Fotograma de ‘Quiero hacer una película’, Yimit Ramírez, dir., 2020

El precio de que los españoles vayan de vacaciones a Cayo Coco es que el cineasta Yimit Ramírez sea despachado a España y que su película se presente en el Festival Rizoma, y no en La Habana. Un intercambio asimétrico, si los hubo. La balanza moral de nuestras dos naciones adolece de un déficit sesquicentenario, siempre en perjuicio de Cuba.

El régimen de los Castro despacha a Yimit al destierro en la Madre Patria y, al mismo tiempo, importa a españoles y españolas para que gocen de Cuba: una variante turística de la limpieza étnica.

Hordas de cubanos reprimidas a golpe de tonfa, hambruna y actos de repudio. Corte. Gallegos tomando el sol en piscinas olímpicas. Corte. Bióloga cubana atacada por turbas castristas. Corte. Gallegas buceando en arrecifes coralinos. Corte.

Cualquier valor emergente de la cultura nacional sacrificado al apetito sexual del gallego, que disfruta libremente de las bellezas de su nueva y mejorada colonia. “¡Una colonia sin los dolores de cabeza del colonialismo!”, diría el prospecto. “¡Reconquistada por gallegos, para gallegos!”.

Algunos españoles creen que en Cuba puede vivirse con treinta euros mensuales. ¡Vaya, gallegos, hablando por teléfono! ¿Quién dijo que la Leyenda Negra ha muerto? Venga a La Habana y tómele el pulso.

Gallegos que luchan, hombro con hombro, junto a los generales de GAESA, contra las reclamaciones de propiedades confiscadas a sus legítimos dueños. ¡España exige respeto para sus vacacionistas! ¡Abajo la Helms-Burton! Cualquier gallego está autorizado a entrometerse en nuestros asuntos internos, los mismos asuntos que al cubano le está prohibido debatir.

Ergo, Rizoma.

Después de exhibirse Quiero hacer una película, ¿qué pensarán de nosotros en Madrid? Un Parlamento de curros no se pone de acuerdo a la hora de llamar a la dictadura por su nombre, mientras el director de la RAE visita el Palacio de la Revolución. La España de Francisco Franco y Pablo Iglesias jamás ofenderá a los Castro: el apellido tiene connotaciones subliminales para los gallegos.

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Los cubanos siguen follando para esparcimiento y disfrute de gallegos. En la novela y la pantalla, follar ya es parte de nuestra Weltanschauung. También Quiero hacer una película trae su fuerte dosis de morbo, pero sin renunciar a la crítica de la razón pornográfica.

Los gallegos turistas visitan el monumento a los zapaticos de bronce de Antonio Gades en la Sierra Maestra el mismo día en que profanan tumbas en el Valle de los Caídos. Ese es el balance del intercambio cultural asimétrico.

Me pregunto cuándo les llegará a los cubanos la hora de las profanaciones. Zapaticos de bronce amarrados al tobillo de un esqueleto de bailarín gitano arrojados al fondo de la fosa de Bartlett.

Yo quiero ver esa película.

Diamante en el cieno

El cubano moderno se expresa en obscenidades: lingüísticas, políticas y artísticas. La dictadura es obscena, y la realidad que se desprende de ella lo es también, necesariamente. Sin embargo, Yimit Ramírez, el director de Quiero hacer una película, encuentra decoro aun en la obscenidad endémica.

Tony y Neisy, los protagonistas de QHUP, representan la nueva escala de valores. Son el rostro de nuestra flamante conciencia cívica. La ciudadana Neisy se enfrenta a los prejuicios maternales, resumidos en dos típicos parlamentos: “¿Tortillera, tú?” y “¡Esto no me lo puedes hacer a mí!”.

Lo mismo que Neisy, Tony no consigue insertarse en las categorías sociales de un protagonista tradicional de películas cubanas. Ha tenido experiencias con hombres, y lo admite sin tapujos. Su concepto de género es tan fluido como el de Quiero hacer una película, filme transgénero en todos los sentidos.

Cine dispuesto a arriesgarse hasta el delito por tal de lograr la toma perfecta; cine dispuesto a meterse debajo de la cama y rascabuchar a Cuba por un espejito. Lo que revela la nueva perspectiva es la imagen 4K de los años veinte. Es el punto de vista de la naciente contrarrevolución, algo tan escandaloso que ni los mismos cineastas estarían dispuestos a admitirlo.

No más tomas heroicas o condescendientes. Aquí el cine desciende, más bien, del pedestal, rebajado a nivel del piso para hacerlo convivir con los perros y la mugre.

QHUP es el réquiem por el cine heroico.

