'La retaguardia' (detalle), José Clemente Orozco, 1929, litografía, colección Museo de Arte Carrillo Gil

Presentación

La Revista de Occidente, fundada por José Ortega y Gasset, acaba de cumplir un siglo de existencia y, entre sus actos, ha dedicado su número 501 a “La estética de la retaguardia”. A este dosier contribuyeron Ticio Escobar, Fernando Castro Flórez, Pablo Helguera, Marina Hervás Muñoz, Eduardo Alaminos López e Iván de la Nuez, quien expuso por qué había escrito, precisamente, Teoría de la retaguardia, libro publicado en España por consonni (2018) y que saldrá próximamente en inglés por Seven Stories y en árabe por Ninawa.

Rialta ofrece una versión reducida del texto original aparecido en Revista de Occidente.

Cubierta de la 'Revista de Occidente' dedicada a la "Teoría de la retaguardia, febrero, 2023
Cubierta de la ‘Revista de Occidente’ dedicada a la «Teoría de la retaguardia, febrero, 2023

¿Por qué escribí una teoría de la retaguardia?

Escribí Teoría de la retaguardia (consonni, 2018) como homenaje crítico a un libro que creí superado: Teoría de la vanguardia. Ese monumento que Peter Burger había dedicado a las dos tareas más importantes que, a su juicio, demandaba el arte en los años setenta del siglo XX: romper la representación y disolver la frontera que lo separaba de la vida. El fracaso en esta doble empresa habría certificado, según él, la derrota de la vanguardia y quizá algo peor: su imposibilidad. Así pues, no me quedó otra opción que escribir en el ámbito de un gran fiasco, aunque nunca para llorar por él ni maquillarlo. Sobre todo, porque nuestra época no está marcada por la distancia entre el arte y la vida, sino por una tensión, también irresuelta, entre el arte y la supervivencia, que es la continuación de la vida por otros medios. (Eso sí, más precarios).

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Escribí Teoría de la retaguardia –apenas un rasguño a la obra maestra que refiere– por un problema con el sentido del tráfico. Por irritación ante el tránsito de un Arte Contemporáneo que iba dejando sus esquirlas en la política, la iconografía o la literatura para acabar regresando, cada vez más maltrecho, a esa Ítaca perpetua de la cual renegaba: el museo y sus similares.

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Escribí Teoría de la retaguardia contrariado por la proporción actual entre ready made y cultura. Por el hecho de que, cada vez que Marcel Duchamp resucita, y lo hace a menudo, se encuentra con que el ready made, como el dinosaurio de Monterroso, sigue todavía ahí. Un ready made que, cuando él murió en 1968, se comportaba como un capítulo del arte, la vanguardia o aquella revolución al alcance de unos adoquines. Un fragmento de esos estratos mayores que gobernaban la historia. Pero ahora, cada vez que el maestro consuma el ritual de su eterno retorno, se tropieza con que, al contrario de lo que ocurría en sus tiempos de artista vivo, son esos grandes temas –el arte, la vanguardia y la revolución– los que han quedado reducidos a meros episodios de un ready made que ya lo abarca todo.

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Escribí Teoría de la retaguardia contra un presente adjetivado en el que cualquier cosa es susceptible de reciclarse como artístico. Y en el que, tal como sucedió con aquel urinario seminal, las cosas son cambiadas de sitio con el secreto fin de neutralizar el calado subversivo o simplemente brutal de su sentido primigenio. Da lo mismo que se les coloque en una galería o en un parlamento. El ready made es ya la experiencia más absoluta de esta época en la que todo, desde lo más sagrado hasta lo más profano, es carne de museo: el comunismo y la Guerra Civil, el grupo armado Baader Meinhof y los trajes de Gadafi, Guantánamo o la acción social (siempre y cuando la asumamos como “una de las bellas artes”). Acoplando nuevas tecnologías y viejas vanidades para diseminar esa continuación de la vanguardia por otros medios. ¿Qué significa “por otros medios”? Pues que, así como la guerra, según Clausewitz, consistía en una continuación violenta de la política, ahora el arte opera como una continuación light de esta. Y si Duchamp, o más tarde Jeff Koons, concedieron entidad artística a algunos objetos –un urinario, una aspiradora– por el hecho de colocarlos en una galería, ahora ha llegado el turno a los sujetos.

Antes fueron las cosas y hoy son las causas

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Escribí Teoría de la retaguardia por elemental sentido de la autocrítica. Porque, si hasta hace muy poco el rechazo a sus procedimientos espurios provenía de los “enemigos del Arte Contemporáneo”, hoy son unos cuantos los que, desde ese propio mundo, se resisten a envasar al vacío las contradicciones sociales para servirlas más tarde con una lógica de supermercado desde la cual la crítica queda convertida en denuncia, el discurso en retórica, la democracia en catarsis. También porque, a estas alturas, resulta difícil sobrellevar estas operaciones que denuncian el crimen reproduciendo el crimen, que redoblan la dominación para que esta resulte más evidente, y que llegan a la humillación de seres humanos… ¡para que podamos constatar la crisis del humanismo!

