minoz
‘Arcángel Seatiel con incensario’ (detalle), Bartolomé Román, 1635-1647, Museo de Mallorca

“…migas de pastel de ángel…”

“¿Quién habrá desterrado del mundo la idea de los ángeles cuando yo sigo sintiéndolos a mi alrededor?”
C. N.

“¿Qué se puede hacer con el amor cuando llega a ese punto de impotencia, de desesperanza y obcecación malsana?”

I

Escribí sobre Blur –la crema borradora de LʼOréal Paris– y el borramiento de estos tiempos sobre la arruga más profunda: el lenguaje. No obstante, busco cómo maquillarla, aunque sé de la imposibilidad de mi prisa. Hay una imagen a la que no me puedo aproximar y que no es precisamente la del espejo: es la de la sintaxis. Ese otro espejo del escritor.

Cuando veo en YouTube, en Facebook, en Instagram, a los seguidores de los jóvenes actores siento celos. No un celo pasional, sino un celo profesional por todos aquellos que fueron seguidos por esa poderosa hormiga de la escritura con su hilera de migajas, y que no tuvieron seguidores. Porque, “ni Sócrates ni Cristo escribieron ni una sola línea y fíjense… en cambio otros, cuantos más libros publican, más desconocidos resultan: esa es la conspiración de la historia.”

No envidio a esos seguidores en un tiempo donde nadie tiene un libro entre las manos ya. Pero, cuando un actor coreano como Lee Min-ho dice, en una entrevista, que quiere escapar de ser “el ángel azul”, pienso en la necesidad de ángeles que tenemos desde que nos cantaron al oído en la cuna y, que, después, nos olvidaron. Y en la necesidad de libros que no se leen donde el ángel de la corrupción de Yukio Mishima está parado –sin olvidar al ángel de Rilke– en la punta de un alfiler, vigilándonos.

Le diría a Minoz, cómo las viejas brujas que esperan redimir sus vidas al límite de sus fuerzas, esperándolo en un quicio antes de entrar a un concierto para que les firme un autógrafo (el último autógrafo de sus vidas tal vez, dándole unos wones a cambio de ese gesto); le diría, repito, que: no solo las niñas, o las jovencitas que lo miman con flores y dulces necesitan muñecas, ángeles y caballos blancos. Porque, se han roto los hechizos y las palabras se han desmoronado, cayendo por las grietas del secreto borrador artificial: las imágenes que son, una crema borradora de la memoria.

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Y ese caballo blanco en medio de un páramo es tan necesario como lo fueron los cuentos de hadas en nuestra niñez. Necesitamos cuentos otra vez en la vejez para la imaginación que falta: ¡una nuez, busco una nuez! como si fuera el santo grial –aquella que pende al centro de su cuello y lo atraganta al moverla, inclinando un deseo que tan bien captó Man Ray con su cámara–. No hay nada más sensual, pienso, que esa nuez que me hace pensar en la juventud, en la belleza, y en los cuentos con caballos blancos.

Cuando la balanza del presente se desestabiliza con una llamada “cultura de consenso”, porque: “la cultura de consenso se ha colado silenciosamente en nuestras vidas […] han desaparecido […] el individuo, la imaginación, la sinceridad, la intuición, la polémica, los gestos artísticos subversivos […] la autenticidad, la robustez, la rebeldía, la aceptación del riesgo personal” (D. U.) Cuando vamos necesitando todas estas cosas cada vez más por agotamiento de las mismas, por desperdigamiento, sin concentrarnos en algo específico –en un mundo cada vez menos heterogéneo–, un hombre salta de su caballo y nos conmociona, porque queremos ángeles.

Ser perfectibles para ser aceptados es muy agotador. Y exponer lo que son, o no son, los músculos, las narices –y las nueces–, modulando las formas de una voz frente a la pantalla debe ser aterrador. Estar al alcance de una pantalla táctil que nos acerca y nos aleja a la vez, monstruoso. Para el que se proyecta y para los que vemos la proyección del otro lado, pasivamente detenidos a la espera de algo imposible, dejándonos vencer por el tedio: sin actuar, solo mirando lo que no podemos ser o tener.

