Presentación
Durante los primeros años de la década del dos mil, en La Habana, se publicó la revista de literatura Azoteas, la cual venía acompañada de un dosier –independiente del cuerpo de la revista y en forma de libro–. Su intención era dar a conocer temas y autores de otras lenguas, con énfasis en la traducción, que estaban en el interés de los lectores y, en no pocos casos, algunos de ellos aún inéditos en español. Me interesa volver a presentar una muestra de mis traducciones de “Las enfermedades mortales en la literatura”, el primer dosier, publicado en el 2006, por Azoteas. En este caso, presentamos dos textos sobre impronta de la sífilis en la tradición literaria francesa.
Hubert Juin: El precio de la sífilis. Hermanos Goncourt
En 1870 en casa de la princesa Mathilde, en Saint-Gratien, Chesneau, quien es crítico de arte, se cruza en los pasillos con Jules de Goncourt. Este parece alucinado, perturbado, está a punto de llorar. Familiarizado con el castillo (la princesa hospeda a menudo a los hermanos Goncourt en el pabellón de Catinat), Jules se siente desorientado. Es necesario que su compañero lo tome por el brazo y lo conduzca al comedor cuyo camino ¡perdió! Imagen terrible para un hombre de 38 años, que va a morir en poco tiempo, desorientado y asustado. Algunos meses antes, cuando hubo otra estancia en Saint-Gratien, parecía que Jules no conseguiría ya controlarse. La princesa Mathilde haciendo delante de él un panegírico sobre el libro de Franck, el historiador, Jules se exaspera: “¡Y bien princesa, hágase judía!” –e, inmediatamente, se puso a llorar en las piernas de su amiga.
Hay cosas que no convienen decir. Cada época tiene su perífrasis, y la nuestra maneja fácilmente “la larga y dolorosa enfermedad”. Desde entonces, se le atribuirá el estado de Jules al agotamiento intelectual. La verdad es más simple y atroz: parálisis general progresiva. O incluso más: resultado de una sífilis contraída no se sabe dónde. Es verdad que los dos hermanos, Edmond y Jules, son dos grandes nerviosos. Hipersensibles, permanecen en las márgenes, huyen del mundo frecuentándolo, se acostumbran a un régimen desastroso. Jules Levallois, secretario de Sainte-Beuve, le dirá a George Sand que los encuentra “misteriosos”. Y Sand: “¿Misteriosos?, diga usted ocultos”; es la palabra exacta.
Ellos dos formaban un solo escritor. Como escribe Remy de Gourmont: “Ese trabajo hecho únicamente por dos cerebros es un misterio que todavía nadie ha penetrado”. Y el autor de Promenades littéraires y de la Sixtine agrega: “Jules escribió, prodigiosamente, sabía escribir. Edmond podaba, cosía; pero coser, en este oficio, es más que juntar pedazos, es realizar al mismo tiempo el dibujo de detalle y la armonía general de la obra”. De hecho, Edmond era el organizador: establecía el catastro, situaba las bases, acumulaba los documentos, rellenaba los huecos de la obra. Jules, encontraba el “epíteto raro”, lo hacía brillar, lanzaba frases animadas, redactaba los períodos heroicos. Fue el inventor de la “escritura artística”, de la que Edmond hizo la teoría. Jules amaba los objetos raros, por su belleza y por la vida sentimental que proponían: era un amateur, de los caprichos y la espontaneidad. Edmond era amante de los bibelots: tenía manías de coleccionista: amontonaba antiguas baratijas descritas –con esmero– en ese catálogo delirante y fascinante (biblia del mal gusto, si se quiere, pero catecismo de la acumulación ciega) que son los dos tomos de La maison d’un artiste. Edmond apenas está informado del arte japonés e inventa un Japón en pleno delirio y añade a Hokusai la pacotilla de la Puerta de Clignancourt: produce, en su desván de Auteuil, esas borlas de seda indispensable en la Belle-Époque: la “japonería”… Jules tiene gusto, talento, un buen trazo de diseñador y grabador. Tiene encanto: las damas lo notan. Pero trabaja por intervalos, con indolencias y desapego de un esteta. Edmond es un trabajador esforzado, un poco tozudo, con una voluntad muy laica (no era un firme republicano): es Bouvard y Pécuchet. Edmond era desenvuelto a los 16 años, y experimentado para todo lo bueno (o casi). Sin embargo, la historia no es nada divertida…
A los dieciséis años Edmond se enamora, en Bar-le-Duc, de la esposa de un abogado. Aunque casada luego de solo tres meses, la joven no es insensible a los intentos de acercamiento. ¡Ay! una cuñada que hace de chaperona le impide a los enamorados culminar su romance. Despechado, Edmond regresa al colegio Bourbon en París y sucumbe ante los supuestos encantos de una cierta señora Charles –quien le hizo perder la virginidad–. He ahí la imagen que de ello conservaba Edmond, y que, sin dudas, fue un talismán y un exorcismo para todas las futuras relaciones: “Una criatura a la que le repugnara por siempre jamás el amor físico, una pequeña mujer, un torso romboidal, que terminaba en dos pequeños brazos, con dos pequeñas piernas y, sobre la cama, le hacían parecer un cangrejo vuelto de espalda”.