Atrás quedaron Llauradó, loca obligada a hacer el papel de militante; Corrieri, sátiro y delegado a la Asamblea; Perugorría, Mefisto criollo; y Mirtha Ibarra, esposa ejemplar del apparátchik romántico. Sólo Tony y Neisy, en toda la historia del cine cubano, se atreven a ser absolutamente sinceros. No son sólo el rostro del cine independiente, sino el de la independencia misma.

El choque generacional entre la segunda camada de segurosos y su prole no había sido representado antes de manera tan cruda. Los operativos de misiones internacionalistas en Montreal, Nueva York y las capitales europeas, llevaban con ellos a sus hijos e hijas, futuros cineastas. Tony es uno de esos vástagos del privilegio: urbano, políglota y cosmopolita. Si su padre hizo la revolución, él solo quiere hacer una película.

Pero, ¡atención! No hay que dejarse engañar por los camajanes de la crítica. Una película no es únicamente una película: es una política. Más allá de sus malabarismos formales, QHUP es el manifiesto de una generación desencantada. El desencanto es el verdadero tema de QHUP, expresado en los términos de esos mismos malabarismos formales. Lo narrativo está obligado a emprender una revolución de las formas para estar a la altura de la bajeza y adoptar el punto de vista de la desesperanza.

Aprender a hacer cortes por cualquier parte, pero manteniendo el hilo, manteniendo en vilo. Poner en pantalla un nuevo tipo de incoherencia, apropiarse las técnicas de fold-in de William Burroughs y el découpé de Varda y Godard. Hacer que el tiempo de la representación se doble sobre sí mismo, como un torus, como una balsa.

QHUP es cine-balsa, cine a la deriva.

I can’t get no

La película abre con dos establishing shots puramente hollywoodenses que se remontan a la era de la normalización. En el primero, un almendrón maquillado avanza a toda velocidad por una calle de La Habana Vieja durante la filmación de Fast & Furious. Hay un helicóptero armado de cámaras Arriflex que sobrevuela el Paseo del Prado, rozando peligrosamente el Capitolio: es el enviado plenipotenciario de la Fábrica de Sueños, o la carabela de nuestros más recientes descubridores.

Luego pasa la caravana de carrones negros que transporta al emperador Obama. (En el futuro, los personajes de Yimit Ramírez serán conocidos como “aquellos que vieron pasar la caravana de carrozas negras”.) Dos fotos fijas enmarcan el principio y el fin de la época de que se ocupa el guion: la primera es del concierto de los Rolling Stones en La Habana, en 2016, donde, en un momento de arrebato psicodélico, Neisy se arranca la blusa y enseña las tetas en medio de la muchedumbre que asistió al histórico evento.

En la Cuba del 2016 todo parecía “histórico”. La historia misma despertaba del largo período de hibernación castrista. Yimit se apropia de esa plusvalía historicista para inocularla en su película. Que una obra aparentemente caótica y desarticulada contenga una historia sublime, exquisitamente construida, es el aporte de Quiero hacer una película al nuevo lenguaje cinematográfico cubano.

En la noche de piedras rodantes, Tony retrata a Neisy en un momento puro, un momento reality. El resto de la película es la consecuencia de la obsesión que lo lleva a meterse debajo de la cama de su estrella y a perseguirla, cámara en mano, por toda La Habana.

En la capital del derrumbe y la distopía, Tony es stalker.

Robando cámara

Momentáneamente, la acción se traslada a los acomodados interiores de una vivienda de pinchos. El salto de ambientes es toda una declaración de principios para quien pueda ver los signos del privilegio en una simple habitación bien iluminada, una cama tendida, o en la inefable atmósfera hogareña de la que carecen las imágenes del gueto donde malvive la estrella.

En la habitación de Tony nos encontramos lejos del submundo, y QHUP oscila entre polos opuestos. La secuencia de la bronca de padre e hijo se desarrolla en los pasillos del poder: un zaguán que va de la saleta bien amueblada a la alcoba del hijo de seguroso. Unos ambientes estrictamente vedados a los ciudadanos de a pie y unas locaciones que habían permanecido en las sombras llegan a la pantalla saturados de una enorme carga política y semiótica. (¿Entenderían estas sutilezas en Madrid?).

Mientras que el rostro de Neisy es filmado en primerísimos planos que permiten observar la belleza malograda por la miseria, una asimetría facial que expresa una situación social desesperada y una fealdad que se trueca en hermosura tras un arduo proceso de recesión genética (del que la Revolución es solo uno entre otros factores medioambientales), la jeta del padre de Tony queda pixelada e irreconocible.

Como en el cuadro Gala desnuda mirando el mar que a 18 metros parece el presidente Lincoln, de Salvador Dalí, en Quiero hacer una película puede atisbarse, en la desorganización cibernética del castrismo, la imagen de la Cuba deseada.

