Una escritora en otro lugar. Introducción a Fausta Cialente

El relato “La bailarina”, que presentamos a continuación, representa la primera traducción al español de una obra de Fausta Cialente, escritora italiana nacida en 1898 y fallecida en 1994, después de haber habitado y narrado todo el siglo xx. Autora de novelas y cuentos, periodista, redactora radiofónica, traductora, militante política, Cialente atraviesa la centuria y el panorama italiano con una larga y singular presencia, particularmente incisiva y articulada sobre el plano del compromiso civil, de los resultados literarios, de la renovación lingüística y de la cualidad expresiva. El sentido de su experiencia, así como el de su exclusión de los cánones literarios del pasado siglo, reside en la especificidad de su biografía, marcada por continuos exilios y alejamientos de su país de origen. Tras una infancia desordenada transcurrida en diferentes ciudades siguiendo la carrera militar del padre, en 1921 Cialente se transfiere a Alejandría de Egipto junto al esposo, que provenía de una rica familia de la colonia italiana. Crecida como autodidacta en un contexto provinciano y pequeño burgués, Cialente construye su perfil intelectual lejos de las contricciones políticas e ideológicas del fascismo, circundada por los estímulos de una metrópoli cosmopolita, abierta a las propuestas culturales europeas y a una directa circulación de ideas, personas, libros (la mayoría en lengua francesa). Al estallido de la Segunda Guerra Mundial inicia su implicación política, activa en el cuadro de la propaganda antifascista en el Norte de África. Entre 1940 y 1946 Cialente se encarga de una transmisión radiofónica en lengua italiana para la emisión de Radio Cairo; funda y dirige el Fronte Unito, revista de información política y cultural; colabora a distancia con los núcleos de la Resistencia en Italia. Al regresar a la patria su compromiso militante se traduce en la adherencia a las batallas de la izquierda parlamentaria, en la colaboración fija con los órganos editoriales del Partido Comunista (el diario l’Unità, la revista Noi Donne) por los derechos civiles y la emancipación de la mujer. Hacia fines de los cincuenta, después de algunos años de relativa estabilidad y permanencia en Roma, Cialente vuelve a alejarse de Italia para transcurrir gran parte del tiempo en el extranjero siguiendo a la familia de su hija, casada con un arabista inglés. Sus viajes la llevan primero a Kuwait, luego a Portugal, Iraq, España y finalmente a Inglaterra, donde se establecerá definitivamente en 1977 para permanecer durante los últimos veinte años de su vida.

Figura discreta y esquiva, poco dada al relato de sí misma y a la exhibición de su rol personal, Cialente vive de largos exilios, de recorridos interrumpidos, de miradas desde lejos. Su biografía está marcada por la tendencia a posicionarse siempre en otro sitio, distante de los centros de la producción cultural y editorial del país, del gusto del público, de las tendencias literarias del momento. En los más de cincuenta años que separan su exordio de su última publicación (1930-1986) la autora trabaja por establecer un nexo sólido con los editores, pero no llegará jamás a conquistar una consagración mediática o un éxito de público duradero. Sus volúmenes son protagonistas de difíciles itinerarios compositivos y editoriales que en muchos casos se retrasan o alteran la difusión, volviendo particularmente discontinua la presencia de la autora en el mercado literario italiano. Una discontinuidad histórica y editorial que no refleja, sin embargo, el valor y el sentido de la producción de Cialente, cuya narrativa se despliega en el tiempo como un gesto formal extremadamente consciente y coherente, capaz de conjugar la escritura de la intimidad y de la transposición fantástica con la escritura de la conciencia (ética, política, social, moral) y, por lo tanto, del compromiso.

Si se excluyen las colaboraciones periodísticas y algunas traducciones del inglés, el trabajo de Cialente consiste en seis novelas (tres ambientadas en Italia: Natalia, 1930; Un inverno freddissimo, 1966; Le quattro ragazze Wieselberger, 1976; tres en Egipto: Cortile a Cleopatra, 1936; Ballata levantina, 1961; Il vento sulla sabbia, 1972) y dos colecciones de cuentos breves (Pamela o la bella estate, 1962; Interno con figure, 1976), obras que determinan un recorrido creativo fuertemente homogéneo, inspirado en los modelos de la novela histórica y de formación, así como de la gran tradición  europea de fines del siglo xix e inicios del xx. Escritora declaradamente antiexperimental, Cialente recurre a un imaginario realístico y descriptivo, afirmando una fe obstinada en la posibilidad de la palabra literaria para describir e incidir sobre los eventos, individuales y colectivos, de la Historia.

