Léon Bloy

En medios iberoamericanos se lee con frecuencia el lamento de que ya no se escribe crítica literaria profesional en periódicos, revistas o suplementos culturales. Quienes lamentan tienen razón, pero la crítica literaria que echan en falta suele ser de muy distinta naturaleza. Hay quienes añoran la crítica literaria de estilo ponderado y grave de Dámaso Alonso o Alfonso Reyes y hay quienes se identifican con el arquetipo del crítico “impune”, de que ha hablado Christopher Domínguez Michael, a la manera de ciertos momentos de Jorge Cuesta o, más claramente, de Virgilio Piñera. Pero existen también quienes asocian la crítica literaria con el panfleto, no con el panfleto religioso, moral o político, sino con el panfleto estrictamente literario.

En Iberoamérica se escribió mucho panfleto sobre masonería, catolicismo o temas coyunturales de la política entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. En buena medida, el modelo de aquellos panfletistas religiosos, morales o políticos fue el francés Paul-Louis Courier (1772-1825), autor de decenas de libelos, cartas abiertas, peticiones y pasquines sobre todo tema público, que él mismo llamaba “venenos impresos”. A fines de la centuria, otro escritor francés, Léon Bloy (1846-1917), llevaría el género cabalmente a la crítica literaria. Católico converso y fervoroso, admirador de Napoleón y de Pío IX y partidario de la canonización de Cristóbal Colón, Bloy escribió una crítica literaria dirigida contra las autoridades de la literatura francesa de su tiempo.

Hace un tiempo la editorial Berenice, en España, rescató en traducción de Teresa Lanero, una parte de la crítica literaria de Bloy, sobre todo, en los años 1880. Se trata de las colaboraciones del escritor católico para la revista Le Chat Noir, editada en un cabaret parisino del mismo nombre, donde se reunía un grupo de escritores de poco reconocimiento, nucleados en torno al poeta Émile Goudeau, que antes había integrado el efímero club de Les Hydropathes. Aquellas críticas literarias de Bloy fueron reunidas en un volumen titulado Propos dʼun entrepreneur de démolitions (1884), que se tradujo al español como De un experto en demoliciones.

El blanco de las demoliciones de Bloy fueron, como decíamos, las celebridades literarias de la Francia de la Tercera República, vivas o muertas: desde los liberales antibonapartistas Benjamin Constant y Madame de Staël, reivindicados tras la caída del Segundo Imperio, hasta los grandes novelistas románticos y naturalistas y los poetas parnasianos y simbolistas. Staël, según Bloy, era la “gran Sibila del entusiasmo” y Constant, ese “Trissotin [por el personaje avaro y pedante de Molière] del jacobinismo atemperado”. Entre los pensadores de su tiempo, casi todo el odio de Bloy se concentraba en Ernest Renan: “rostro lampiño, nariz vitelina enrojecida y picada con pequeños sabañones que parecían mezcla entre las yemas de la flor del melocotonero y las pústulas bermellón del lloriqueo crónico, […] su papada gorda y suculenta es la de un eclesiástico que lleva tiempo acomodado a las delicadezas de este mundo carnal, […] su oreja estirada de doctor viejo y saduceo poseído por el espíritu de la disputa y medio sordo”.

Según Bloy, los poetas y narradores de la generación anterior (Lamartine, Hugo, Balzac, De Vigny, Stendhal, Baudelaire, Musset…) tenían muy poco que decir a la Francia finisecular. Entre los novelistas milagrosamente se salvaba Flaubert, y los naturalistas, al estilo de Zola y Maupassant, eran los “parásitos de nuestro virus nacional”, que sólo estaban ahí para saciar al “insalubre burgués que los adora”. Zola, especialmente, es, según Bloy, el “más afecto y vanidoso de los novelistas que se ha pasado quince años pavoneándose y estafando sobre una tarima de estrepitosa publicidad”. Simbolistas o parnasianos, Baudelaire o Banville, Leconte de Lisle o José María de Heredia son “rumiantes del Parnaso”, adoradores de una aristocracia venida a menos.

Entre los poetas Bloy se ensaña con Catulle Mendès, al que, en evidente antisemitismo, llama “Abraham” y “horrible judío que necesita una piel nueva que sustituya la suya, que comienza a estar demasiado usada”. Mendès, al decir de Bloy, resulta “tan bizantino que podría representar él solo toda la decadencia”. Entre los críticos, naturalmente, la “masacre” se dirige contra Sainte-Beuve y su discípulo Louis Veuillot. Ambos son ese “caracol sin clarividencia que deja tras de sí una baba de treinta volúmenes antes de extraer una serie de frivolidades inauditas de su pensamiento para regresar a la pavorosa nulidad de sus orígenes”.

Pero las masacres y demoliciones de Bloy tienen límites precisos, que son, en resumidas cuentas, sus amigos y patrocinadores. Émile Goudeau, Rodolphe Salis y Maurice Rollinat, tres nombres hoy menos recordados que cualquiera de los anteriores, son referidos como genios. Y entre todos sus amigos, desde luego, el ídolo de Bloy, Barbey dʼAurevilly, monarquista y jansenista, enemigo de la Tercera República, será tratado como príncipe secreto o no reconocido del Parnaso. En una supuesta reseña de Lo que no muere, luego de exaltar Las diabólicas y otras obras de Barbey dʼAurevilly como “frescos morales del horror más obsesivo, que no pretenden ser más que la historia del Pecado y que cuentan esa historia de una manera poderosa”, Bloy se disculpa de no tener necesidad de comentar la obra de marras: “después de esta afirmación, sin duda entenderán que me niegue a realizar cualquier análisis o examen estricto de Lo que no muere”. Si se ha dicho que su autor es un genio, qué más decir.

Grandes admiradores de Léon Bloy en Hispanoamérica como Rubén Darío y Jorge Luis Borges se percataron de esas arbitrariedades y, en el fondo, aunque disfrutaron su estilo no lo colocaron en el lugar de eso que Domínguez Michael, pensando en Leopoldo Alas (Clarín), llama “la crítica impune”. Según Darío, en Los raros, Bloy fue un “sagitario del moderno bajo imperio social e intelectual”, que midió a “grandes, medianos y pequeños con el mismo rasero”. Borges dirá que había en la prosa de Bloy un tono de “profeta demoníaco” o de miembro de secta esotérica, a pesar de su tradicionalismo católico. El encumbramiento literario de sus amigos y empleadores, contra las autoridades literarias de Francia, respondía a esos modos sectarios, tan comunes en el panfletismo de todos los tiempos.

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