'The visit', Yannis Tsarouchis, 1962
'The visit', Yannis Tsarouchis, 1962

J’adore ce qui me brûle.
Max Frisch

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¿El cuerpo no era un ser ni “tenía” un ser? ¿Se constituía en una frontera variable, corrediza, intervenible? Una superficie/escenario cuya permeabilidad siempre ha estado regulada políticamente. Porque, al cabo, el cuerpo representa y ejecuta un conjunto de prácticas que producen significados y que conviven dentro de un campo cultural donde hay jerarquías de sexo y género (desde las más arcaicas hasta las más modernas), emulsionadas bajo los ojos de una heterosexualidad canónica, androcentrista, compulsiva, forzosa. Eso he aprendido. Y otras cosas, gracias a Dios. Dudando y dudando y dudando. Si haces muchas preguntas la verdad empieza a asomar.

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Antes de ponerme de acuerdo con CM para revisar un texto escrito a cuatro manos entre él y yo, había visto, pocos días atrás, Verde verde, una película de Enrique Pineda Barnet. Después de dejar pasar su impacto emotivo, me di cuenta de que su acierto mayor estriba en la graficación exitosa, y artísticamente inquietante, de los sentimientos de extravío, inseguridad, pasmo, desamparo, terror, deseo y extrañeza de Carlos, un joven que, mientras acompaña a Alfredo, enfermero naval –están en el extraño piso de este, en los altos de un edificio de fierro, frente al mar, en algún rincón de algún desembarcadero de la bahía de La Habana–, no deja de proclamar su hombría ni siquiera en medio de una seducción poderosa, completa, proceso que incluye, para redondearlo todo, una penetración. (Lo diré por lo claro: al final de la película, Alfredo le parte el culo al machote de Carlos). Con una violencia no intimidatoria, envuelta en un cariño afirmativo que, a su vez, se envuelve en admiración generosa, Alfredo posee a Carlos.

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Llega el día de la cita con CM. Hemos trabajado varias horas en aquel relato, destinado a una antología de cuentos de terror ambientados en La Habana y, al parecer, el té que bebimos durante el intercambio le produce sueño. Es un té de hierbas variadas. Tenemos tiempo, hay fresco y lo invito a hacer una pausa real, reparadora. “Ve al cuarto y tírate un rato”, propongo. Me mira con perplejidad –creo que le da un poco de pena– e insisto: “Ve, tírate en la cama y duerme media hora”. Lo conduzco a la habitación y hago que se siente en la cama y se quite los tenis. Se acomoda. “Supongo que no vas a descansar nada así, completamente vestido”, le digo y desaparezco tras cerrar la puerta. Quiero infundirle confianza. Quiero que se sienta bien, a solas en aquella espontánea intimidad. Quiero que duerma un poquito al menos.

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Pasa una hora y algo más mientras repaso el texto. Voy a la cocina, cuelo café para mí (a CM no es que no le guste, pero prefiere el té negro, que no tengo), y bebo una taza grande, sin azúcar. Cuando creo que ya es tiempo de despertarlo, me levanto y me acerco a la puerta de la habitación. No escucho nada de nada –me pregunto hoy qué esperaba yo escuchar–, así que abro con cuidado y veo que duerme bocarriba. Una mano, la derecha, descansa en el borde de su vientre. La izquierda se le descuelga un poco por encima de su frente, donde el antebrazo se apoya con suavidad. Es delgado, algo fibroso. Se ha quitado toda la ropa excepto el bóxer. En el bóxer (azul) se marca su pene y me parece que es grande o que se halla en ese estado de erección incipiente que el sueño induce a veces.