El texto propuesto en traducción pertenece a un núcleo de relatos escritos en Alejandría de Egipto hacia la segunda mitad de los años treinta y destinados al Giornale dOriente, periódico de la colonia italiana. Después de la primera edición de 1937, el texto es propuesto una vez más por la escritora en 1952 sobre las páginas del diario comunista lUnità (con el título “La Befana”) y luego editado en volumen junto a los otros cuentos alejandrinos en sus dos colecciones de 1962 y 1976. En la brevedad de su composición, “La ballerina” (“La bailarina”) presenta una instantánea de la producción de Cialente en el periodo precedente a la Segunda Guerra Mundial, cuando la escritura es dominada por el recuerdo (ya desenfocado y onírico) de una provincia italiana hecha de pequeñas ciudades polvorientas, donde descansa la sugestión de una sociedad extenuada y decadente. Sobre este fondo se agitan unos niños, protagonistas casi absolutos en los cuentos de este periodo, personajes que permiten alterar el cuento de la realidad a través de la distorsión de un filtro fantástico, continuamente contaminado por los modos del realismo mágico y de la fábula. La elección del universo infantil responde al interés por historias de una carente formación y por la puesta en escena de un héroe inmaduro y sin preparación, caracterizado por una identidad otra y desviadora respecto a la normalidad prescrita: el mismo personaje que regresa como protagonista de todas las novelas de Cialente. Mientras el tono del relato y la ambientación en un interior alto-burgués son conducibles a núcleos creativos recurrentes en las selecciones temáticas y estilísticas de la autora, la imagen decadente y encantada de la marquesa anticipa los rasgos de otra bailarina, la abuela Francesca que, muchos años después, dominará en la extensa novela Ballata levantina.

 Francesca Rubini

La bailarina

Por Fausta Cialente

Los marqueses vivían en el primer piso de una casa nobiliaria, medio barroca, que tenía los establos en el gran patio interior. Eran establos silenciosos y muy limpios. Los dos caballos negros y pesados, con sus respectivas gualdrapas parecían en servicio de pompas fúnebres. El mozo del establo los cubría al regresar del paseo y los dejaba un poco al abierto, amarrados a un grueso anillo fijado al muro sobre la fuente. Los caballos bebían, alzaban y bajaban la cabeza, sacudiendo las orejas, raspando con los cascos. Jamás relinchaban. En el segundo piso del edificio los niños de los nuevos inquilinos escuchaban durante la noche aquel rasguño sofocado por la paja y se despertaban con un sobresalto. Pero luego se habituaron. El mozo del establo era un buen muchacho, tierno y respetuoso, que se llamaba Carnaval. Una vez a la señora del segundo piso se le cayó a la paja un arete de brillantes que se había quedado entre los flecos del tapete; el tapete fue sacudido en la ventana, Carnaval encontró la rosita de brillantes entre las patas del caballo y subió llevándola en la palma de la mano con una sonrisa de amable sorpresa.

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Los niños no veían jamás a los dueños de la casa: subían y bajaban por la escalera de servicio precedidos del caniche que sostenía en la boca las maleticas de la escuela y felizmente las lamía. El perro adoraba a aquellos niños que amorosamente lo martirizaban. Sobre las escaleras de servicio se podía hacer un poco de ruido, pero ante el umbral del apartamento debían de inmediato quitarse los zapatos y ponerse aquellos con la suela de tela. La marquesa sufría de violentos dolores de cabeza y había aceptado a los niños de los propietarios bajo la condición de usar aquellas zapatillas. Ellos se divertían un mundo patinando silenciosamente sobre las baldosas del corredor, en burla a la marquesa. Se la imaginaban de viejo cartílago, con la nariz aguileña, las manos y los dedos cargados de joyas.

El marqués salía raramente, en carroza cerrada, Carnaval en pescante sentado junto al cochero, todo limpio y resplandeciente con botones de oro. Los niños desde la ventana le hacían entender, con los gestos, que él era muy hermoso; mientras el cochero, gordo y lizo como un párroco, derecho el látigo en el puño enguantado de blanco, humillaba en voz baja a aquel Carnaval en máscara a las manías de los viejos, él que hacía de chofer a los jóvenes de la familia.

