'Bibidi babidi búm', Ricardo Miguel Hernández, 2022
'Bibidi babidi búm', Ricardo Miguel Hernández, 2022

Ricardo Miguel Hernández “examina” el collage contemporáneo con una perspectiva trasfronteriza. Sus palimpsestos –llamémosle así– demuestran cuán vivo se ha conservado este arte (el collage) en tanto concepto, episteme y sensibilidad desde que comenzó a modelarse a principios del siglo XX, de manos de Pablo Picasso y Georges Braque, o aun antes, a finales del XIX.

Desde sus inicios el collage construyó un nuevo escenario estético que disolvía las formas tradicionales de representación. Para decirlo rápido, el collage, como gramática (lenguaje) visual lo que hizo fue poner en crisis la representación.

En un sentido derridiano, la “representación” no es más que traducción. Al abandonar el ilusionismo de la “representación”, se produce una traducción (desfigurada, deshecha, ruinosa) que introduce las potencias de la interrupción y el montaje. Digámoslo desde el principio, los collages de Ricardo Miguel (La Habana, 1984) no son otra cosa que escombros: arquitectura torturada.

Son imágenes donde sobresale una mirada intertextual, carnavalesca, hibridada, que subvierte algunos códigos de representación, se sirve de ellos y valida, detrás de una actitud esencialmente fragmentada, su funcionalidad, lo cual le permite dejar testimonios, quizá hiperbolizados, de una acción performativa que dista, aparentemente, de todo lo lineal.

'Epifanía', Ricardo Miguel Hernández, 2022
‘Epifanía’, Ricardo Miguel Hernández, 2022

Son imágenes y son discursos. Discursos presentados, pero, en su misma hechura, dan la ilusión de irrepresentabilidad. Julia Kristeva decía que lo irrepresentable es “aquello que, a través del lenguaje, no forma parte de ningún lenguaje particular. Lo que, a través del significado, es intolerable, inconcebible: lo horrible, lo abyecto”. Es eso, lo abyecto. Es un mapa de estados liminales –abismales– que cuestionan los modos de su propia representación.

El discurso de Hernández, en este sentido, reúne una extensa e inestable cantidad de materiales y discursos heterogéneos. Sus piezas, a su vez, obtienen su sentido de los distintos discursos (críticos) fotográficos (y no solo) de las que nacen. Téngase en cuenta que aquí me refiero al discurso no como, simplemente, aquello que “traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha”, en palabras de Foucault.

Pueden ser collages pensados como parasitarios de la(s) obra(s) original(es). Pero, asimismo, propongo pensarlos como saprófitos, alimentándose, como los hongos, de la materia en descomposición, es decir, alimentándose de las ruinas.

A partir del cambio en la relación del texto artístico con la mímesis y con los valores y suposiciones del realismo, el collage, como camino de creación, conformaba redes laberínticas de referencias posibles en un ejercicio de hibridaciones variadas y libres. Un cambio, sobre todo, que operaba en el ilusionismo del (des)montaje.

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Este nuevo escenario estético (me refiero a la estética más allá de su comprensión tradicional, con un significado transartístico: la estética como “ciencia de la cognisión sensual”, como la llamó Baumgarten, su padre fundador) propició que el collage se convirtiera en un gesto de intertextualización que impugnaba los presupuestos sobre la clausura, la originalidad, la unicidad y la autonomía artísticas, y las nociones “capitalistas” de posesión, propiedad y “voluntad de verdad”.

El collage vanguardista llevaría a otro nivel “el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas” –de acuerdo con Lautréamont–, y produjo una nueva estética de la contingencia y de la yuxtaposición incendiaria. Produjo un reino de alteridad.

Con el arribo del Posmoderno, en una época posindustrial, posestructural, en la fase del denominado por Fredric Jameson “capitalismo tardío” –“Era Atómica”, en palabras de Ihab Hassan–, las cartas de la sensibilidad se volvieron a barajar y las nociones de collage y montaje se ubicaron como procedimientos centrales de la posmodernidad. El collage dejaba de ser patrimonio de las artes visuales (y no solo) para convertirse en parte de la sensibilidad de una época.

'Mariconá con el caimán dormido', Ricardo Miguel Hernández, 2022
‘Mariconá con el caimán dormido’, Ricardo Miguel Hernández, 2022

En este cosmos se inserta Ricardo Miguel Hernández con un palimpsesto enorme de muchas capas, con archivos provisionales, fluidos, relativistas, múltiples… Sus fotos collage aspiran a un tipo de texto que borra las líneas de demarcación entre lo auténtico y lo no auténtico y declara nula la originalidad. Está sobreentendido: la idea de originalidad es una idea en fracaso.

Para redundar en una idea anterior, los collages de, por ejemplo, la serie Cuando el recuerdo se convierte en polvo (2018-2020), pueden ser descritos como parasitarios de las fotografías/textos originales –en el sentido de originarios–. Collages que se componen de multiplicidades, textos saprófitos que se alimentan de lo desechado, de lo indecible.

Sus series exigen sucesivos desplazamientos (re-emplazamientos) en un gesto transcodificador sumamente fecundo. El carácter de sus piezas, que se modelan con una visión redentora de la imagen de mimetización, son esencialmente desfiguradoras de la copia y transfiguran el impulso ajeno en expresión auténtica.

Márgenes injustificados, apertura de lo roto, carácter expansivo y predominancia intertextual basada en una concepción policéntrica, rizomática y flexible, hacen de las fotos collage de Cuando el recuerdo se convierte en polvo una mera “cámara de ecos” (Barthes), donde no hay textos sino solo resonancias entre ellos.

Las fotos collage de Ricardo Miguel son realmente eso: la imposibilidad de vivir fuera del texto ad infinitum.

Hernández estudió en la Cátedra Arte de Conducta –donde se graduó en 2009–, creada y dirigida por Tania Bruguera. Ha expuesto en países como Cuba, Estados Unidos, Italia, Alemania, República Checa, Brasil, Polonia y Eslovenia.

En otra de sus series, Nada nuevo bajo el sol (2015-2017), una trilogía de materiales audiovisuales, conforma un archivo exploratorio donde espolea las arquitecturas de poder; arquitecturas que se expanden en redes de intermediación. Por eso sus imágenes son tan poéticas. Tanto para él como para Nietzsche, la teoría del poder es poetológica. El poder es “poético”; engendra sentidos.

Bajo ese poder, bajo ese blindaje, Ricardo Miguel horada la deflagración.

Nada nuevo bajo el sol da lugar a un promontorio fílmico de muchas capas. Cada capa es un atardecer, capturado desde un mismo punto, sobre La Habana. Atardecer sobre atardecer.

El creador cubano insiste en las imágenes-collage residuales. Entre lo quebradizo y lo engarzado, configura una narratividad que interpela la totalidad, la continuidad, el monolito a que aspira el poder. Modifica el relato autoritario. Lo destruye. Es una cuchilla afilada. Una cuchilla que tortura fotografías antiguas. Es decir: tortura la memoria, y la rehace.

Construidas desde la fragmentación, la escisión y la sutura, estos textos fotográficos –por llamarlos de alguna manera– no aspiran a establecer una cronología. Aspiran al caos. La caosmosis es su enfermedad. Son imágenes enfermas, en el sentido etimológico de la palabra: faltas de solidez. No interesa aquí totalizar, sino esa incertidumbre del temblor, de las ruinas, de lo polvoso, de la desmemoria, de lo carcomido.

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