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Alfredo, bisexual, es, como se diría hoy, muy versátil, muy completo. Quiere atraer a Carlos, ha visto en él un destello raro, y le propone un “negocio”. Lo lleva a ese piso donde vive –un espacio ensoñado, pesadillesco, amable, incongruente–, y allí, entre tragos y música, tiene lugar un proceso de fascinación muy peligroso y, ciertamente, nefasto: Alfredo coloca a Carlos frente al espejo de sí mismo. A Carlos no le gusta lo que ese espejo conjetural le devuelve, y Alfredo se convierte en culpable. La consecuencia última es el asesinato de Alfredo. Habría que añadir que ambos han salido de un bar donde se mueven strippers, putas y travestis. En las paredes del bar hay cuadros de Rocío García que funcionan como puertas que llevan a una dimensión crucial, donde la realidad del deseo es perentoria, auténtica y tangible, y donde la imaginación erótica libera al mundo interior de sus trabas e impedimentos.

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Me siento al lado de CM, casi en el borde del colchón, y pongo una mano encima de su muslo izquierdo. No me gusta despertar a nadie sacudiéndolo o llamándolo por su nombre.[1] Hay cierto frescor en su piel. Su respiración es sosegada aunque supongo que abrirá los ojos de un momento a otro. Sin embargo, algo más interesante ocurre: su pene tiembla casi imperceptiblemente. Unos segundos después el mío se agita con levedad. Y comprendo, no sin asombro, que CM me gusta mucho por varios motivos. Y aun cuando todos ellos conforman una personalidad distinta de la mía, puedo ver que se trata de una criatura para la amistad sin reservas, para el diálogo franco (como ya había comprobado) y para el afecto real. Además, su físico me atrae, en especial su boca y (ahora mismo) su pelvis praxitélica. Confirmar el deseo es casi como elaborar/confirmar el afecto, mientras que confirmar el afecto es confirmar el deseo si este aparece. Del corazón al cuerpo, y del cuerpo regresar al corazón. Pero todo eso… ¿acaso es real, infalible, verídico?

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Pineda Barnet se aventura a poner ante nuestros ojos las imágenes –laberínticas, densamente simbólicas, atravesadas por una grisura cromática donde el verde es vecino del rojo y viceversa– de lo que sería el “sórdido” mundo interior de Carlos, que despierta y brota en esos instantes de la seducción como un islote de origen volcánico. Al razonar así, me puse a pensar en la ensambladura del cine de David Lynch con la pintura de Francis Bacon. Y cuando, en el curso del relato cinematográfico, se alude –por medio de una edición vertiginosa y descolocadora– a la fiesta de marineros que tiene lugar a poca distancia de allí (Alfredo y Carlos la observan desde una ventana), recordé las acuarelas de Charles Demuth y de Thomas Eakins, y las fotografías Vincenzo Galdi. Chicos solos que retozan, se erotizan, juegan al sexo, y, en efecto, tienen sexo. Por lo demás, no hay ni que insistir en el hecho de que el espejo conjetural donde Carlos se mira está lleno de culpabilizaciones ajenas (vuelvo a decirlo) y de reacciones desviadas de asco ante sí mismo.

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En teoría siempre he creído que en la amistad verdadera no tiene por qué no existir deseo, erotismo. No es real que en una amistad así solo haya esas armonías bobas donde las discrepancias nunca aparecen. El sentido de la amistad verdadera puede incluir deseo, erotismo, pulsiones sexuales muy fuertes… y todo sobre un trasfondo que también es atmósfera respirable: un intercambio de sinceridades donde el otro importa muchísimo, ya que (bien se sabe) en el otro se completa el yo. En eso vuelvo a pensar cuando, pisando el borde de mi abismo, miro el rostro tranquilo de CM.

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De fuerte sabor surreal, la imágenes del mundo interior de Carlos se articulan muy bien con la atmósfera del bar, un sitio en el cual lo erótico es el resultado de viajar a ciertos límites de lo onírico. El bar está lleno de fetiches y tipologías de la sexualidad homoerótica, a lo que se agrega una diversificación psicológica de la violencia en una gestualidad como de cine negro, que más bien escapa o se desborda de la narrativa resuelta en los cuadros seriales, muy episódicos, de Rocío García,[2] cuyos personajes, más o menos intemporales y transhistóricos, cobran vida allí, novelescos, en el propio bar, y fuera de ese ámbito, durante el combate –sexual, ritualístico, sangriento– que ejecutan Alfredo y Carlos.

