Pierre Michon
‘Alarico, rey godo’, Jusepe Leonardo, 1635, Museo del Prado.

La narrativa francesa contemporánea es, en su conjunto, más bien decepcionante: una larga procesión de artesanos competentes o personajes inexplicablemente sobreestimados: el vacuo Laurent Binet, por ejemplo, diligente productor de esa curiosa entelequia que algunos críticos llaman (aparentemente sin ironía) “el best-seller culto”;[1] Echenoz, minimalista especializado, como diría Borges, “en la minuciosa anécdota pointless”; Houellebecq, algo superior a la media, pero tampoco como para entusiasmarse demasiado. En fin, diversos epígonos de George Perec (otra inexplicable superstición parisina), clones del Oulipo[2] y otros que dicen admirar a Blanchot, Bataille y Beckett, pero no parecen haber leído una sola página de esos autores ilustres.

No hay que pensar, sin embargo, que no existe ningún narrador importante pues, en rigor de verdad, hay al menos dos grandes artistas verbales que han elaborado un corpus narrativo de primer orden: me refiero a Pascal Quignard y Pierre Michon. Quignard, ebrio de música y filosofía, compone tanto densos tratados sobre las metamorfosis de estas disciplinas en el mundo clásico como deslumbrantes relatos que también suelen girar en torno a estas obsesiones; Michon, mucho más libresco (y acaso, como muchos fanáticos de la forma, refractario a todo discurso filosófico), sólo se interesa por la calidad de su prosa, probablemente la más refinada de su generación. No obstante, suponer que semejante indiferencia por Platón y sus epígonos[3] sólo denota la pereza o inopia conceptual del narrador sería ostensiblemente inexacto: por el contrario, Michon tiene opiniones contundentes sobre casi cualquier cosa, pero para este hombre –fascinado por el lenguaje y todas las pompas del lenguaje– todo esfuerzo narrativo debe subordinarse a un interés preponderante: la supremacía del estilo.

Ahora bien, esto no limita en modo alguno la complejidad de sus libros: más allá de esta innegable obsesión con la música de las palabras, el escritor francés es un artista proteico e inclasificable capaz de pergeñar un relato en torno a temas tan disímiles como el destino de un cuadro imaginario, la vida de Rimbaud, la arquitectura medieval e incluso las tribulaciones de un músico del siglo V en su maravillosa novela corta El emperador de Occidente.

Se trata, como en otros volúmenes de Michon, de una biografía imaginaria, un texto regido por un sistemático principio de incertidumbre sobre los hechos narrados: en este caso, la vida de un intérprete virtuoso de la lira[4] en las décadas postreras del Imperio Romano de Occidente. Desde el inicio, el lector intuye que debe desconfiar del narrador, un hombre empeñado en contar una historia que lo involucra pero que, en rigor de verdad, no le pertenece: como en algunos textos de Conrad o Thomas Bernhard,[5] un hombre narra una historia que otro le ha contado, y este narrador secundario –por así llamarlo– tampoco está demasiado seguro –pese a ser el indudable protagonista de la historia– de la exactitud de su relato, y mucho menos de lo que significa (si es que, en definitiva, posee un sentido).

En todo caso, la belleza de las frases, su solemnidad casi litúrgica, y la cadencia pausada pero aplastante de la prosa, abruman inmediatamente al lector y lo sumen en un estupor cercano al éxtasis. Consideremos, por ejemplo, este espléndido fragmento: “El sol invisible ya no iluminaba bien sino una mitad del Stromboli, triángulo de oro salvaje sobre la superficie fuerte, teñida, absoluta, como una diadema sobre la púrpura”: lo que en manos de casi cualquier otro narrador sería una mera descripción del paisaje mediterráneo, es transformado por Michon en un ejemplo inmejorable de prosa total. Allí donde el estilo alcanza sus límites más extremos, se vuelve sobre sí mismo e intenta horadar las murallas inexpugnables del lenguaje para alcanzar la condición de la música: anhelo imposible pero que no ha cesado de atenazar a todos los escritores de primer orden al menos desde Flaubert.[6] Observen la sorprendente adjetivación, la deliberada, hierática morosidad del ritmo,[7] el uso de los ternos (“fuerte, teñida absoluta”), un recurso que se emplea, magistralmente, a lo largo de todo el relato. Porque, después de todo, Michon sí quiere contar una historia y su interés no se limita al cuidadoso tejido de oraciones perfectas.

Ocupémonos entonces del intrincado argumento. El primer párrafo es en sí mismo una pequeña obra maestra y anuncia que no tratamos aquí con un mediocre story-teller sino con un artista consumado: “Había ejercido cargos; dos dedos faltaban en su mano derecha; ya no era joven, vestido con un descuido laso, y por el estupor altivo de las cejas, por cierta pesadez sinuosa de las mandíbulas bajo la barba dócil, por la nariz demasiado visible, reconocí a un levantino.[8] Estaba calvo; estaba inmóvil, sentado.[9] Pestañeaba un poco para retener la imagen de una vela que se alejaba, arrastrada de acá para allá, sin remedio empequeñeciéndose, hacia la isla de Stromboli, o la blancura revelada del vientre de las gaviotas cuando de cara al sol cambian de dirección, se encabritan con lentitud, se entregan sin cesar. Quería disfrutar de las cosas, sin duda; era miope. O quizás miraba tan solo el mar, la extensión que no se abarca, la viejísima metáfora insensata”.

