Detalle de cubierta de ‘El ruletista’, de Mircea Cărtărescu

La publicación de Solenoide (2017) representa la apoteosis de la carrera literaria de Mircea Cărtărescu: no es probable que en el futuro pueda superar un texto tan complejo como este. Claro, el talento del escritor rumano no resulta una sorpresa para nadie que haya leído alguno de sus libros pero, aun así, nada nos preparaba para una novela tan ambiciosa, que merece como pocas el calificativo de “total”. Lo más interesante, sin embargo, es cómo en este libro descomunal y laberíntico Cărtărescu se limita a desarrollar ciertas obsesiones que ya sobresalían en sus primeros relatos: la literatura como Absoluto y objeto supremo de veneración junto a dudas persistentes y simultáneas sobre su importancia; la brusca irrupción de los sueños (o, con más precisión, de las pesadillas), que trastornan la vida cotidiana de los personajes y los hunden en el pavor y la incertidumbre; la densidad de las referencias intertextuales, que por momentos nos hacen sospechar que el autor lo ha leído todo; en fin, “el pan de angustia y el agua de aflicción” (Crónicas 2 18:26) que a menudo son los únicos alimentos al alcance de sus personajes, atenazados por conflictos irresolubles. Todo esto, como es natural, ha sido llevado al límite más extremo en las decenas de historias que componen la inextricable urdimbre narrativa de Solenoide pero, en rigor de verdad, lo esencial de esta poética ya estaba en El ruletista (1988), la temprana obra maestra de Cărtărescu.

Se trata de un relato excepcional que consigue articular dos rasgos aparentemente incompatibles: un argumento perteneciente al universo de los thrillers y una meditación sobre lo que Blanchot ha llamado “el espacio literario”. El narrador en primera persona que nos refiere la historia deja las cosas claras desde el principio: es un escritor fracasado que ha cumplido ochenta años y sabe que las decenas de libros publicados son sólo ceniza, que su nombre, cinco segundos después de su muerte, se hundirá en el abismo indiferenciado de esos “artistas”[1] que creyeron serlo todo y, en realidad, son menos que nada. Sin embargo, a diferencia de aquellos, este tiene al menos una experiencia auténtica que contar y se convence a sí mismo de que la extraordinaria historia del ruletista puede ser en cierto sentido su redención tras tantos intentos fallidos de prestidigitación verbal: quizás escribir la única historia no inventada de su carrera, la improbable, inverosímil, pero rigurosamente cierta narración del prodigio de la ruleta rusa, confiera un sentido a su malograda carrera y pruebe que no ha existido en vano.

Como puede apreciarse, el narrador encarna una contradicción que se inserta en un largo y distinguido linaje: la de aquellos que, habiendo perdido toda su fe en la literatura, nos cuentan una última historia en la que exponen las razones de su escepticismo y contraponen el hecho estético, supuestamente estéril en última instancia, a una experiencia vital, no libresca, que contendría la inalterada verdad de todo lo que existe. Por supuesto, esta teoría no tiene nada de espontánea y sí mucho de sofisticada: se trata de una doctrina antiartística elaborada por intelectuales que, entre otras cosas, también escribieron ficciones. Pero más allá de las incongruencias de los fundadores de la doctrina, lo esencial aquí es que el mismo narrador que profesa su desprecio por la ficción, que constantemente se disculpa por sus libros pasados, no ha encontrado una mejor manera de denunciar el arte verbal que… escribir otro relato: por más que repita que este será el último y que intentará prescindir de cualquier metáfora u ornamento en su estilo (como si dijera: hago lo que tengo que hacer sin literatura) sólo consigue aumentar nuestra incredulidad a medida que la narración avanza: no hay nada de antiliterario en esta prosa refinada y densamente intertextual.[2]

