Arthur Rimbaud

Rimbaud… el genio inexplicable… la precocidad casi mozartiana… la intensidad visionaria… la poesía como experiencia sagrada y el abandono enigmático de la poesía…; Rimbaud el anarquista… el decadente… “el místico en estado salvaje”:[1] quizás ningún otro personaje de ese vasto continente que llamamos literatura francesa ha sido tan asediado, interpretado, reclamado para los credos más diversos, contradictorios e irreconciliables: parecería fútil –por no decir presuntuoso– agregar siquiera una página más a la oceánica bibliografía existente. Después de todo, ¿en verdad alguien cree que resulta posible a estas alturas escribir algo más o menos original –cualquier cosa– sobre ese poeta?:[2] supongo que no, pero da igual: por improbable que parezca eso es precisamente lo que consigue Pierre Michon con su hermoso, extraño e inclasificable volumen Rimbaud el hijo.

Se trata, por así decirlo, de una “biografía conjetural”-en el sentido en que lo entiende la gran Fleur Jaeggy–, de un texto que, desdeñando con altivez las innúmeras explicaciones –psicoanalíticas, teológicas, filosóficas, sociológicas y un larguísimo etc.– del enigma Rimbaud,[3] se empeña obstinadamente en preservar al menos una brizna del misterio que debe, necesariamente, rodear como un cerco invisible los objetos verbales de primer orden[4] si deseamos que sobrevivan a “la desgracia de ser comprendidos” (Cioran). Así, Michon apuesta por imaginar diversas ficciones supremas, por construir desde cero su propia mitología rimbaudiana sin otros recursos que su exuberante imaginación creadora y la inexorable ferocidad de un estilo cuya lapidaria belleza, textura casi marmórea y sostenida intensidad sólo pueden compararse con la majestuosa retórica del Antiguo Testamento.

Alguien podría pensar que exagero, pero, en rigor de verdad, me limito a constatar la descomunal potencia de su prosa, su radical extrañeza, la manera en que utiliza los armónicos barrocos e implacables que tan profusamente despliega la Biblia Hebrea: construcciones retóricas como “hembra perversa, hembra de sombra, hembra de imprecaciones y desastre”[5] a nada se asemejan tanto como al lenguaje de Job, Ezequiel o Jeremías. Esto acendra, qué duda cabe, la singularidad de un estilo que se inserta en una ilustre genealogía de la tradición literaria francesa (Chateaubriand, De Maistre, Bloy, Péguy, Bernanos), pero que, tras la muerte de Paul Claudel, parecía haber desaparecido sin dejar siquiera el más ínfimo de los epígonos. Ahora bien, la inserción de Michon en este linaje supone, aparentemente, una paradoja: como se observa fácilmente, todos los escritores mencionados comparten una sensibilidad católica o al menos afín al cristianismo,[6] pero es difícil imaginar a Michon, ese artífice interesado exclusivamente en la calidad de su prosa, inclinándose ante Dios alguno. ¿De dónde proviene entonces su gusto exacerbado por el lenguaje bíblico? Sería difícil afirmarlo con absoluta certeza, pero nada nos impide conjeturar que, al menos en su caso, el acceso a los textos sagrados del judaísmo –que, me permito suponer, leyó en la traducción latina de Jerónimo–[7] se produjo por una vía oblicua y eminentemente literaria: la narrativa de William Faulkner, el autor que más lo ha influido, según ha declarado con vehemencia en muchas ocasiones.[8] Sería quizás superfluo insistir sobre la importancia que el Antiguo Testamento tuvo para Faulkner: no sólo inspiró su mejor libro,[9] sino que también llegó a ser una casi inagotable fuente de arquetipos, vocabulario y procedimientos retóricos: para él, como para William Blake, la Biblia era simplemente “el Gran Código del Arte” y aunque ciertamente Michon no suscribiría jamás una afirmación como esa, la asidua frecuentación de Faulkner[10] produjo un efecto abrumador en su estilo: si como los formalistas rusos señalaron, el lenguaje poético es aquel que llama la atención sobre sí mismo, entonces todo lo que ha escrito el francés resulta, sin discusión, literatura absoluta.[11]

Pero no es meramente el estilo, por espléndido que resulte, lo que convierte a este relato en un objeto estético absolutamente único: Michon es un tipo ambicioso que no se conforma con escuchar “el clic de una caja bien hecha”.[12] En rigor de verdad, lo más interesante es cómo socava los irrisorios lugares comunes que suelen inficionar casi todos lo que se ha escrito sobre Rimbaud. Ya la muy pertinente cita de Mallarmé que encabeza el volumen (“Nos separa una época entera y, ahora, toda una comarca de nieve”) prefiguraba algo de esto: el narrador francés ha comprendido que nunca sabremos cómo fue Arthur Rimbaud y, por tanto, se aleja de cualquier tentativa de explicar los versos a partir de la biografía. Precisamente por eso, como ya he observado, se empeña en forjar una ficción suprema (vale decir, una vida conjetural fundamentada por la riqueza imaginativa y la soberanía estilística) basándose, cómo no, en un descolorido álbum fotográfico[13] que ha encontrado en algún recóndito lugar de su biblioteca.