A Jules le iba mejor con sus experiencias y, si ya es imposible disponer de una lista de sus conquistas, se puede al menos conocer algo: una llamada D… (no sabemos a quién pertenece esta inicial) que fue bailarina en las Folie-Dramatiques, una veneciana de la que conservaba un pedacito de cinta de color rosa, una María que vivía en la calle Saint-Georges, una mujer casada que conoció en Trouville, además de la bella Anna Deslions, que había sido prostituta antes de tener gran éxito en sociedad y en las fortunas del Segundo Imperio. Se le había apodado María Antonieta, y Ernesto, el maître del Café Anglais inventó para ella una manera de disponer las papas (las papas Anna, que todavía hoy se preparan). En 1857, Anna Deslions, que era una cortesana debutante, residía en el mismo edificio, en Saint-Georges, igual que los dos hermanos. Se ha murmurado que al igual que la princesa Mathilde (aquella era, en su género, una mujer muy poco recatada)… ¡En pocas palabras! la última hasta la fecha será una nombrada María, matrona: “Una mujer gruesa, de cabello rubio, erizado y encrespado alrededor de la frente, ojos de una dulzura singular, y buen rostro carnoso, con la amplitud y majestuosidad de una joven de Rubens”. Los contemporáneos creyeron que Jules no había tenido, en su vida, más que esta única relación. De este modo Remy de Gourmont, anota: “En el momento en que se da a la luz pública el Journal, Jules tiene una amante, y cuando muere, dieciocho años más tarde, sigue siendo fiel a la misma costumbre”… ¡Bueno! no precisamente. No existe Mme. Charles en la vida de Jules, sino que hay algo más grave aún: ¡el pálido treponema, ese mal del siglo!
Vemos a Edmond y Jules, Madame Charles y la enfermedad que contribuye, ocupados en forjar una imagen de la mujer –imagen hecha de puntos– desesperada y negra: “En el fondo, la mujer, lo veo por todas partes, se ocupa solamente del hombre y de la humanidad del hombre. Las mujeres son: un par de alas en torno al falo”. O bien: “Las mujeres nunca concuerdan con usted. Siempre vienen cuando ustedes se aferran a sus reglas”. Ellos se aprovechan de una palabra de Alphonse Daudet (una honorable víctima del “¡mal del siglo!”) diciendo “no hay más que dos clases de mujeres: 1º aquellas que no pueden resistir un beso en la boca y se indignan cuando le ponen la mano en el culo – 2º aquellas que solo sucumben por lo bajo. La dificultad, agregaba, estaba en no equivocarse”… Ellos habían en conjunto “inventado” el siglo XVIII y descubierto el libertinaje. Alejados de las mujeres, hacen sin embargo de la Mujer el único tema de sus escritos. Jules incluye la enfermedad vergonzosa en sus novelas solo a través de su hermano, publica –pero lo hace como lo no dicho (lo inconfesable)– esta otra novela que es el Journal. No hay que olvidar que fue el redactor de los cuatro primeros tomos de ese monumento, Edmond lo remplaza en los seis últimos.