Tony recibe cámaras de regalo que, a su vez, son filmadas en la escena del drama de alcoba. El padre burlado sorprende al hijo con su estrella (en la pantalla del visor). Acaba de enterarse del arresto de Tony, sacado de debajo de una cama en algún barrio marginal. El padre oficialista se declara dueño y señor de los medios de producción, y sus palabras quedan registradas en otra cámara.

La Revolución, habituada a operar en las sombras, de acuerdo con el principio martiano expresado en el lema “En silencio ha tenido que ser”, no sabe qué hacer con tanta sobreexposición, hasta que queda expuesta a la consideración de un público madrileño que posiblemente no entienda por qué diablos los cubanos arman tanta tragedia, o por qué una cámara de cine es estrellada contra el piso para salvar el honor de la patria y la familia. Después de todo, durante el franquismo floreció el mejor cine, y una cámara nunca fue considerada un arma.

Pero todo eso cae dentro del campo de lo rizomático.

Martí blasfemado

Basta un minuto y medio y cuatro invectivas para dinamitar al Apóstol. El cine de Fernando Pérez trató a Martí con los miramientos propios del manual de protocolo castrista. La manuela del Pepito adolescente, en El ojo del canario (2010), fue aplaudida a rabiar por un público de Marianas y Voluntarios sentimentales. El héroe, basado libremente en el original, regresaba a la pubertad. El culebrón de Pérez es la versión cubana de Back to the future.

El Martí de Yimit cae al piso, en la basura, rebajado al nivel de la patria. Es Martí en Futurama, en boca de una juventud que grita “¡Ni pinga!”. Es un Martí en bajanda, que ni siquiera llega a ser lo más blasfemo de la película.

Coda: Crítica de la crítica acrítica

Es provechoso contrastar el nivel de destape del cine independentista cubano con las declaraciones de un representante oficial de la crítica de cine. Tomemos de ejemplo el sentido comentario posteado en Facebook por el escritor Juan Antonio García Borrero a raíz de la huelga de hambre del Movimiento San Isidro.

El crítico dice haber esperado en vano por “algún tipo de declaración oficial acerca de lo que, a través de las redes, se comenta una y otra vez”. El compás de espera se hizo interminable y, finalmente (o tal vez, lógicamente), “el gobierno no se pronuncia”.

Privado del parte oficial, Juan Antonio García “no tiene más remedio que ponerse en la piel de ese grupo de personas” que reclama “lo que entienden son sus derechos”. Pero ¿qué significa “ponerse en la piel” cuando se circunscribe la validez de los derechos a lo que “ellos entienden”? ¿No existen acaso derechos universales, derechos humanos? ¿Por qué no llamarlos por su nombre?

Juan Antonio afirma: “Para empezar, son pocos los individuos que en el mundo asumen acciones de ese tipo: ningún «mercenario», debemos dejarlo claro, haría algo así”.

Pero es un hecho que decenas de miles de cubanos tildados de “mercenarios” realizaron acciones “de ese tipo” a lo largo de los últimos 61 años, sin haber conseguido excitar la conciencia de los críticos. Por el contrario, es leyenda que Caín, el más grande de todos nuestros críticos de cine, celebró el fusilamiento de “mercenarios” en 1959.

Aún más: fueron los “mercenarios” encarcelados en Isla de Pinos, Boniato y La Cabaña, entre otras ergástulas castristas, los que inventaron y perfeccionaron la técnica de la huelga de hambre como medio de presión política. Juan Antonio García imagina al “mercenario” de las cartillas de adoctrinamiento escolar porque quizás desconoce la historia del presidio político cubano. Para el castrismo, Pedro Luis Boitel, muerto en huelga de hambre, fue un mercenario.

De la noche del 26 a la mañana del 27 de noviembre, cierta manera acrítica de criticar se ha vuelto obsoleta. Juan Antonio habla en un lenguaje cansado, cuando el momento exige afirmaciones contundentes. Juan Antonio admite que “podría hacerme como el que no se entera […] seguir escribiendo sobre cine, sobre mi premio en la revista Temas, sobre la reciente muerte de una actriz que admiraba (sigo admirando)”, y tal vez sea eso lo que continúe haciendo una vez que la crisis deje de acaparar los titulares.

Luego viene lo de “siento un enorme respeto [que] no tiene que ver con la simpatía, que es otra cosa”, y entonces el documento queda listo para ser discutido en la asamblea del Partido. Respeto y simpatía han sido rigurosamente compartimentadas.

Al cierre, Borrero declara que para él “la vida es patinar todo el tiempo sobre una guillotina” y aconseja “jamás entregar de modo pasivo la cabeza”. Pero, un patinaje que salva de caer en San Isidro, ¿no es jugarle cabeza a la guillotina?

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