Georg Trakl: poemas

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Infancia

Colmado de frutos el saúco; tranquila vivía la infancia
en azul caverna. Sobre una senda borrosa,
donde ahora silba parda la hierba silvestre,
medita el silencioso ramaje; el murmullo de la fronda

semeja al agua azul cuando suena en las rocas.
Dulce es el lamento del mirlo. Un pastor
sigue mudo al sol que desciende de la otoñal colina.

Un instante azul es sólo más alma.
En la linde del bosque se muestra medroso un ciervo, y apacibles
reposan en el valle las viejas campanas y los umbrosos caseríos.
Piadosamente conoces el sentido de los años oscuros,
frescor y otoño en solitarias habitaciones;
y en el azul sagrado aún se escuchan pasos luminosos.

Levemente cruje una ventana abierta; lágrimas
hace brotar la visión del ruinoso cementerio en la colina,
recuerdo de leyendas contadas; pero a veces se ilumina el alma

cuando piensa seres felices, los oscuros días dorados de la primavera.

En el camino

Al atardecer llevaron al forastero al recinto de los cadáveres;
un olor a alquitrán, el leve murmullo de los rojos plátanos;
el oscuro vuelo de los grajos; en la plaza montaba guardia un centinela.
El sol se hundió en negros lienzos; siempre vuelve esta tarde pasada.
En la habitación contigua toca la hermana una sonata de Schubert.

Muy levemente se hunde su sonrisa en la fuente en ruinas,
que murmura azulada en el crepúsculo. Oh, qué vieja es nuestra estirpe.
Alguien susurra abajo en el jardín; alguien abandonó este cielo negro.
Sobre la cómoda perfuman las manzanas. Abuela enciende velas de oro.

Oh, qué apacible es el otoño. Leves resuenan nuestros pasos en el viejo parque
bajo altos árboles. Oh, qué grave es el rostro de jacinto del crepúsculo.

- Anuncio -Maestría Anfibia

El manantial azul a tus pies, misterioso el rojo silencio de tu boca,
entenebrecido por el sueño ligero del ramaje, el oro oscuro de girasoles marchitos.
Tus párpados están grávidos de amapola y sueñan quedos sobre mi frente.
Dulces campanas hacen temblar el pecho. Una nube azul
es tu rostro descendiendo hacia mí en el crepúsculo.
Canto y guitarra que suenan en una desconocida taberna,

y allí silvestres arbustos de saúco, un muy remoto día de noviembre,
pasos familiares en la escalera en penumbras, una mirada a las ennegrecidas vigas,
una ventana abierta en la que se dejó una dulce esperanza:
indecible es todo esto, oh Dios, que nos estremece y hace caer de hinojos.

Oh, qué oscura es esta noche. Una llama purpúrea
se extinguió en mi boca. En el silencio
muere el solitario acorde del alma temerosa.
Deja que ebria de vino se hunda la cabeza en el arroyo**.

Paisaje

Tarde de septiembre; tristes suenan las voces oscuras de los pastores
a través de la aldea crepuscular; el fuego chispea en la forja.
Furioso se encabrita un negro corcel; los cabellos de jacinto de la doncella
ambicionan el ardor de sus purpúreos ollares.
Quedo se hiela en la linde del bosque el grito de la cierva
y las amarillas flores del otoño
se inclinan mudas sobre la faz azul del estanque.
En rojas llamas ardió un árbol; con sombrías muecas revolotean los murciélagos.

Alma de otoño

Llamado del cazador y ladrido sangriento;
detrás de la cruz y la parda colina
se empaña silencioso el espejo del estanque,
grita el azor con voz dura y clara.

Sobre rastrojo y senda
inquieta ya un negro mutismo;
cielo puro en las ramas
solo el arroyo fluye calmo y sin ruido.

Pronto escapan pez y ciervo.
Alma azul, oscuro vagar
nos separó pronto del amor y los otros.
El atardecer cambia sentido e imagen.

Pan y vino de una vida justa,
Dios, en tus tiernas manos
oscuro fin puso el hombre,
toda culpa y rojo tormento.

Transfiguración

Cuando anochece,
te abandona quedo un rostro azul.
Un pajarillo canta en el tamarindo.

Un dulce monje
junta sus manos lánguidas.
Un ángel blanco visita a María.

Una corona nocturna
de violetas, trigo y purpúreas uvas
es el año del contemplativo.

A tus pies
se abren las tumbas de los muertos,
cuando apoyas la frente en las manos plateadas.

