La obra del autor puertorriqueño Manuel Ramos Otero (1948-1990) se crece con el tiempo. Quizás porque como autor de culto cuyas novelas, ensayos, poemas y relatos no se reeditan desde los años noventa, ha ido adquiriendo una aureola mítica; especialmente en su país natal, de donde se “sexilió” muy joven, y en Nueva York donde realizó toda su carrera académica y literaria. Como con Reinaldo Arenas, otro autor maldito, la pandemia del sida truncó la vida y proyectos de Ramos Otero, dejando un importante vacío en la literatura hispanoamericana del pasado siglo. La adquisición que la biblioteca de Columbia University hizo de sus archivos, de cierta manera ha garantizado la perdurabilidad de sus escritos y demás materiales inéditos, que el catedrático y crítico Arnaldo M. Cruz-Malavé consultó para la edición de los Cuentos “casi” completos, publicada en La Habana por Casa de las Américas en 2019, y de los Cuentos “completos”, publicada en San Juan por el Instituto de Cultura Puertorriqueña y Ediciones Callejón en 2023.
Esta última compilación reúne en sus 534 páginas cuidadosamente anotadas, el aliento siempre poético de una narrativa donde lo confesional, autobiográfico, soñado, creado y recreado confluyen en un lienzo de afectos, desafectos, pasiones y animadversiones, presto a rasgarse al contacto con la piel. Escritura del cuerpo entonces, espejeando el sarduyano, en su labor de construir un conjunto de planos donde la intertextualidad se yuxtapone a una intersexualidad sin límites, que buscó en su momento normalizar y enaltecer un erotismo otro, mediante un lenguaje igualmente deslastrado de todas las restricciones y ambigüedades intrínsecas al ser caribeño. Un lenguaje no obstante sumamente lírico, imprescindible para lograr el necesario balance entre contenido y forma. Tal cual Ramos Otero asentó en una entrevista, “para poder bregar con este lirismo en la narrativa me parece que es necesario ser claro, ser directo con las palabras y la estructura de las oraciones”. Claridad pues, no exenta sin embargo de vericuetos y laberintos por donde perderse en la lectura, torrencial desde sus significados y signos, entroncándolo con la exuberancia de José Lezama Lima, para quien, volviendo a Severo Sarduy, la tela verbal queda alumbrada por el “chisporroteo anaranjado de la significación”.
Errar en la fosforescencia del lenguaje
Tal resplandor lingüístico atraviesa con sus descargas la totalidad de los cuentos incluidos, tanto publicados como inéditos, dibujando un completo y complejo perfil del autor, al tiempo de reflejar miedos, frustraciones y resentimientos, producto de su conflictiva correspondencia con las dos Islas donde transcurrió la mayor parte de su existencia. Se establece así una serie de “relaciones melancólicas especulares”, según apunta Cruz-Malavé en el prólogo, marcando el desarrollo de las historias, a caballo entre la libertad individual y la impunidad proporcionada por Manhattan, y la fuerza del universo familiar puertorriqueño, impregnado de nostalgia por un pasado donde se leen también los traumas provenientes del colonialismo español y el norteamericano.
De todo ello Ramos Otero extrajo la materia para ir zurciendo estos relatos a modo de un gran edredón que acabó confluyendo en el NAMES Project AIDS Memorial Quilt; si bien la temática sobre la enfermedad se expande hacia “el cáncer o la lepra” de “Tren que no pasa por la vía”, cual parte de la reflexión del autor acerca de los males del vivir. Males que, como para Reinaldo Arenas, tienen sus raíces en el opresor, ya sea el colonialismo o la dictadura castrista. Y si para Arenas Nueva York representó la liberación tras la represión sufrida en Cuba, para Ramos Otero “la vivencia neoyorkina” resultó ser “una apertura contra el colonialismo isleño”. Ello, pese al desencanto último de ambos con la ciudad de los rascacielos, transformada en hábitat hostil a partir de la pandemia, pero también antes, cuando la sobrevivencia era para Ramos Otero estar “desempleado, vagando los días de una ciudad en ruinas, viviendo y escribiendo el cuento de la Mujer del Mar”.
Las coordenadas puestas a orientar al lector por entre las particularidades de estas historias, tienen entonces a la errancia como motor. Una errancia activa en su objetivo de sedimentar las experiencias vueltas historias mediante la alquimia del lenguaje, que arrastra a quien se sitúa al otro lado de la página hacia las zonas donde circulan los personajes, ya sea un lugar emblemático del Viejo San Juan o los escalones de Christopher Street. En todos, la veracidad y la voracidad de los eventos narrados envuelve y predetermina los destinos de las distintas voces con las cuales Ramos Otero despliega su capacidad de transformarse y contar, indistintamente desde un yo masculino o femenino, fundiéndolos igualmente en una sola voz. Y es que la escritura tampoco evade el espacio femenino de significación; el yo se integra a él, aunque, a la inversa de otros escritores afines como Manuel Puig, no se transforma en él, pues existe un tempo de diferenciación marcado por el pronominal yo, erigido entre el autor y la ella del cuento. Esto, al interior de un espacio textual que no solo destila erotismo, sino que se combina con una dosis de concientización, en cuanto al sentido de inferioridad impuesto al hombre gay y a la mujer puertorriqueña, tanto dentro como fuera de la Isla.