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Escribí Teoría de la retaguardia convencido de que aquel ciclo comenzado por Duchamp había llegado a su fin. Y de que, si este declive era real e irreversible, entonces ya no tendría sentido seguir hablando de eso que, perezosamente, seguimos llamando Arte Contemporáneo.

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Escribí Teoría de la retaguardia para vindicar el valor de ese espacio sin linaje que le da sostén a la tropa. Porque si en la vanguardia todo es certeza, en la retaguardia casi todo es incertidumbre: ¿con qué contamos para seguir, cuantos heridos tenemos, qué munición nos queda, qué pertrechos y para cuántos días? En De la guerra, la duda es la clave del capítulo titulado, precisamente, “Crítica”. Allí, Clausewitz recomienda sospechar ligeramente de las causas, que todo lo justifican, incluidos nuestros errores más letales. Sería, más bien, en el ámbito de las consecuencias donde debería establecerse con más pertinencia esa crítica. En esa zona poco glamurosa de la guerra que ocupa la retaguardia: ese perímetro donde van a recalar las formas extremas de una supervivencia que no encuentra correlatos institucionales que alojen con solvencia sus retos.

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Escribí Teoría de la retaguardia sabiendo que artistas como Duchamp o Beuys lo dieron todo para quebrar ese muro casi infranqueable entre el arte y la vida. Pero también que esta no había sido una batalla exclusiva de los vanguardistas. Un decadente como Oscar Wilde consiguió amalgamarlos y lo cierto es que pocos, como él, han pagado tan caro el experimento de esta fusión. No hablemos ya de Gilbert K. Chesterton, quien armó –siempre mediado por su colosal ironía– una fábula sobre el arte como anarquía en El hombre que fue jueves. De hecho, escribí Teoría de la retaguardia para recomendar esta novela como materia obligatoria de estudio a las actuales agencias del arte político que pululan por el mundo.

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Escribí Teoría de la retaguardia porque no encontraba una figura más próxima a la precariedad desde la que brotaban mis preguntas. ¿Cuál sería el arte futuro de unos artistas que habitan un mundo y un discurso que lo niega? ¿Cuál el futuro de ese Arte Contemporáneo que ha preferido la inmortalidad al porvenir? Hace medio siglo, Blanchot le hizo esta pregunta a la literatura en El libro que vendrá. (Un libro de retaguardia certificado hace medio siglo para nosotros y para hoy mismo). El capítulo “De un arte sin porvenir” no puede ser más explícito, pues en esa falta de destino es donde se cifran las claves para entrever el mañana. “Cualquier arte se origina en una carencia excepcional”. Aún más. El arte futuro de una vida sin futuro tendría, según Blanchot, al menos una ventaja. Y es que el artista o el escritor –Blanchot los unifica sin distingo– ya vendrían despojados del deseo de alcanzar “el poder y la gloria”. Una insuficiencia que, por otra parte, se bastaría para dotar a las obras con otro sentido y modificar, tanto la experiencia del autor como la del encargado de leer o interpelar sus creaciones. El futuro de Blanchot prefiguraba, además, una situación muy similar a la que hoy vivimos. Una atmósfera de “extraordinario batiburrillo que hace que el escritor publique antes de escribir, que el público informe y transmita lo que no oye, que el crítico juzgue y defina lo que no lee, que por último, el lector haya de leer lo que aún no está escrito.”

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Escribí Teoría de la retaguardia plantado en este presente –que era el porvenir de Blanchot, no lo olvidemos– en que al arte pueden aguardarle, al menos, tres avatares posibles. Uno, actuar como ironía de lo que fue y de lo que ya no podrá ser. Dos, afianzar su tendencia a suceder como texto, y disfrutarse u odiarse como lectura. Una tercera eventualidad vendría servida por un rudimento más discreto, que suplantaría este tiempo marcado con el superávit de obras posibles por una época singular de obras necesarias.

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Escribí Teoría de la retaguardia para hablar de la supervivencia del arte, pero, además, de algo mas perentorio y visceral: el arte de la supervivencia. En ese punto exacto en el que Marcel Duchamp resucita, va más allá del ready made y escupe su autodefinición más agónica: “Soy un respirador”.

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Esa frase resume, finalmente, por qué se escribe una teoría de la retaguardia: por mero instinto de supervivencia.

Imagen de cubierta de 'Teoría de la retaguardia', consonni, 2018
Imagen de cubierta de ‘Teoría de la retaguardia’, consonni, 2018
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IVÁN DE LA NUEZ
Iván de la Nuez (La Habana, 1964). Ensayista y curator. Entre sus libros, traducidos a varios idiomas, se encuentran La balsa perpetua (1998), El mapa de sal (2001), Fantasía roja (2006), Inundaciones: invasiones artísticas en las fronteras políticas (2010), El comunista manifiesto (2013), Teoría de la retaguardia (2018), Cubantropía (2020) y La larga marca (Rialta Ediciones, 2021). Ha sido curator de exposiciones como La isla posible, Parque humano, Postcapital, Atopía. (El arte y la ciudad en el siglo XXI), Iconocracia, Nunca real / Siempre verdadero o La utopía paralela; así como de las retrospectivas de Joan Fontcuberta y Javier Codesal. Su libro más reciente es Posmo (consonni, 2023).

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