Claude Quétel: Léon Daudet. Sifilíticos de padre a hijo
Daudet, que ridiculizó de una manera tan cruel los caprichos y las locuras de grandes médicos y se burló de los pequeños animales de Pasteur, creía apasionadamente en otro pequeño animal: el pálido treponema de la sífilis. Llegó a acreditar incluso el mito de la heredosífilis a través del cual se trasmite, por herencia, el treponema.
Es necesario decir que se extendió, por todas partes, esta terrible sífilis, a principios del siglo XX. Léon Daudet narra que, en el hospital militar donde pasó su servicio militar, no se distinguía al pie de las camas más que tres modelos de letreros: heridos, febriles y venéreos. Perfectamente definida, desde su aparición en Europa a fines del siglo XV, combatida sin cesar por los poderes públicos, la sífilis pertenece en la segunda mitad del siglo XIX a la gran trilogía de flagelos sociales, junto con el alcoholismo y la tuberculosis. Pero la detección por Fournier, a comienzos de la III República, y la relación causal entre sífilis y parálisis general –además de la modernización a partir de esta época de una política más severa de profilaxis de las enfermedades venéreas y del descubrimiento en 1905 del agente patógeno de la sífilis por Schaudinn y Hoffmann– trajeron a los albores del siglo XX una sensibilización extrema del mundo médico y de los poderes públicos que, la Gran Guerra y un recrudecimiento simultáneo de las enfermedades venéreas, aún van a agudizar. No es por casualidad que las dos entreguerras y luego el régimen de Vichy fueran, en aquel momento, los niveles más altos de la profilaxis antisifilítica, ante el brutal decrecimiento que había comenzado con la Liberación.
Ahora bien, hoy la sífilis subsiste y permanece como una enfermedad grave, ¿por qué entonces siendo mal investigada, debe tenerse en cuenta una heredosífilis, de la cual solamente se retienen ciertos casos de sífilis congénita? En la época de Daudet nada de esto tenía sentido. Creer en una, es creer en la otra, y la sífilis constituye un peligro social que amenaza la raza, no solo en la persona sifilítica o aquellos a quienes puede contaminar directamente, sino también por su descendencia. Es con ese título que la sífilis ha sido durante más de sesenta años (1880-1945) el factor primordial, es decir, único en la modificación patológica de los tejidos. Freud en sus Trois essais sur la théorie de la sexualité escribió: “en más de la mitad de los enfermos que he tratado por histeria grave, neurosis obsesiva, etc., he constatado una sífilis en el padre, reconocida y atendida con anterioridad al matrimonio”. Pero también hay que atribuirle a la herencia sifilítica otras tantas taras morales, el onanismo en los instintos criminales, sin hablar de múltiples taras físicas cuando la heredo (se le llama así para usar un recurso amplio y cargado de implicaciones) no ha tenido la oportunidad de morir al nacer o en edad temprana –lo que ocurre a menudo, tan frecuentemente como el aborto sifilítico del cual los desastrosos gráficos nos dejan hoy perplejos.
Uno de los apóstoles (por no decir el Mesías) de la heredosífilis ha sido el profesor Alfred Fournier, además de gran maestro de la sífilis ordinaria y promotor de la profilaxis antivenérea, había, igualmente, identificado la relación entre sífilis y parálisis general (estado terciario de la sífilis). Ahora bien, Léon Daudet tiene por Alfred Fournier y su hijo Edmond una admiración muy grande al punto que sus tesis coinciden completamente con las que profesa sobre la herencia en general. “Afirmo sin miedo a equivocarme, escribe él, que los trabajos de aquellos investigadores sobre la sífilis hereditaria constituyen el más extenso campo actualmente abierto al análisis crítico, dentro del dominio literario, en las esferas artísticas, históricas y filosóficas, así como médicas. En mi opinión ese padre y ese hijo […] han dado a la humanidad una de sus más importantes y poderosas llaves” (Devant la douleur).
La intensa propaganda antisifilítica, tanto como la sifilofobia, que reina durante la III República, paradójicamente indujeron a una curiosa teoría: en casos excepcionales, la decadencia intelectual y la modificación de los tejidos de orden patológico, pueden ceder el lugar por un tiempo al genio creador… Considerando que la parálisis general pudiese revestir a veces una forma expansiva, algunos médicos no vacilaron en dar el paso: el treponema pudiera en algunos casos mejorar “no solo cuantitativamente sino cualitativamente la inteligencia, es decir, crear el genio” (V. Parant). La palabra había quedado rezagada y algunos autores, de los cuales se distingue mal la parte –improbable, además de la broma–, llegaron incluso a estimar, en los años treinta, que uno podría obtener a voluntad el genio ¡dominando el treponema!