Quieta habita
en tu boca la luna otoñal,
oscuro canto ebrio del opio.

Flor azul,
que leve suenas en la roca marchita.

Viento del sur

Ciega queja del viento, días lunares de invierno,
infancia, quedos se extinguen los pasos junto al negro seto,
largas campanadas del atardecer.
En silencio llega la blanca noche,

transformando en sueños purpúreos dolor y pena
de la vida pétrea,
para que nunca el espinoso aguijón abandone el corrupto cuerpo.

Hondo en el sueño suspira el alma medrosa,

hondo el viento en árboles quebrados,
y vacila la gimiente figura
de la madre entre el bosque solitario

de este duelo taciturno;
noches, llenas de lágrimas, ángeles ardientes.
Plateado se estrella contra el muro desnudo un esqueleto de niño.

A los que han enmudecido

Oh, la locura de la gran ciudad, cuando al atardecer
junto al negro muro se hielan árboles endebles,
con máscara plateada mira el espíritu del mal;
la luz con látigo magnético expulsa a la noche pétrea.

Oh, el ahogado tañido de las campanas de la tarde.
Puta, que con gélidos temblores da a luz un niño muerto.
Con furia, la cólera de Dios azota la frente del endemoniado,
plaga purpúrea, hambre que quiebra verdes ojos.
Oh, la risa atroz del oro.

Pero en silencio la muda humanidad sangra en lóbrega caverna,
une con duros metales la cabeza redentora.

Pasión

Cuando Orfeo toca plateado el laúd,
llorando a un muerto en el jardín crepuscular,
¿quién eres tú, yaciendo bajo altos árboles?
Murmura su queja el junco otoñal,
el estanque azul,
agonizando bajo verdes árboles
y siguiendo la sombra de la hermana;
oscuro amor
de una estirpe salvaje,
del que huye el día susurrando sobre ruedas de oro.
Noche silenciosa.

Bajo sombríos abetos
mezclaron dos lobos su sangre
en pétreo abrazo; criatura dorada
se perdió la nube sobre el sendero,
paciencia y mutismo de la infancia.
De nuevo se encuentra el frágil cadáver
junto al estanque de los tritones
adormecido en su cabellera de jacinto.
¡Que al fin se quiebre la fría cabeza!

Pues siempre, ciervo azul,
aquel que acecha bajo árboles crepusculares
sigue esas oscuras sendas
vigilante y conmovido por la armonía nocturna,
la dulce demencia;
o sonaban plenos de oscuro éxtasis
los acordes
a los fríos pies de la penitente
en la ciudad de piedra.

Noche invernal

Ha nevado. Ebrio de vino púrpura, abandonas después de medianoche la comarca de los hombres, la llama roja de su hogar. ¡Oh, las tinieblas!

Negra helada. Endurecida está la tierra y amargo es el sabor del viento; tus estrellas cierran filas anunciando malos presagios.

Vas apisonando el camino bajo tu andar de piedra, con ojos desorbitados, cual soldado al asalto de una trinchera negra. ¡Avanti!

¡Amarga nieve y luna!

Un lobo rojo es estrangulado por un ángel. Semejante a hielo azul es el crujir de tus piernas mientras avanzas y tu rostro se ha petrificado en una sonrisa de dolor y orgullo, la frente palidece ante la lujuria del hielo o se inclina silenciosa sobre el sueño de un guardián que se desvanece en su choza de madera.

Helada y humo. Una blanca camisa de estrellas chamusca los hombros que cubre, y los buitres despedazan tu corazón metálico.

¡Oh, la colina de piedra! Silencioso se deshiela tu cuerpo frío, ahí olvidado en la nieve de plata.

Negro es el sueño. El oído sigue largamente la ruta de las estrellas en el hielo.

Al despertar repicaban las campanas en la aldea. Por la puerta oriental aparece, entre destellos de plata, el rosado día.

Lamento

Sueño y muerte, lúgubres águilas
que colman de rumores mi cabeza en noches
enteras:
cual imagen dorada de hombre
que la escarchada ola de la eternidad
devora. Contra la roca tremenda
se estrella el purpúreo cuerpo.
Y la oscura voz se lamenta
sobre el océano:
mira, hermana de tempestuosa tristeza,
esa angustiosa barca hundiéndose
en las estrellas,
en el callado rostro de la noche.


Notas:

* Sobre la traducción: ver créditos.

** die Gosse: parte de la calle por donde corren las aguas. (N. del T.)

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