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Sexualidades disidentes: lo poserótico y yo

Hoy por hoy, de vez en vez, uno somete la vida sexual al imperio de los selfies. Uno se transforma, a ratos, en el voyeur de sí mismo. Y el consenso viene de alguna región hacia donde el yo, ¡qué suerte!, se desplaza con total libertad.

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Alzamos diques contra la idolatría y lo crepuscular.
“Bueno, digamos”, Virgilio Piñera, 1972

Sobre erotismos marginados, seducciones disidentes y bellezas anticanónicas tuve alguna vez diálogos (bastante venéreos, lo diré sin sonrojo) con una mujer en quien estas cuestiones, hoy tan académicas, se reunían de modo muy natural. Al hallarse muy lejos de ser delgada (o sea, delgada en el estilo de esa flaquencia que deviene glamour de cromo publicitario), no tenía las curvas “apropiadas”, ni el rostro “adecuado”, ni el cuello “deseable” ni la cintura “satisfactoria” o “idónea”. Era más bien gordita. O resueltamente gordita, si me permiten metaforizar así mi ansia por la verdad. Con furor entusiasmado y alegre compartimos imágenes íntimas y un par de videollamadas. Y al cabo entendimos que, por añadidura, ambos éramos sapiosexuales y demisexuales al menos en los momentos en que esas fantasiosas interacciones sucedían, más allá de lo que podíamos admirar en aquellos nudes (los de ella me parecían capaces de ejercer una agraciada y sugestiva lubricidad).

Nos pienso y nos veo ahora, en el imaginario de esa vigorosa mirada manufacturera que vende rendimientos sexuales, como objetos pornográficos (con el ingrediente de un grupo de quimeras habladas hasta el detalle), y me digo que lo mejor de aquella aventura fue el hecho de apartarnos del encanto usual de la pornografía y ponernos a salvo de ella. Aunque mucho se diversifica, la pornografía (tan astuta) sigue centrándose en las masculinidades supuestas, tópicas, convenidas (como objetos de deseo y como proveedoras de un tipo de mirada central e imperiosa).

Hoy por hoy, de vez en vez, uno somete la vida sexual al imperio de los selfies. Uno se transforma, a ratos, en el voyeur de sí mismo. Y el consenso viene de alguna región hacia donde el yo, ¡qué suerte!, se desplaza con total libertad.

Aquella mujer y yo (no lo sabíamos entonces) alcanzamos a aparejar un escenario posporno. Entre ensueños realizables, pliegues temporales (memoria, deseo, prospección, anhelo) y la habilitación espontánea de una discontinuidad que no nos preocupaba (nuestros encuentros fueron siempre virtuales), tengo la impresión de que llegamos a convertirnos en las voces y los cuerpos de una especie de discurso neobarroco sexualizado. Dejaré esto aquí por el momento.

De Kiev, Ucrania, es la banda Kazaky (pop rock, acento house, componentes electroacústicos, coreografías homoeróticas, bailes espumosos y “limpios”), y ahora mismo no sé qué relación han tenido o tienen con la guerra. Son, fueron o parecían twinks. Trabajaron con Madonna alguna vez y actuaron en el Club 57. Estoy convencido de que se pusieron a salvo de Putin.

Kazaky (Cosacos) es un ejemplo casi paradigmático de una sexualidad corrediza, líquida. Aun así, han hecho videoclips llenos de eso que alguna vez he llamado “clasicismo pélvico”. Uno de ellos, “Touch me”, transcurre en parte en el vestidor de una sauna o en un gym que da a un urinario. Este conglomerado de espacios de ligue + ausencia de verbalización dramatúrgica + énfasis en la semiosis de la mirada, se inscribe dentro de una danza muy masculinizante. Y lo es, aunque los tacones tengan 10 cm de altura y esos vientres, tan varoniles y escuetos, busquen la atención de otros varones, pero sin exclusividad. El contoneo homoerótico, en cuerpos convencionalmente masculinos (en este caso, cuerpos posclásicos), puede ser muy patriarcal.

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FOTO Ann Floss

Parecen títulos opuestos ad hoc, pero a “Touch me” se opone Touch Me Not. Me refiero al sorprendente filme de la rumana Adina Pintilie. Allí, entre la ficción y el falso documental, están Laura Benson y Christian Bayerlein. La primera interpreta a un personaje que tiene una condición mental que le impide ser tocada, acariciada. Tampoco puede desnudarse ante nadie. El contacto humano la crispa y desata crisis en ella. En el mejor posporno diría que su sexualidad se subsume en el diálogo íntimo (solo llega hasta ahí), o se explaya, según vemos, cuando se tira sobre las sábanas (olerlas, percibir su calor) donde ha estado un joven que, tras tomar una ducha en su apartamento (Laura lo mira bañarse y comenta sus tatuajes), se masturba para ella por un poco de dinero.