Un actor de treinta y cinco años, alto, delgado, con ojos rasgados, y una voz melosa y grave a la vez, está al alcance de los dedos: lejos, lejos, lejos, y esa impotencia de cercanía y distancia al mismo tiempo –espacial, temporal, sintáctica– ¡me va a matar! No puedo explicarles a los amigos de qué mal padezco: un mal tecnológico, un mal de futuridad; un mal de lo efímero en ese simulacro de mandala que hago al pretender entrar en lo actual: una pantalla donde todo se reduce junto con la reducción de nuestras cabezas. Aunque, cuando se trata de la distancia y del tiempo, no existe la fragilidad de la futuridad, porque no son categorías ni momentos reversibles. Se trata solo de una barrera de vidrio que nos separa de la verdad.

La verdad de esa ingenuidad reconocida que se esconde tras una maldad desmedida. De una guerra que se provoca a cada momento entre lo real y lo irreal; entre lo que pretendemos ser y lo que digerimos por ser; entre la potencia de los medios contra la impotencia de la razón para calcular bien contra qué podemos actuar y contra qué no podemos ya: esas malditas ilusiones de cristal y sus reflejos que nos llevan a un hedonismo exacerbado y que no nos dejan dormir, y de las que dependemos a toda hora, agradecidos. Por eso, cuando a mi parque temático favorito, entra el ángel Minoz, que me desconcierta con el parecido que tiene con aquel novio que nunca lo fue, sospecho que los primeros amores se reivindican cuando no nos queda tiempo para revivirlos.

Entonces, lo efímero es lo único que prevalece algún tiempo –como esa ligereza a la que se refiere Gilles Lipovetsky–, y por eso prefiero soñar que vuelo sin volar. Recluirme en la pantalla como si fuera la vida real –no la ilusión– y al salir de ella, llorar. Porque no puedo ser un personaje: no puedo trastocar a los seres de la pantalla por mi vida real. Y, en una vida casi a término, decapitada de más posibilidades que no llegarán ¿cómo posponer esta impaciencia? ¿Cómo soñar las líneas que dividen esos tiempos que no se pueden cabalgar sobre un alado caballo blanco y su príncipe?

“Extensa fisura que para el nombre moderno se ha abierto entre el yo y la vida”, dice Claudio Magris. No es que esto no haya ocurrido en épocas anteriores para luchar de cualquier manera contra la muerte: fue la lucha de Cavafis cuando escribió sobre la vejez; la lucha de Safo por el amor, fragmentada; la lucha de Canetti escribiendo por veinticinco años Masa y poder, un libro contra la muerte.

Solo que ahora ocurre con mucha más crueldad, porque el nivel de aspiraciones se ha elevado con la longevidad y con la idea de que vivimos en los tiempos del Blur: la varita mágica para borrar el pasado, el deterioro, la vejez, y poder llegar a un presente continuo a través de las múltiples pantallas donde nos espera la imagen de un príncipe que jamás podremos tocar.

Comprendo también por qué el ángel se ha cansado de actuar, y ya no puede seguir sosteniéndonos en equilibrio precario desde la punta de un alfiler ni demandando la atención de tantas necesidades de nuestros pobres y reducidos espíritus. ¿Volverá a orinar en la punta de un alfiler? Será su apuesta. ¿Nos sacará del letargo en el que nos encontramos? ¿Volveremos a ser visibles y autónomos? ¿Cuánto tiempo podrá sostenerse impoluto sobre su caballo?

II

Cuando leí De la ligereza, supe que esa ligereza (aparente) del ángel, estaba apoyándose en un material pesado y obsoleto, no en los bits que están sustituyendo a la realidad física, a los átomos. Por eso, cuando vi las imágenes del actor coreano en un aeropuerto atestado de fans entre pancartas que no lo dejaban avanzar, con su rostro multiplicado cientos de veces dentro de ellas, ahogándolo, supe cómo el ángel estaba amparado por esa multitud por algo más allá de su volatibilidad, incluso; más allá de su visibilidad aparente, y de su materia. Y por qué ese ángel se protegía del resplandor y de nosotros con espejuelos oscuros: de la cegadora masa de Canetti; de la demoledora realidad de los necesitados de afecto y atención.