Quien así se expresa es un centurión romano que visita por algún motivo misterioso a un viejo intérprete de la lira que ahora, incapaz de tocar, se aburre en una pequeña finca de Sicilia. Aunque al principio se muestra taciturno, tras varios días (y numerosas copas de falerno, el vino favorito de los aristócratas romanos) comienza a narrar, con pausas abruptas y dilatados silencios, la sorprendente trayectoria que lo catapultó desde la pobreza absoluta en los arrabales del Imperio Romano a la corte del famoso rey godo Alarico, azote de Roma entre el 400 y el 410. Allí se convirtió en el músico favorito del enigmático monarca, personaje absolutamente único en quien se mezclaban la implacabilidad de un Atila[10] con el gusto por la poesía homérica (su griego clásico y su latín parecen haber sido impecables). Y el músico veneró[11] al rey “bárbaro”[12] y lo siguió a través de Italia: toda la novela es un contrapunto incesante entre dos mundos: el Imperio Romano tardío[13] y la nueva civilización representada por los godos. De hecho, ambos narradores comparten su fascinación por Alarico: el músico mutilado que cantó para él sobre Aquiles, Héctor y Príamo, mientras tañía su lira como nunca antes, siente que la apoteosis de su larga vida fue precisamente cuando intentó reproducir para el rey una música que no era de este mundo, la melodía única, espectral, inaccesible que el formidable Godo anhelaba, tentativa que, naturalmente, culmina en un espléndido fracaso.[14] En cuanto al centurión romano, por complicadas razones que sería inútil exponer aquí, comparte la fascinación de su interlocutor, si bien con una diferencia crucial: él no pudo conocer en persona al soberano “bárbaro” y debe conformarse con las historias que ha escuchado (jirones más o menos inverosímiles de una realidad irrecuperable), y ante todo, con la narración del viejo músico.

Pero, ¿acaso importa realmente? Nunca sabremos cómo fue Alarico[15] y, en cualquier caso, lo que cuenta ese músico devastado por el tiempo no es precisamente el más confiable de los testimonios. “Mentía”, observa, lacónico, el centurión, y entonces sobreviene la inaudita revelación: el músico no fue jamás un tipo insignificante nacido en Antioquia, sino un senador romano, prefecto de la ciudad y, siquiera por unos meses, Prisco Átalo, el Emperador de Occidente: ¿o lo fue realmente? No hay certezas posibles en este texto magnífico más allá de su propia belleza (manto purpúreo tejido con palabras), del estilo incomparable que refulge a través de la noche de los tiempos: “Perdura Roma en su antiguo nombre: sólo nos quedan los nombres desnudos” (Bernardo de Morlaix).

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Notas:

[1] En ese curioso sintagma se despliega, qué duda cabe, una flagrante contradicción entre los términos.

[2] El así llamado “taller de literatura potencial”: tipos que tomaban en serio a Raymond Roussel y pretendían convertir la literatura en una suerte de ars combinatoria.

[3] Francis Bradley observó que “toda la filosofía occidental no es más que una serie de notas al pie del pensamiento platónico”.

[4] O al menos eso dice ser, pero en esta novela pocas cosas son lo que parecen.

[5] Sobre todo, La calera.

[6] Recordemos el deseo de Flaubert de escribir un libro sin tema, que se sostuviera por la pura fuerza del estilo.

[7] Después, mucho más tarde, comprenderemos que quien así habla (el primer narrador al que ya me he referido) no es simplemente cualquier centurión romano, aunque sus conocimientos sobre poesía clásica (Homero, Virgilio, Ovidio) ya anunciaban que no se trataba de un hombre común.

[8] Y, por cierto, me parece detectar aquí la influencia de Borges, en particular de su cuento “La forma de la espada”. Observemos su inicio: “Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y de otro el pómulo. Su nombre verdadero no importa…” No se trata meramente de que el primer narrador comience describiendo a quien le contará luego su vida: en ambos textos se produce, al final, una brusca epifanía, y el lector comprende quién era realmente el narrador (o los narradores, en el caso de Michon).

[9] Una vez más los ternos.

[10] A quien, por lo demás, prefiguraba.

[11] “La mirada de Alarico flotaba por encima como la de un buey sobre una pradera, aunque con cierta insolencia cortés, apacible. El músico, estupefacto, descubrió que era para aquella mirada que él tocaba, desde siempre”.

[12] Naturalmente, eso era sólo un mote despectivo utilizado por los romanos: el tipo era, probablemente, más culto que muchos de ellos.

[13] El texto se desarrolla en lo que podríamos llamar “el territorio Gibbon”: es decir, la historia nebulosa y fragmentaria que el gran historiador inglés hizo suya para siempre en su faraónica obra (3500 páginas) sobre la decadencia del Imperio Romano.

[14] “Yo era tan sólo la forma degradada, a merced convocable y revocable, de la otra música, aquella que suena donde quiere, un reflejo necesario e insuficiente, como un pequeño quinqué de aceite en la noche de Alarico, mientras que él aspiraba a la exclusión de todo otro resplandor, al gran sol. Pero precisamente porque él aspiraba al sol, porque sólo esa hoguera hubiera podido apaciguarlo, porque me pedía el sol y sabía bien que no podía sacárselo de mi manga, a causa de eso mi pequeña llama exasperada ardía pura, sin cesar más alta y clara, y por desfalleciente que fuera, me desesperaba y me emocionaba, me colmaba”.

[15] En la novela se articula también una meditación sobre los límites del lenguaje y la posibilidad de reconstruir el pasado: el escepticismo del primer narrador se profundiza considerablemente hacia el final del relato (treinta años después de escuchar la historia del músico).

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1 comentario

  1. ”; Houellebecq, algo superior a la media pero tampoco como para entusiasmarse demasiado.
    Muy bien por Ubaldo León Barreto, excelente reseña. Y en efecto, la actual narrativa francesa contrasta con sus fuertes tradiciones. Houellebecq no entusiasma, es peor, irrita su mediocridad trivial, que trata de ocultar con escandalitos publicitarios.

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