Canetti en el Mont Ventoux 1957

Lo más extraño de Los emplazados, la última de las tres piezas teatrales que escribiera Canetti, es que cada personaje conoce su fecha de muerte desde el mismo inicio (se la atan al cuello el día que nace). Lo menos, que ese hecho bizarre, inédito, guiñolesco, contrahumano, apenas genere en los personajes de esta distopía alguna pregunta. Todos aceptan desde el inicio el tiempo asignado sin apenas levantar la voz…

Todos admiten, desde el principio, su “emplazamiento”.

Y digo extraño porque si algo afecta al mundo Canetti, es precisamente su obsesión por la pregunta. La pregunta por la muerte y la pregunta por el poder, por la violencia, las mutas y el sacrificio que la entrecruzan. Sacrificio que en este volumen, el de sus ensayos, entrevistas y teatro (Obra completa V: La conciencia de las palabras, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012), tomará forma en sus magistrales textos sobre Karl Kraus, ese chivo expiatorio de la Viena de su tiempo, y en sus múltiples apreciaciones sobre Broch, tanto literarias como humanas, en su ya clásico ensayo sobre Kafka, el primero que revelaría a un Kafka íntimo (un tísico autohumillado que gustaba de compararse con un perro y escribirle a Felice), y en su no del todo atendido “Diálogo con el interlocutor cruel”, uno de los mejores ensayos que se han escrito sobre la importancia de los diarios en la literatura, sobre el lugar que deberían ocupar y –aunque se ha avanzado un trecho– aún no ocupan.

¿No es desde hace algunos años ya la entrevista, como género y desterritorialización,  una de las formas modernas del ensayo, de la reflexión más compleja que se pueda hacer sobre o con un autor, tal como demuestran Hubert Fichte, Claire Parnet, Krista Fleischmann, Boris Bockris y Leila Guerriero, entre otros?

Uno de los mejores aciertos de este volumen de Canetti es precisamente el de haber hecho una buena selección de sus entrevistas (recordemos que el tomo I de estas Obras completas se inicia precisamente con otra conversación, la que sostuvo con Adorno a propósito de Masa y poder, ese libro que tan perplejo dejó al filósofo de la escuela de Frankfurt), de esos encuentros donde el autor de “Hitler según Speer” amplía, matiza, discute y sintetiza zonas que en sus libros no quedan del todo claras, ni siquiera para conocedores o expertos en la materia.

Oscuridad esencial, sin dudas, cara al austriaco-búlgaro-sefardí (los por cientos genealógicos nunca fueron en él una prioridad) quien hizo de conceptos como “el sobreviviente”, “la máscara acústica”, “la idea primordial”, “el aguijón” o “la paranoia” la base que junto a su peculiar charme dʼecriture debían sustentar libros tan intensos como El testigo oidor, Auto de fe o su magistral autobiografía. Una autobiografía, sabemos gracias a Hanuschek, su biógrafo, que Canetti distorsionó (¿falsificó?) para quedar, al igual que el Gengis Kan de su Masa y poder, como el que, más allá de intrigas y odios, aún seguía ostentando el poder, “el invicto”.

¿No es precisamente este uno de los rasgos de todo escritor contemporáneo –y Canetti sin dudas era más contemporáneo que muchos que empiezan a escribir ahora mismo–, la ficcionalización extrema de la propia vida, la ficcionalización desmesurada, sin cortapisas, sin verdad, sin límites, extrema?

Canetti, que comenzó escribiendo una farsa como La boda (1932), una pieza donde diferentes monstruos-inquilinos van construyendo su propia vida a la vez que se celebra en el apartamento de uno de ellos una fiesta de matrimonio, y terminó prohibiendo la publicación de sus diarios hasta 2024, cuando se supone ya no exista nadie que pueda ser afectado por la violencia que contienen, comprendería rápidamente de qué estamos hablando: la ficción es poder: la ficción es el único poder. Fuera de ella no existe nada, ni siquiera la vida propia, por mucho que les duela a perversos o moralistas.

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Y para que exista el poder nada como eso que llamamos el secreto. El secreto de escribir y el secreto de pensar, como diría musicalmente Thomas Bernhard, otro que intentó separar lo sórdido-vida de lo sórdido-obra, aunque sus cartas, treinta años después, lo hayan irónicamente desmentido.

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