Han caído ya tantos en este abismo
¡abierto en lontananza!
y yo me borraré un día sin rimas
de la tierra, es verdad.

Se congelará lo que fue —lo que canta
que lucha, brilla y quiere:
y el verde de mis ojos y delicada voz
y dorados cabellos.

La vida estará allí, su pan, su sal,
olvidadas jornadas.
Y todo pasará como si bajo el cielo
¡yo no hubiera existido!

Yo que cambiaba, como un niño, su rostro
—malvado por momentos—
amaba la hora en que el leño se enciende
que cenizas se vuelve,

y el violonchelo y las cabalgatas
y campanas tañendo…
—yo viviente, verdadera
sobre la tierna tierra.

A todos —¿qué importa? yo no escatimo nada,
vosotros: ¡¿sois míos y extranjeros?!—
os pido confianza plena
os ruego que me améis.

Día y noche, la voz o la escritura:
por mis “sí” y mis “no”, azotadura
del hecho tan común —estoy muy triste,
de no tener sino veinte años,

Del hecho del perdón inevitable
de ofensas ya pasadas,
por toda mi ternura incontenible
y mi orgulloso rostro,

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y la veloz locura de los tiempos,
mi juego, mi verdad…
—¡Escuchadme! —tenéis que amarme más
ya que yo moriré.

Traducción: Lorenza Fernández del Valle

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