Si no me esforzara más –con menos posibilidades y más restricciones del cuerpo y de la mente para buscar otros rumbos–, me quedaría viviendo una vida que no me tocó y me dan, cómodamente. Una vida que me trajeron sin pedirla. Si no fuera porque se acaban los K-dramas, no tendría para dónde coger. Adicta a ellos ya –peor aún a la adicción de una vida que no tuve ni tengo–: vicarial.

Lastrada por una sintaxis que no se adapta rápido a los cambios, y porque no hablo coreano (y en avión sería casi un vuelo prácticamente imposible a esta edad). Si no fuera por la dificultad de hallar alguna comunicación en la ancianidad que no es la tarea que corresponde a esta etapa de la vida –según cree la mayoría– dando brazadas cada vez más torpes en una poceta invisible, sino: “vaya a darle la comida a los gatos”, “vaya a cuidar a los nietos”, “váyase a la cocina a fregar platos”, o “váyase a rezar”, me podría revelar, pero ¿de qué serviría?

Admiro cómo Marguerite Yourcenar se enamoró del joven fotógrafo americano Jerry Wilson –él con treinta y un años, ella con ochenta–, y cómo le dedica el relato “Un hombre oscuro” en 1982. Así como Colette se casó a los sesenta y dos años con Maurice Goudeket, que luego escribiera una magnífica novela sobre ella, Junto a Colette, que leí hace muchos años. Cómo Isak Dinesen se enamoró de Thorkild Bjørnvig, tardíamente, y él escribió sobre la relación con la baronesa en The Pact. Cómo Duras se enamoró de Yann Andrea a los ochenta y un años, y escribió “Ojos azules pelo negro”: “Se trata de un amor perdido. Perdido en el sentido de perdición”, escribe Duras: porque ella le recuerda al hombre que él quiso. Tal vez, porque el amor permite todo tipo de superposiciones.

Un amigo me dice que estoy loca de remate, cuando le hablo del actor coreano y cree que es solo una ilusión de “vieja verde” lo que tengo: “viejaverdismo”. Pero lo refuto: ningún Blur puede borrar el deseo a ninguna edad, lamento que solo al llegar a ella podrán comprenderlo. También comprendo la diferencia insalvable que más que por las edades atenta contra los encuentros: los desniveles de jerarquía social y económica, porque ellas tenían además del talento, el dinero que yo no tengo.

III

Aquel cintillo era de piedras color fresa, baratas. Me lo ponía para asomarme a la ventana y ver a Domingo, enfrente. Domingo era uno de los hijos de la familia rica de médicos –rica en la medida de nuestra pobreza– que vivía en la casa rosada justo frente a la mía, pero un piso por debajo. Creo que, ese ángel que ahora persigo en las pantallas de Instagram con millones de fans, se parecía a él. Fue mi primer amor, imposible, claro. Bueno, casi todos lo fueron.

Aquel cintillo fresa lo compré en una quincalla que, por entonces, me parecía de las mejores tiendas del mundo. La quincalla de las tres viejitas de Manrique donde encontrabas de todo: vasos labrados, pantalones a rayas, jabones de marcas falsas, colonias baratas. El blusón –como lo llamábamos, con flecos largos hasta el dobladillo– lo hizo mi madre de una manta azul petróleo que resultó ser, luego, mi color preferido. Lo usé hasta el desgaste de aquel amor que nunca fue, y de la adolescencia. No combinaban, el blusón y el cintillo, pero me creía capaz de seducirlo desde el segundo piso, cuando me arrodillaba en el sofá con los muelles vencidos que daba a la ventana de la sala, justo en el hueco del nilón verde, y donde me sentía alta y hasta bonita a esa distancia.

Canutillos y flecos, mala combinación para enamorarnos. Él tenía una vida fantástica, de lujos, mujeres, autos deportivos, y se hizo mi novio “de mentirita”. Después, me lo dijo. Por eso me hice novia de su hermano: del pianista que tampoco me quiso. Ahora que “las citas del Ulises de Joyce están en las tazas del desayuno del café, la célebre fuente de Duchamp en una camiseta”, pienso que aquel cintillo que me coronaba como a una reina falsa, también podría estar como souvenir de alguna quincalla.

Porque “el mercado nos ha convertido, con nuestro consentimiento, en una chusma educada que adora el arte… (la literatura, la pintura, el cine, la música) es nuestro parque temático favorito.” (D.U.) Por eso, tal vez, me ha convertido en una artista que ve series coreanas que le recuerdan, en su vejez, a quienes nunca la quisieron. “Sentirse ex en general –ha dicho C. M.–, es un estado de ánimo del hombre moderno.”