Cuando la marquesa no tenía dolor de cabeza venía gente a visitarla, las hijas y los hijos ya casados, las nueras y los yernos, las sirvientas con los niños. La escalinata se animaba repentinamente. Las señoras jóvenes, con aquellos graciosos cabellos de cintas y flores, los señores, los oficiales de la guarnición llenaban los salones. A veces una ola ligera de música llegaba a través de las puertas cerradas y así se sabía que bailaban. La madre de los niños subía con las mejillas coloradas, envuelta en la boa de plumas. No se sabe cómo se le escapó a alguien, delante de los niños, decir que la marquesa había sido bailarina.

De golpe aquella figura perdió el rostro noble y hosco para transformarse en una figurilla muy ligera, con la amplia saya de tul blanco recubierta de lentejuelas. Erguida sobre las puntas de las zapatillas de raso temblaba y brillaba como una gota de lluvia suspendida en un hilo. Los niños comenzaron a vigilar ansiosamente las ventanas, a dirigirse a la escalinata sosteniendo al perro por el collar y apenas sentían el crujido de una puerta aguantaban a la bestia por la boca, con las dos manos, para que no ladrara. El perro soplaba gimiendo y debatiéndose resbalaba con sus gruesas uñas sobre el mármol. Debían, sin embargo, sorprender a la marquesa al pasar, alguna que otra vez. Ella había pedido ver a los niños, al inicio, cuando habían cogido la rubéola, pero no había sido posible por el contagio. Luego todos aquellos dolores de cabeza. Ahora, ellos deseaban descubrir a la “bailarina”. Las imágenes se confundían en sus mentes.

La marquesa tenía un nombre autoritario y cuando uno de aquellos hijos irresponsables había pasado la noche en juego o incluso se sabía que le hacía daño a la mujer, ella lo mandaba a llamar y lo tenía encerrado en sus habitaciones, por horas y horas. Eran habitaciones calurosas, como cubiertas, sin respiro. El mal sujeto salía de allí sudando, pálido, trastornado. Así también con las hijas, holgazanas y caprichosas. Ante sus lágrimas, los desmayos por los que se abandonaban sobre los almohadones después de haber sacudido bastante los pies y destrozado los pañuelos de batista, la marquesa oponía una resistencia mordaz. Todos decían que tenía el corazón duro y avaro.

¿Cómo era posible imaginarse, en todo esto, a la bailarina vestida de vaporosas plumas de cisne, con la medialuna de diamantes en el pelo y las piernas color de rosa y recias sostenidas por las inflexibles puntas? Durante la noche los grandes caballos negros raspaban en la paja y los niños veían en sueño a la bailarina en equilibro sobre la espaldera de las sillas, al borde de los estantes; resbalaba ligerísima, destacando saltos que la elevaban hasta las lámparas, y recaía como un estrato de nieve, con un pálpito de tul, chispeante de gemas.

Una noche en que la niña vagaba en silencio de un pasillo al otro se encontró delante al marqués que le puso la mano y la saludó amablemente. ¿Había acaso escapado de casa a la hora de cenar? Ella intimidada no osaba responder y el viejo mandó a subir a Carnaval para decir que la señorita estaba invitada por los marqueses y la condujo, en la oscuridad, a través de un desfile de salones que tenían las fundas sobre los muebles y luces misteriosas al fondo de los vidrios y los espejos. ¡La bailarina!, pensaba con una gran agitación en el corazón, pareciéndole entrar a una cueva sin salida. Cortinas oscuras sofocaban puertas y ventanas, los tapices volvían silenciosos los pasos. El viejo le hablaba amigablemente de la escuela, del hermanito, de la enfermedad que habían padecido. Los techos a veces, pintados en las lunetas, brillaban en las franjas doradas. La marquesa no sale de sus habitaciones, cuando tiene dolor de cabeza…

“Soñamos con ella de noche. ¡Esta marquesa!”, pensó la niña.

La pequeña estufa aspiraba en la esquina de la salita y le mostró sus vísceras incandescentes a través de la boca de vidrio que pareció acogerla con una infernal sonrisa. El aire era casi irrespirable y la luz de la ventana, vestida de cortinas blancas y sutiles, de día languidecía desenfocada dentro de aquellos velos inmóviles.