Penetrar en el ímpetu de la voz narrativa
Desde los espacios en disolución de ambas geografías, estos cuentos seducen a los lectores invitándoles a adentrarse en el impulso de un yo, cuyos reveses se atenúan cuando se devuelve a los tatuajes cincelados por los amantes sobre la piel del texto, donde la cultura popular, especialmente el cine, ocupa un lugar privilegiado. “El autobusero me ha mirado con indiferente ansiedad y he pensado lejanamente en los labios de Iván. Una sensación de desacierto me invade inconscientemente. Volver a pensar en Iván es como volver a pensar en su encuentro. Iván me hace pensar en Marilyn Monroe y el otoño”, recapitula el protagonista de “Suicidio con hormigas africanas y ciruelas blancas”, haciéndose con lo que Richard Dyer, refiriéndose al camp cinemático, ha dado en denominar “la teatralización de la experiencia” desde la mirada homosexual, cuya “aguzada sensibilidad” le permite captar “aspectos de la interpretación que otros parecen integrar por rutinas o de manera inconsciente”.
Este estado de alerta se agudiza en “Hollywood memorabilia”, el relato con el cual se abre la colección, donde un joven autor, proyeccionista en un “cine de segunda” neoyorkino y apasionado del Hollywood dorado, traspone a su historia amorosa las de sus héroes del celuloide. Con ello Ramos Otero gana para sus caracteres el sentido de artificialización del camp, pero sin llegar a la irrisión kitsch, pues el estilo no responde a la sentimentalización por exceso. Más bien crea un espacio de resistencias cuyo carácter transgresor viene dado por la capacidad del lenguaje para denunciar los otros males; los de la sociedad intolerante hacia quienes no entran dentro del canon establecido, ya sea el “presidente de la Universidad del Estado por sospechársele homosexual reprimido”, “o el chico vestido de revolucionario que casi no respira durante la proyección de The Fountainhead”. Film este donde se muestra justamente la lucha por mantener una visión propia del mundo sobre la normalizada por lo establecido, cual operación distintiva de los cuentos; si bien priva en ellos el sentido de totalidad, dable de abarcar en un solo plano-secuencia tanto lo mítico como lo anecdótico, cual preocupación permanente del autor. “Hay una unión de dos mundos diferentes dentro de la ficción o la narrativa que estoy escribiendo, pero también dentro de la poesía. Estoy tomando elementos conocidos, que para mí son muy míticos, y estoy llevándolos a un nivel poético pero también anecdótico”, recalcó en otra entrevista, poniendo de relieve la importancia del sincretismo entre lo dicho y el lenguaje con el cual se verbalizan los pormenores de una voz narrativa perennemente arrebatada.
Respirar en el entramado del lenguaje
La respiración, siempre en la boca de la escritura, le impide al lector hacer acopio del aire suficiente para recorrer de una sola bocanada estas páginas. El jadeo constante exige una lectura con pausas y a ritmo de bolero o tango, que “Funeral” recoge en la “forma sagrada de respirar” de La Bebe. Una cantante igualmente mítica, inmersa en un cosmos muy particular donde el artificio o esa “dosis de mistificación del mundo”, como lo ha precisado Rafael Castillo Zapata en su Fenomenología del bolero, envuelve cada uno de sus gestos, consignados en la página por la fascinación del narrador-espectador. Aquí la recherche como exploración de lo vivido y desvanecido en la nebulosa del tiempo, se recobra desde la autorreferencialidad de la protagonista, quien “hablándose a sí misma logra recapturar todo lo perdido”, a la vez que “siente delirio por ese pasado que sabe que jamás volverá”. Una maniobra a la cual Ramos Otero recurre para rescatar del olvido experiencias y lugares, magnificados por la distancia temporal y geográfica, que los hace mucho más presentes al ser quimera o ilusión esfumada, pero cuerpo vivo al fin dable de ser recorrido con el placer barthesiano puesto en el entramado del lenguaje.
La penúltima sección del libro incluye dos relatos hondamente personales “La fea Otero” y “Enfermedades incurables”, que le da nombre a la sección. En el primero, el texto como “objeto fetiche” barthesiano describe detalladamente el doble lenguaje del cuerpo y del texto mismo, enfatizando el lugar ocupado por la madre en ambos. “Ella conocía la única regla de la lengua: saber qué decir, cómo decirlo y cuándo, para que los demás interpretaran su silencio”. Y es paradójicamente desde esa supresión del habla de donde Carmen Ana Otero se cuenta y nos cuenta su historia, que el hijo reconfigura buscando exorcizar recelos y carencias, pero anclado en la otra Isla. Ello, pues solo poniendo un mar de por medio, puede “delinear el rostro que la distancia y el olvido desvanece”, haciéndolo mucho más cercano.
“Enfermedades incurables”, “relato inédito de 1982 –el cual podríamos llamar premonitorio de la representación explícita del sida en sus libros posteriores”, como indica Cruz-Malavé–, retoma las dolencias y achaques de la madre devolviéndose a su vez a los que se llevaron a otros miembros de la familia. Todos ellos recuperados desde una metrópolis nada amable, pero en la cual ha plantado su bandera, pese a haber tenido que vivir en “ochenta y siete cuartos diferentes y sobrevivido veinticuatro robos”. Y si Nueva York no le brindó el lugar sólido donde guarecerse de tanta intemperie, no es menos cierto que la amó, y solo en ella hubiera podido escribir como lo hizo y ser quien fue. Porque, como dijo Howard Roark, el protagonista de la novela de Ayn Rand The Fountainhead, con cuya versión cinematográfica un joven –quizás el mismo Ramos Otero– queda hechizado frente a la pantalla: “cuando miro la ciudad desde mi ventana –no, no siento lo pequeño que soy– pero siento que si una guerra amenazara esto, me arrojaría al espacio, sobre la ciudad, y protegería estos edificios con mi cuerpo”.