En ausencia de una perspectiva androcéntrica y patriarcal, el sistema legitimado de la gestualidad y las microacciones del sexo tiende a abolirse. Disensiones del porno “tradicional”: no hay placeres ideales ni mecánicas ideales. Las tipologías se debilitan hasta desaparecer, y los cuerpos-meta (los cuerpos soñados, ideales) van dejando de existir. Pero, igual que las cucarachas, se niegan a estirar la pata.

Christian Bayerlein, actor y activista, es un diseñador web que padece una severa atrofia muscular espinal. En la película tiene una pareja (su esposa) y allí vemos un intercambio sexual explícito que, según he leído, produjo un fuerte rechazo en el público alemán durante el estreno de Touch me not. El deforme cuerpo de Bayerlein apenas se mueve, queda de modo absoluto fuera de todo canon, y lo que Pintilie muestra es un par de secuencias de sexo cuya medida es el lirismo del goce. Para “colmo” de incongruencias, pero tal vez desde la óptica de una suerte de “burla” natural, Bayerlein es un varón dotado, disfruta de un pene “distinguido”. No llega a ser un clásico monsterdick étnico, pero cualquier devoto del porno habitual diría que, en semejantes condiciones, ese pene “no debería estar allí”.

Laura y Tómas (Tómas Lemarquis, actor franco-islandés) intercambian canciones de cuna, desnudos, invertidos, casi en posición fetal ambos, en la cama de Laura. Por un momento pensé que iban a “cometer” un 69. Ella ya había podido desnudarse. Comprendía el lado fuerte del “cuerpo desvestido” (así lo llamaba el portentoso Lucian Freud), ese cuerpo cuya sinceridad se activa en tanto fortificación del yo que no se teme a sí mismo y que se abre, con triunfal lentitud, al otro.

Ver Touch Me Not (y, asimismo, intercambiar con numerosos indicios que a lo largo del tiempo me ayudaron a confiar en los espejos) contribuyó a robustecer y tonificar mi idea sobre la solvencia espiritual del cuerpo desnudo, y también la de un mundo con mucho poder en sus formas y sus tanteos y que se evade del influjo del artificio, al tiempo que des-aprende las lecciones más reiteradas y ordinarias sobre lo bello, lo sublime, la seducción, lo legítimo y “lo sexual”.

Entre paréntesis: tras revisitar la escritura de Samuel Beckett, creo que incluso el tipo de organismo tragicómico que se entroniza en El innombrable está “capacitado”, ahora que lo pienso mejor, para, desde la cárcel del lenguaje, regodearse en una expedición en busca del deseo. Al parecer se trata de un cuerpo sin brazos ni piernas, entregado a las palabras, pero la refundación de ese lenguaje carcelario puede ser un proceso que incluya, entre mil cuestiones más, la reminiscencia del placer.

¿El posporno como realidad realista del porno, como su sinceridad verosímil? Hum. Quién sabe.

A primera vista el posporno acaso puede articularse, en ocasiones, con asuntos propios de lo teratológico, pero sólo si anclamos esa hipótesis al legado de un aprendizaje patriarcal, androcéntrico y segregacionista. Lo demás, ya a salvo de una escolarización pavorosa, podría por ejemplo incluir, como nota al pie, a ese astronauta que se pierde en el espacio extrasolar y vaga por él, resignado a morir, cuando de repente es contactado por un ser no humano sin sexo ni género aparentes, cuya piel exhibe colores cambiantes (ese es el lenguaje que usa) y que es capaz de erotizarlo de forma difícilmente descriptible.

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FOTO Ann Floss

No hay que forzar las cosas con Beckett, lo claro, pero no viene mal invocar su nombre y su mundo para colorear ciertas adyacencias y vecindades, como la desapegada erótica que se revela en las andanzas de Molloy y Malone, dos personajes suyos pertenecientes a su notoria trilogía novelesca.

Des-aprender los parámetros de eso que hasta un día nos pareció un anhelo mayor, es descubrir la trama de la esperanza, o sea: descubrir que no hay por qué tener determinadas expectativas, o que, simplemente, tenerlas no es algo que nació con uno, sino algo que aprendimos porque fuimos aleccionados con el paso del tiempo.

