se produce al hablar, como si fuera el presente, de algo que hace mucho tiempo dejó de ser, lo que todavía atrapa a muchos en su arrullo. La Revolución no podría blandir ningún derecho a defenderse porque no existe ya, pero las palabras, sobre todo las palabras grandilocuentes de las consignas y las declaraciones públicas, pueden siempre sortear esos obstáculos.

En un interesante giro del argumento, hace unos días un artículo presentaba como sujeto de tal derecho al Estado y no a la Revolución, en el contexto de una discusión sobre el Estado de derecho. Pero incluso este sujeto es inexacto, pues si bien el Estado tiene un derecho reconocido a defenderse, en términos de soberanía, no puede hacerlo contra los derechos de sus ciudadanos, ni puede equipararse con el Estado un Gobierno o una organización política (el Partido Comunista de Cuba) colocado por encima del Estado y la propia Constitución. Como apunta Eloy Viera en el programa ¿Existe el derecho de la revolución a defenderse?, lo que se está defendiendo cuando se excluye, se destierra, se encarcela injustamente, se criminaliza públicamente y se destierra, no es al Estado, “es al Gobierno y a una única organización que se ha colocado incluso institucionalmente por encima del Estado”.

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Y así, una profunda corrosión del lenguaje permite presentar como legítimas, lógicas y razonables arbitrariedades que terminan por parecer normales, con las que hay que negociar, que son de una profunda violencia pero que gracias a los cómplices (voluntarios o no) terminan siendo relativizadas y minimizadas. No puedo imaginar violencia mayor que aquella que es normalizada a la vez por su repetición incesante y por la necesidad de sus cómplices de demostrar que no es tal.

Un efecto colateral de esa violencia es la manera en que incita a refugiarse en el alivio de una idea de Patria de la que supuestamente participamos todos. Que el poema de José María Heredia se haya compartido tantas veces para hablar de destierro es sintomático de que lo que oponemos colectivamente a la tiranía es la idea de una patria prístina que habría de ser defendida contra los tiranos que la oprimen. No estoy segura de que lo que deba oponerse a la tiranía sea la patria; sería suficiente oponerle el derecho de cada ser humano a ocupar o desocupar el territorio en el que dio sus primeros pasos, en el que construyó sus lazos, y al que lo ata algo que ni siquiera la noción de patria puede contener completamente. Pero el poema de Heredia y sus desesperadas visiones de la patria ausente queda como indicador de una dignidad que no puede ser apropiada ni por las prisiones ni por los destierros, la decisión de no querer trocar “el destino severo” por el “cetro del déspota”. Cuando todo parece tomado, todavía queda ese reducto inconquistable.

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