Nos encontramos entonces ante un caso similar al de ciertos cuentos de Borges o, para ser más precisos, ante la cuestión de los dos linajes que conforman su narrativa, tan bien analizada por Ricardo Piglia: la tensión entre un intelectualismo extremo (la erudición abrumadora, la biblioteca como talismán y paraíso, las incontables citas –en ocasiones apócrifas– que atraviesan el texto) y, por otra parte, el mundo violento e implacable de los cuchilleros argentinos (los duelos, la guerra, el culto del coraje de los compadritos ni siquiera iletrados). Según Piglia, esta tensión (jamás resuelta) está en el núcleo mismo de la narrativa de Borges y le confiere su perdurable extrañeza. Sin exagerar, es posible decir que algo muy parecido sucede en el relato de Cărtărescu.

Pero volvamos al ruletista, ese obseso del más peligroso de los juegos de azar, ese fanático de lo peor: este personaje representa para el narrador lo absolutamente otro: un tipo primitivo, grosero, inculto, tan ajeno a la literatura como un esquimal o un pirata somalí. Y, sin embargo, es precisamente este hombre refractario a cualquier inquietud “artística”, este gamberro irredimible, quien se convierte, gracias a su fortuna casi diabólica en la ruleta rusa, en un personaje fascinante, en el centro de una poderosa mitología que, decenios después de su muerte, continúa fascinando al escritor fracasado. En efecto, este rústico iletrado carece de todo conocimiento libresco (y de cualquier deseo de adquirirlo) pero resulta mucho más interesante que toda la gente “refinada” que acude a sus espectáculos con la secreta esperanza de ver cómo pierde su apuesta contra el azar. Así, pasa de poner una bala en el revólver en sus primeros espectáculos, a dos balas, luego a tres…  y eventualmente a cinco, reduciendo exponencialmente sus posibilidades de sobrevivir y convirtiéndose en algo mucho más extraño que un tipo que arriesga su vida por dinero: una suerte de monstruo sagrado, alguien que intuye, oscuramente, con una intensidad inalcanzable para los otros, que la única divinidad de ese mundo oscuro e incomprensible es el Azar y que sólo a este Dios entronizado en el centro de un laberinto inextricable pertenece todo poder y toda gloria: religión sin palabras practicada por un hombre que, en cada una de sus presentaciones, lleva a cabo una apuesta mucho más extrema que la inventada por Anton Chigurh en No es país para viejos.

Como es natural, la admirable maestría desplegada por Cărtărescu en la descripción de la ruleta rusa es lo que le confiere a este desagradable espectáculo un carácter casi sacramental: la única comparación posible es con la atmósfera densa y amenazadora de las partidas de póker de Sergio, el degenerado y brillante jugador que protagoniza una de las historias de Cicatrices, de Juan José Saer.

El ruletista se convierte entonces para el mediocre escritor que narra su apoteosis y su inevitable caída en la única persona real que ha conocido, el único tipo auténtico entre tantos farsantes[3] y la justificación de su patética existencia: si consigue narrar su historia, quizás su vida no ha sido completamente en vano. Llegamos entonces a la paradójica esencia del relato: el artista fracasado que descree de la Literatura y apuesta por “la experiencia pura” (otra superstición entre tantas) no tiene otro remedio que penetrar en el teatro del lenguaje para que el recuerdo del atormentado jugador que desafió “al infinito Dios matemático” no desaparezca como si nunca hubiese existido. Así, con devastadora ironía, Cărtărescu afirma en última instancia la supremacía de la Literatura, el único valor constante en sus espléndidos y enigmáticos relatos.


Notas:

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[1] Macedonio Fernández solía referirse a estos personajes como “relativamente artistas”.

[2] Las alusiones a la Biblia, a Eliot, Faulkner, Borges y Thomas Mann (entre otros) proliferan.

[3] Sobre todo los otros escritores que lo rodeaban: tipos fatuos y “refinados” que, según el narrador, jamás pudieron vislumbrar el oscuro esplendor del ruletista.

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