Imagen de Adrián Socorro Suárez
Imagen de Adrián Socorro Suárez

Una canción alejada en medio de 23, una música suave que iba conduciendo la trompeta hasta los quince pisos al lado del Yara, un cine en el que a veces nos deleitan con hermosas películas, y otras veces solo filmes de guerra, pero casi siempre hay cosas muy malas en esa pantalla terrible inventada por dos locos en Francia. Ella era la niña que fue y seguía siendo, no comerciaba con eso, no existía esa posibilidad de matar el único instante feliz de nuestra vida. Tenía dieciocho años cuando ese hombre alto, fornido y con una voz ronca comenzaba a hablarles a todos sobre pinturas, sobre sexo y música. Un hombre con unos drelocks crudos y bien cuidados, con un olor particular que desprendía su cuerpo, incomparable, adictivo, solamente se define en que se sabía en la dimensión de los espacios distantes que venía él. Era su olor. Ese hombre perturbaba su conciencia, sus emociones e inclusive llegaba a sentir unas horrendas y funestas sudoraciones.

Un jueves tras la caída de la tarde me acompañaba hasta el lugar donde vivía, una residencia donde vivíamos amontonados como bestias; cuatro en un cuarto y hasta ocho en el apartamento, en condiciones de mierda, pero era mejor eso a caminar a diario desde donde vengo: Aguacate nunca ha sido un lugar cercano para llegarle a La Habana. Él me acompañó y sus palabras al ver el lugar fueron aquí podía haberse suicidado Ángel Escobar. Sin embargo, en aquella tarde nos había leído un capítulo de Rayuela, palabras duras en un día duro. Esas palabras fueron perturbándome despacio de dentro afuera hasta sentir una consumidora palpitación en mi vulva, sentí en la soledad de un parque cegado por la multitud el fino roce de los labios dulce y caótico, un beso que nunca he deseado olvidar porque en ese inmenso vaciadero de basura sigue impostergable.

Los amantes eran ellos dos, ochos años de diferencia y sesenta años los que intercambiaba, ella era la única espectadora en el cine, se sentaba en medio de la sala, en el mismo cine que antes de 1959 fue un cine de barrio. Hoy en la ancianidad que descubre con bríos de felicidad el regreso a la juventud eterna que es la muerte y ese privilegio de ser la única persona en el cine, para ver una película de amor.

*  *  *

Tomas Stanko, blues en jazz, aparece en la pantalla un hombre negro de veintitantos años, desnudo, era el mismo joven que una vez sobre un estrado hablaba para mí. Entre la vulva y mis canas una frase; salió de mi vida y de mi casa llevándose su larga cabellera blanca. Me besaba con cierta cadencia que viene del universo del jazz, con la fluidez con la que escribía esos textos llenos de sexo. Luego, pasó sus manos por mis cabellos y fue metiendo sus manos negras y grandes entre mis pelos, como aquella vez que metió sus manos entre mis nalgas y me susurraba al oído que tenía las nalgas más bellas del mundo. Su voz era ya, el recóndito lugar donde radica solapadamente la muerte. Yo aquella vez en mi juventud cerré la puerta de mi alma por cobarde, por el quizás, los tal vez, las reacciones de mi madre. También me había castigado a buscarle en medio de las calles, detrás de los postes, en las riberas de los ríos, en todos los toques de santo, era la confirmación de que aquel Changó existía, era más que mi profesor, se convirtió en el hombre que amaba, tú me amas con la intensidad más hermosa con la que dos seres se aman.

La luz se encendió, se abrieron todas las compuertas y el hombre salía y entraba en la pantalla, besaba mi cuello, tocaba mis muslos e iba danzando en movimientos corporales esas siluetas que solo él podía hacer, pareciese que sus estudios eran la noseología de hacerme feliz. Las luces se apagaron y por vez primera a mis setenta y pico de años sentía, en mi ancianidad, un frío espantoso, el frío de la muerte y el temblor del orgasmo con su inmensa pinga de negro, en mi muerte pude ser valiente y decirle que le amaba mientras movía mis nalgas sobre su pinga, siendo la mujer más feliz en el mundo de los muertos.

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