No se trata entonces de reconstruir la biografía necesariamente incierta del poeta visionario sino de enfatizar que, en última instancia, no existen soluciones convincentes para este enigma inextricable: ni la vida ni los libros pueden ser explicados como si se tratara de un caso sociológico o psicoanalítico: parafraseando a Roberto Calasso, podríamos decir: la literatura empieza siempre después de la psicología y Rimbaud fue incluso más allá de la literatura. La única posibilidad de escribir algo sobre él que no resulte superfluo radica quizás en aplicar con ingenio la famosa máxima de Keats: “Toda vida de un hombre talentoso es continuamente alegórica”. Michon se adhiere estrictamente a ese apotegma y, convirtiendo las fotos del álbum en “momentos privilegiados” a la manera de Pater, elabora una frenética sucesión de conjeturas sobre el numen poético, la furia de Rimbaud –“ inasequible al desaliento […] el auténtico alcance de su ira era considerable”– su genealogía literaria,[14] su abrasadora ambición –“quería ser la poesía en persona”– y, naturalmente, los diecisiete años finales (el desierto de Abisinia y el desierto de la Palabra podríamos decir). Pero nunca nos permite olvidar que sus páginas desmitificadoras sólo pueden, por más que intenten lo contrario, edificar otra mitología, aunque se trate, ciertamente, de una particularmente poderosa. Así, el texto se vuelve sobre sí mismo y socava los fundamentos conceptuales de todo proyecto biográfico: abundan expresiones como “podemos suponer”, “o también puede ser” e incluso “vete tú a saber” que sólo permiten una certeza: la verdad, como creía Emily Dickinson,[15] es siempre oblicua… al menos en cuestiones estéticas.

En vano se debaten los académicos franceses, los biógrafos profesionales, la interminable procesión de exégetas: Rimbaud está siempre en otra parte y la vida no es menos inescrutable que la obra. Inútiles por tanto los desvaríos insensatos y medrosos de la crítica, la producción de vocabulario más o menos abstruso para encubrir su impotencia, los términos imprecisos que nada significan. Bien lo sabe Michon y no intenta disolver sino acendrar el misterio con sus frases largas, barrocas, bruñidas, faulknerianas:[16] una prosa inexorable, casi perfecta, donde la Belleza brota sin tregua, donde refulge en todo su oscuro esplendor ese extraño artefacto, esa brusca y elusiva epifanía, esa magia menor, esa pasión intacta que hemos convenido en llamar literatura.


Notas:

[1] Claudel, por supuesto.

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[2] Uno siente vértigo cuando piensa en los miles de volúmenes consagrados a “la videncia, lo absolutamente moderno y los años del silencio”, por sólo citar algunos de los clichés que han proliferado en los últimos cien años.

[3] Michon las llama, con ácido ingenio, “la Vulgata”.

[4] En el famoso tratado talmúdico Las sentencias de los Padres (hacia el año 200 NE) se dice que los Profetas urgieron a “construir un cerco alrededor de la Torá” para preservar su carácter numinoso. No de otra forma, quizá, es necesario proceder con las obras maestras de la literatura cuando su fulgor ha menguado a causa del hastío que suelen engendrar las interminables y soporíferas elucubraciones de la crítica académica.

[5] Michon las emplea para referirse a la casi analfabeta, pero en muchos sentidos formidable madre de Rimbaud

[6] Las maneras de asumir el cristianismo, de todas formas, varían considerablemente: mientras Claudel, Bernanos y Péguy son muy cercanos a la ortodoxia, no puede decirse lo mismo de los notoriamente escandalosos De Maistre y Bloy por mucho que ellos mismos insistieran en su adhesión a los dogmas. En cuanto a Chateaubriand, hay muchas razones para pensar que –como Huysmans un siglo más tarde– se convirtió al cristianismo por razones estéticas.

[7] Es muy probable que Michon, nacido en 1945, haya aprendido latín en el severo sistema de los liceos franceses: tras dominar a Cicerón, Séneca y Tácito, la Vulgata resulta relativamente sencilla.

[8] En su libro Tres autores, Michon llega a decir que fue Faulkner (o para ser más exactos Absalón, Absalón) quien le dio “la llave, el secreto, la postura, el imparable incipit a partir del cual el texto se despliega sin esfuerzo”.

[9] El ya mencionado Absalón, Absalón.

[10] Y más tarde de la Biblia Hebrea, que –nada nos impide suponerlo– leyó porque deseaba tener eso en común con el escritor que idolatraba.

[11] ¿Y cómo podría ser de otra forma con semejantes precursores?

[12] Según David Foster Wallace, así definía Yeats la inmediatez de la experiencia estética, pero la expresión puede también asimilarse a los “momentos privilegiados” de Walter Pater o las “epifanías” de Joyce.

[13] Y eso no lo aprendió leyendo a Sebald: ya en un libro muy anterior —Cuerpos del rey--, Michon había demostrado un extraño –pero muy productivo– interés en las fotografías de escritores.

[14] “Los faros: Malherbe y Racine, Hugo, Baudelaire, Banville […] procedente cada uno del anterior”.

[15] También, a su manera, lo pensaban Henry James y el austríaco melómano que escribió las Investigaciones filosóficas.

[16] Esta, por ejemplo: “Rimbaud rechazaba y aborrecía a todo maestro, y no tanto porque quería y creía serlo él cuanto porque su propio maestro, es decir, el del hada mala, el Capitán, lejano al igual que el zar y difícilmente concebible al igual que Dios, y soberano aún en mayor grado, al igual que ellos, por el hecho de vivir recluido tras unos kremlins, tras unas nubes, ese maestro suyo de toda la vida era una efigie fantasmal que inefablemente emanaba de las cornetas fantasmales de guarniciones remotas, una efigie perfecta, fuera del alcance de cualquiera, infalible y muda, postulada, cuyo Reino no era de este mundo.

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