La marquesa estaba sentada en la esquina, los pies elevados en un escabel, las piernas envueltas en una gruesa cubierta. Una piel de oso blanco estaba extendida sobre la alfombra y a la niña le pareció que no podía caminar más; se detuvo de golpe, hundida hasta las canillas en la densa piel. Pero no había esto solamente: los cojines, marcos dorados, candelabros encendidos, la mesa… una pequeña mesa montada para dos, puesta en la esquina como si la hubieran preparado allí, con el mantel que llegaba al suelo, los cubiertos y los vasos de cristal radiantes. Las gardenias se ponían amarillas al borde de una copa y tenían impregnado el aire del perfume oleaginoso y una botella estaba en el suelo, acomodada en la cesta de mimbre: el vino que se debe beber tibio. La marquesa alzó una mano y lo indicó al camarero.

Era una mano pequeña, exangüe, muy frágil. La niña siguió con dificultad la línea del brazo, el hombro, vio una pequeña doble papada temblar fuera del collar de marta rubia y cuando posó la mirada sobre el rostro de la marquesa, su corazón cesó verdaderamente de latir. Se sentía al fondo de la cueva.

La marquesa la miró con sus hinchados y claros ojos celestes que parecían ocupar todo el pequeño rostro triangular. Debajo de los afeites la piel finísima mostraba el espesor de las arrugas. No era un rostro magullado por la edad, caído en gruesos pliegues o alterado, sino una cara pequeña que conservaba una línea juvenil, al no ser por aquel trapo de doble papada que le colgaba debajo y las mil arrugas sutiles que le rizaban delicadamente la piel haciéndola parecer un crespo rosáceo. Los cabellos cortos y tintos en rojo se encrespaban y caían en mórbidos anillos sobre la vieja frente en un peinado infantil. De los párpados marchitos y sin pestañas, las pupilas de un cerúleo descolorido, pungentes como dos cuchillos, inmovilizaron a la niña; y cuando la marquesa comenzó a sonreír se sintió estremecer. No había pensado que aquellos estrechos labios pintados pudieran entreabrirse: las arrugas se espesaron, nuevas rugosidades se formaron en torno a la boca y aparecieron los pequeños dientes blancos, perfectamente blancos y frescos en la encía descolorida, como si ella hubiera conservado en aquella decadencia sus dientes de leche.

Se sentaron a la mesa y el marqués se encorvó para hablar con afectuosa galantería. Y ella le respondía agitándose con melindres y sonrisas, los dedos llenos de joyas penetraban los rizos, escondía los labios en la servilleta, hermosamente, y una mirada experta filtraba por los párpados entornados. A la niña se le quedaban los bocadillos a mitad de la garganta. A cada rato uno de los dos le alisaba una mejilla, le ponía otro cucharón de crema, y hablaban entre ellos de su edad y de su desarrollo, comparándola con los niños de la familia, pero como si esto no le concerniera; y ella dirigía la mirada hacia el camarero que iba y venía impasible, la nariz puntiaguda y el ojo vítreo. No solo los bocados no bajaban, sino que comenzaban a subir…

Se sentía como en un mundo de hadas, donde las hadas y las bailarinas envejecían a su modo. Y no estaba muy segura de que envejeciendo no dejaran de convertirse en brujas. Sentía un gran hormigueo en los pies, anhelaba el aire fresco de la escalinata, donde libres y estimulantes vientecillos silbaban sobre los escalones. Apenas saliera de la cueva habría escapado corriendo escaleras arriba; y pensaba en el hermanito, en cómo habría abrazado al caniche, de rodillas, apretando la cabeza gruesa sobre el pecho, el rostro inmerso en los largos crespos negros en los cuales habría reencontrado aquel reconfortante olor a joven bestia.

Alejandría de Egipto, 1937

Traducción de Iledys González Gutiérrez

Nota de la traductora

La elección de traducir Fausta Cialente en lengua española responde a los estudios académicos acometidos por la investigadora Francesca Rubini (“Sapienza” Università di Roma), quien se ha ocupado de asediar la producción literaria de la escritora, así como de trazar la andadura de su obra en el extranjero. De tales indagaciones surgía el páramo dentro del mundo hispánico, donde la novelista italiana no había sido jamás traducida. Se volvía entonces un reclamo la iniciación en lengua española de una obra representativa de Fausta Cialente. El relato “La bailarina” que se presenta en traducción a lo largo de estas páginas inaugurales pretende ser el umbral que pueda acercar la creación literaria de Cialente al público lector y a la crítica hispanoamericanos. El texto ha sido tomado del volumen Interno con figure, Editori Riuniti, Roma, 1976, pp. 158-163.

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