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Miro y remiro el rostro de CM, pero hoy, ahora, mi mano reposa sobre su muslo, ¡tan atrevida!, y ya transpira a causa del nerviosismo. Mi erección es un hecho rotundo y la suya amenaza con romper el bóxer. Entonces, al ver que no abre los ojos, hermosamente quieto, me atrevo a palpar con delicadeza el bulto. Cuando lo hago, percibo un latido fuerte y cálido que casi rebota en la palma de mi mano. Justo en ese momento, casi sin reflexionar, me bajo el short y mi pene escapa.

Hay cosas que uno hace así, sin más ni más.

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Ante una película semifugitiva a su pesar, los simples espectadores al paso no se dan cuenta de que Verde verde deviene una obra distanciada, pues se constituye en un riesgoso acto de retiro estético y conceptual. Podríamos verla como una suerte de discurso operático que se bosqueja gracias a la índole extremada de su narración, pero también es posible disfrutar de ella como si se tratara de un recitativo, o quizás un extraño artefacto danzario hecho de palabras y gestos. El secreto se halla en la astucia con que ha trabajado Pineda Barnet al manipular algunos esquemas de/sobre la erótica gay, algunas identidades más o menos definidas por los estudios queer, y ciertas nociones en torno al cuerpo sexualizado. El cineasta cae in medias res, es cierto. Cae de inmediato dentro de lo real, dentro del magma más apremiante del sexo, la pasión y los sentimientos, pero lo hace con mucho cuidado porque esa inmersión suya mantiene un grado de aislamiento con respecto al mundo exterior. Su película no es tanto sobre la urgida cercanía de ese dilema, sino más bien sobre su culturalización incesante. Más que personajes, Alfredo y Carlos se comportan como dos coreutas provenientes de la tragedia clásica.

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El pene de CM. ¡Decirlo así entraña tanta cordialidad! Probaré con esta manera de decir: la pinga de CM. ¿Es esa es la frase? He aquí un órgano bonito, definitivo, casi perentorio… y con aquel glande. Órgano… qué palabreja. CM mantiene los ojos cerrados y decido no hablar. ¿Estaría despierto o semidespierto? ¿Estaría acaso fingiendo? No importa. Halo el bóxer con las dos manos hacia abajo, paso a paso, con cierta dulzura, y lo desnudo. Testículos agraciados, ni grandes ni chicos. Huele a lavanda y algo de sudor: una mezcla perfecta.

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Antes de entregarse a la ceremonia de la muerte, la película tiene un momento inefable: los futuros amantes orinan juntos. Alfredo celebra el pene de Carlos, pero este le dice que se deje de mentiras piadosas: comprueba que el de Alfredo no solo es mucho más grande que el suyo, sino sencillamente portentoso. Alfredo va a penetrarlo, le toca hacerlo, le corresponde. En sus generalidades (la vida sexual gay cubana está llena de fábulas, convenciones y anomalías muy sazonadas… como en todas partes, ¿no?), hay un mito que se refrenda: el pene que deslumbra es siempre un pene activo.