Así, por fortuna, y gracias a mi condición de andariego constantemente “virgen”, los nudes de aquella gordita alcanzaron a revelar la belleza impar de una vulva no rasurada, de una piel sudada, de una mirada desafiante, de un Monte de Venus tan oscuro como pobladísimo, de unos labios menores brillantes de humedad.

Lazlo Pearlman, performer y teórico de las identidades queer, hace un show en Barcelona sobre los orgasmos fingidos. El realizador Jo Sol filma Fake Orgasms y allí Pearlman ofrece un insólito striptease luego de haber dialogado con los presentes (en su mayoría mujeres que, frente al micrófono, fingen un orgasmo y explican por qué lo hacen en la vida cotidiana). Hay que tomar en consideración que, antes de desnudarse y volverse hacia el público, Pearlman ha conducido el espectáculo como un persuasivo simulador masculino. Y cuando se muestra de frente, lo que vemos es un cuerpo sin pene ni testículos. Un cuerpo con una súbita vulva típica, inexorable, axiomática. Poco después, luego del pasmo general, vemos a Pearlman en su cama junto a una mujer (o alguien que parece una mujer). Y dice evocador: Siempre responden con lo mismo: el silencio.

En una película de culto, Hustler White, Bruce LaBruce incorpora a un tullido gay capaz de sodomizar a su ligue de 5 minutos antes con el muñón de su pierna. Pero LaBruce es todo él un director de culto. Otto; or, up with dead people se ambienta en un mundo donde zombis y humanos conviven. Su protagonista es un zombi con “problemas existenciales” (¡ay, los vivos no respetan a los muertos!) y allí vemos una secuencia de sexo zombi gay: evisceración deleitable y penetración (en primer plano) no anal ni bucal, sino por una herida en el costado.

Otrosí: un dildo no es un juguete que se parece a un pene. Y un pene sería, en el mejor de los casos, algo cautivador con limitaciones funcionales y que se parece a un dildo. A propósito, ¿la intimidad de alcoba es una prescripción patriarcal que no hace más que restringir y censurar el deseo?

Acudo a ejemplos extremos, extremados, pero no es menos cierto que una forma de redefinir los paradigmas libertarios, en cuanto al erotismo y el sexo, pasa por la abolición de moldes y modelos. No hace mucho LaBruce dio a conocer Gerontophilia, la historia de atracción sexual y sentimental de un joven de 18 años por un anciano de 82.

Gordita inconformista y librepensadora, gordita ácrata, ¿cuándo fue que nos dio por pensar en invitar a una solitaria poeta que no tuviera piernas (conocí a una, de veras… hablaba dulcemente) y a un mulatico twink de Guantánamo, de esos que, impregnados por la valentía que brota de la penuria, deciden hacer vida en La Habana, sin sitio para dormir, aposentados con frecuencia en el mágico malecón de la ciudad?

Se me ocurre que en algún pasaje del porvenir, entre escrituras y haciendo guiños a los personajes de Beckett, ya no podré/querré usar mi pinga, y pediré asilo en algún motel del posporno habanero. O viajaré al fin a Barcelona, a conocer Las Ramblas con la gordita, que es una diva delicada y tenaz. Como deberemos compartir gastos, reservaremos una habitación para los dos. Yo estaré dormido y ella se levantará desnuda, inquieta, a orinar (ha estado conversando con una amiga que es artesana en Bayamo). Saltaré sobre la cama, asustadísimo, muy perturbado por el balanceo de sus tetas, que son repentinamente maravillosas. Y le diré como un varón predecible, en las fronteras de lo soso: “¡qué maravilla de tetas tienes!”, y ella, a quien sé que le caigo superbién, me dirá riendo: “bueno, te dejo que me las toques, pero nada de darme pinga… me quité de eso desde antes de la pandemia”. Y yo exclamaré: “¡Lo que desees! Aunque si se te antoja puedo darte una buenísima mamada”. Resumiendo: se metió en mi cama, le acaricié las tetas y le mamé el bollo como sé hacerlo. Sin decir ni pío se levantó y se miró en el espejo, pasmada y satisfecha. No encendió la luz. “Tendré que recomendarte a 3 o 4 amigas que tengo en Cuba”, susurró. “Sé discreta, por favor”, dije. “Si se enteran de cómo mamas, van a organizar un operativo de búsqueda y captura”, pronosticó.

Y yo ahí, todo orgulloso.

Como el insomnio (¿Virgilio Piñera aceptaría decirlo?), el posporno puede ser algo muy persistente.

FOTO Ann Floss
FOTO Ann Floss
ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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