Por eso, a mi parque temático favorito, entra el ángel Minoz montado en su caballo blanco, y me desconcierta con el parecido que tiene con aquel novio que nunca lo fue. Los primeros amores se reivindican, repito, cuando no queda tiempo para sobrevivirlos ya. ¿Por qué me gustaron los ojos achinados? ¿Los hombres atractivos y arrogantes que no me miraban ni querían? Ese complejo proviene de ahí, seguramente: del no haber sido amada aquella vez, y de mi colección de ex.

Muchos años después, DM me recogió para pasar bajo puente hasta su casa en NJ. Ya estaba arrugado con un bigote espeso y canoso. Supuse que, en el ángel Minoz, resucitaron aquellos falsos novios; aquellos incumplidos deseos: el olor de una piel que aún tengo en la nariz. La belleza convulsiva de la Nadja de Breton que marcó mi juventud, pues: “la belleza, será convulsiva o no será”.

IV

Termino de leer La edad de la piel de Dubravka Ugrešić. Son ensayos que tratan sobre el mercado que va corrompiendo todo aquello que creíamos sagrado; recuerdos de los balnearios de las termas romanas llevadas a otros contextos como: Igalo, Durvar, Baden-Baden, Karlovy Bari donde “el patriotismo termina donde empieza el balneario” –dice–, porque todos buscan el más barato, aunque pertenezcan ya a otra región en la nueva geopolítica.

Lo mismo hago cuando traspaso un enamoramiento antiguo hacia otro virtual ahora, es fácil. Es más barato y más cómodo soportar el peso de la imposibilidad. Vivimos transportándolo todo como las hormigas que trabajan con su carga encima para sobrevivir. Es esa, nuestra sobrevivencia afectiva, la que los medios nos hacen consumir y luego, venden. Yo consumo aquel deseo que tuve sin cumplimiento, vendiéndoselo ahora a ustedes como una revendedora. Lo interesante es cómo sobrevive una energía a pesar de todo, porque la energía no se puede consumir, o porque como reza aquel cuento: “¿Qué has visto? / No hay fondo”. El fondo sigue incólume.

Otro amigo me cuenta por chat –cuando le hablo de ese mundo coreano que ahora tanto me interesa– que la señora que limpiaba su casa durante treinta años, y que acaba de morir, también veía series coreanas y que él nunca supo el porqué de esta pasión, su misterio. Le desvié la conversación diciéndole “que yo veía solo películas” por miedo a que me emparentara con aquella mucama suya. Entonces, escribí un poema más que ligerito:

Oscura como una nuez

                                    para Deysi

Murió viendo series coreanas –dijo–
después de fregar los pisos,
las persianas.
Veía aquellos cuerpos lisos
–depilados de nacimiento–
“conocía el cuello y los hombros del otro,
la cabeza y los pies…”
y se reconfortaba con sus clavículas
sobresalientes, pero, sobre todo,
con la nuez.
La nuez fue todo un descubrimiento para ella.
Subir y bajar por el tragante de la garganta
hasta atorarse allí.
La fuerza de un cuerpo incapaz de encararse
como cuerpo entero o realidad,
residía en la garganta:
aunque por treinta años no lo supo
y vivió aquella vida ajena,
desgañitándose
sin chistar:
una vida prestada.
¿Falsa?

¿En qué nos emparentamos la señora
que limpiaba los pisos y yo,
si después de todas las lecturas que tengo
¿hago lo mismo que ella?
Veo a los muchachos avanzar
entre los cristales de los aeropuertos
con sus maletas caras,
subiendo cerquillos oscuros
con las gafas Tom Ford
en un gesto predestinado a gustar
(hasta ahora ella desconocía esa marca
y aquel gesto
que la hacía temblar)
mientras poco a poco,
escucha sus voces en idioma desconocido,
e intenta aprenderlo cantando:
“Song por you”
–repite el video una y otra vez–
y llora por lo que no será.
¿Algo debe ocurrir para que sea?.
me pregunto, cuando dobla la página,
y se ajusta los zapatos
con el mismo rigor que ella
doblaba cada amanecer
las sábanas.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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