Daudet, Daudet el escéptico, va casi tan lejos, y con un entusiasmo que solo posen los aficionados a las grandes tonterías: “Una veces excitando y estimulando, otras veces adormeciendo y paralizando, horadando y trabajando las células de la médula espinal, al igual que aquellas del cerebro, dueño de congestiones, manías, hemorragias, grandes descubrimientos y esclerosis, el treponema hereditario, reforzado por el cruzamiento entre familias sifilíticas, jugó, juega, un papel comparable a aquel del destino de la Antigüedad. Es el personaje, invisible pero presente, que mueve a los románticos y a los desequilibrados, a los aberrados de aspecto sublime, a los revolucionarios pedantes o violentos. Es el fermento que hace que crezca la masa algo gruesa de la sangre del campesino obstinado y la afina en dos generaciones. Del hijo de una sirviente hace un gran poeta, de un pequeño burgués apacible un sátiro, de un comerciante un metafísico, de un marino un astrónomo o un conquistador. Una época como el siglo XVI, con sus esplendores y sus infamias, su bravura, su frenesí amoroso, su expansión formidable, se manifiesta ante el observador informado como una incursión del treponema en la élite o en las masas populares como zarabanda de heredos. Desde la primera línea de su famosa dedicatoria, Rabelais había visto, seguramente, con su verbo fulgurante, su perpetuo crecimiento de violentas y brillantes imágenes. La mayor parte de las modificaciones patológicas, la mayoría de los males atribuidos al alcoholismo son imputables a esa espiroqueta, de una agilidad, de una ductilidad, de una penetración, de una congenialidad, si se pude decir, aún misteriosa”. (Devant la douleur)
Desde luego, la literatura tiene sus heredos que Daudet caracteriza así: demasiadas palabras para tan pocas ideas. Con la mala fe que distingue al polemista, toma como por azar el ejemplo de la escuela romántica que detesta y que “con su exageración, su torbellino de imágenes y sus digresiones de filosofía barata, son los heredos agrupados por una elección. Se atraen unos a otros con esa propensión natural que tienen los anormales en reunirse”. (Devant la douleur) “Ruego”, añade imperturbablemente Daudet, “que no se vea ahí ninguna blasfemia, ni ninguna burla de mal gusto. Estamos dentro del campo de la fría constatación, nada más.”
Al final de semejante discurso, uno debe lógicamente preguntarse si Léon Daudet “pertenecía” no tanto al cambio literario (claro que no romántico) sino más bien al cambio político. Nada es menos seguro, y en todo caso no murió de parálisis general, en estado terciario y último de la terrible sífilis, a la manera de Maupassant, de un Goncourt y muchos otros, anónimos o ilustres. Por el contrario, su padre, Alphonse Daudet, había muerto después de haber –durante mucho tiempo y atrozmente– sufrido de una parálisis general de origen sifilítico. Por otra parte, se ha dicho (con desprecio: “se ha dicho”) que su hijo Philippe quien, se suicidó en condiciones fuertemente misteriosas, era por su fragilidad, sus fugas, su nerviosismo, el tipo del heredo. Para terminar, Léon Daudet cayó no solo dentro del mito de la heredosífilis sino también dentro de su diagnóstico, por lo menos virtual. Si ignoró las reticencias hereditarias sobre su hijo fue porque quiso, pero no desconoció ni negó la enfermedad de un padre que adoraba y que a menudo había acompañado en sus curas termales a Lamalou-les-Bains. Lo que lleva a formular otra pregunta, tan sutil como la primera: ¿Léon Daudet, que creía tanto en la heredosífilis, se creyó un heredo debido a su ascendencia paternal? No sabemos porque su inspiración nunca llegó a ser blanco de sí mismo. Que Léon se haya creído heredo ha sido no obstante la menor de las cosas. Apostemos que, si ese fuera el caso, fue entonces porque encontró primero el treponema del genio antes que el de la degeneración patológica.