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De repente, luego de una visita de trabajo próxima al mood académico, estamos CM y yo desnudos. Y como solo falta que a su desnudez una yo la mía, me acuesto junto a él, con cuidado, muy despacio. Un gran escritor centroeuropeo ha dicho: Yo adoro aquello que me incendia. Y me pongo de costado, observando su dormitar, su erección, su pecho de hombre que respira confiado, sin preocupaciones. ¿Acaso hay algo en su mente que lo conecta con la pacífica felicidad de la tarde? Alargo mi mano, toco su glande. El líquido preseminal asoma ya, ni parco ni abundante. Eso me excita todavía más y me acerco a su pelvis. Lamo aquel glande. Lamo y lamo con suavidad y valentía. Después chupo. Por último empiezo a mover su prepucio, masturbándolo, pero sin dejar de chupar, como veo que se hace en los videos XXX. De pronto CM abre los ojos y sonríe. “Bueno, ya no puedo seguir haciéndome el dormido, ¿verdad?”, dice y suelta una risa fresca, libre. Se pone a horcajadas, casi encima de mí. Lo miro a los ojos, divertido. Me toca, advierte y se desliza alejándose de mi mirada. Y agarra mi pene y lo manosea con avidez de examinador. “Está buena”, evalúa. “¿Vas a mamar?”, le pregunto impúdicamente. “Por supuesto que voy a mamar”, contesta. Y lo hace.

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Ahí, en el deslumbramiento ante un órgano (falo, mentula, pene) con un poder antiquísimo, diríamos que empieza la fascinación,[3] que es cuando Carlos confirma no tanto que Alfredo se dejará penetrar por él (cosa bien sabida y hasta irrelevante), sino que él, macho machote, hombre de conducta movediza y discontinua, caerá debajo del marinero indefectiblemente, montado por este con robusta dulzura. Esto no tarda en suceder. Al ver que Carlos aguanta el calibre de su pene, Alfredo, antes del orgasmo, le susurra que en verdad él, Carlos, es todo un hombre. Después llegan los fantasmas de Carlos, lo atenazan, lo desgarran, lo metamorfosean en un demonio homicida, en un juez cruel y lleno de barbarie, y la tragedia se desata en forma de sacrificio.

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CM y yo, yo y CM. Pasa un tiempo que se subjetiva en cada minuto, en cada gemido. Nuestras posiciones varían de una a otra, espontáneas, un poco ingenuas quizás, hasta que lo más ancestral y reputado no tarda en aparecer y se impone con su eficacia milenaria: un 69. Me hundo en la boca de CM y él se hunde en la mía. La cañada de sus nalgas posee un calor delicioso. Ubico mi mano ahí y ya no la aparto más, salvo para acariciar su agujerito, ensalivado por un dedo a su vez lleno de saliva y que hundo varias veces. Se contrae quejándose en voz muy baja.

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Su semen en mi boca. La confianza. Mi semen en su boca. La confianza. Y reír mucho. Nos sentimos bien. “Cuéntame algo de esas películas que debo ver según tú”, me pide. Y pone su cabeza cerca de mi hombro izquierdo. “Acomódate”, le indico. Le ofrezco el hombro (esa zona que empieza a ser ya el pectoral) y una parte del pecho, y ahí se recuesta y me escucha. Le hablo de ciertas películas. Le hablo de Verde verde. Le cuento qué sucede allí. Se sobrecoge. “Esa es una talla volaísima”, opina. Varias veces lo abrazo y hago que se pegue a mi cuerpo. Sus rizos me producen cosquillas. “Me encantaría que vieras buen cine”, concluyo. “En el disco externo tengo espacio”, dice. La tarde mengua. No así el diálogo, que promete ser infinito en aquel umbral bienhechor y extensible.

Para RG, que en definitiva podría ser CM


Notas:

[1] Los nombres propios viajan por el aire y pueden ser escuchados, mientras uno duerme, por criaturas que no son humanas.

[2] Rocío García aparece en una secuencia, dibujando. Está allí, en un rincón del bar. Parte de ese orbe esencialmente nocturno se origina en sus cuadros/episodios.

[3] Durante los tiempos en activo del latín clásico, el fascinus era el falo en erección (porque falo o phallus es una palabra que alude a un símbolo: el falo es la representación del pene). Un hombre en erección era un hombre viril y virtuoso. Virilidad y virtud proceden de la misma raíz.

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