Guillermo Cabrera Infante

Cuando la editorial Vuelta que dirigía Octavio Paz publicó la primera edición de Mea Cuba (1993) en México, y organizó su lanzamiento, se produjo una amenaza de bomba que obligó a una revisión policiaca del local en que Enrique Krauze, José de la Colina y Carlos Monsiváis presentarían el libro. Guillermo Cabrera Infante no pudo viajar a México a la presentación de su libro, pero envió un mensaje grabado en un video. La reacción del régimen cubano y de la izquierda mexicana leal a Castro, contra aquel volumen de Guillermo Cabrera Infante, fue una señal inteligible de la peligrosidad que el castrismo concedía al autor de Tres tristes tigres (1967).

Guillermo Cabrera Infante fue, acaso, el escritor cubano más odiado y vilipendiado por la cultura oficial de la isla y sus aliados internacionales en el último medio siglo. Hubo otros escritores denigrados por el castrismo, como Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Jesús Díaz, Raúl Rivero, María Elena Cruz Varela o Zoé Valdés, pero ninguno llegó a concentrar tanta antipatía y tanto afán de descalificación. La razón de ese odio, hoy nos parece incontrovertible: la calidad de la literatura de ficción de Cabrera Infante le ofrecía una plataforma privilegiada de cuestionamiento político al régimen de la isla.

El buen escritor político no es el escritor malogrado, como piensan quienes reducen la literatura de ideas al panfleto o a la calculada catarsis demagógica. El buen escritor político, llámese Karl Kraus en Austria, George Orwell en Gran Bretaña, Albert Camus en Francia u Octavio Paz en México, es el que ha probado sus virtudes en otras formas de escritura. La mejor literatura política siempre ha sido escrita por autores seguros, buenos poetas o buenos narradores, que intervienen en la cosa pública con la certeza de que pueden regresar a su arte en cualquier momento. No hay buen escritor político que lo sea de manera profesional o que no aguarde la vuelta a la ficción o a la poesía, luego de defender su verdad en la esfera pública.

En las páginas introductorias de la primera edición de Mea Cuba, “Naufragio con amanecer al fondo”, Cabrera Infante parecía dudar de su identidad como escritor político. “¿Qué hace un hombre como yo en un libro como este? Nadie me considera un escritor político ni yo me considero un político”, se preguntaba y se respondía. La política era una imposición moral del propio régimen cubano, que obligaba al escritor exiliado a posicionarse públicamente. Cabrera Infante llegaba a confesar, incluso, que había demorado la aparición de Mea Cuba, con la esperanza de que el libro se publicara junto con la caída del régimen. Ese desenlace le parecía un buen “colofón” para la historia de Cuba y para su propia biografía, pero también un acto final que lo emanciparía de la política: “no más banderas”.

Además de un exorcismo, Mea Cuba era una larga confesión. No sólo por su apelación a la “culpa” –“la culpa es mucha y es ducha: por haber dejado mi tierra para ser un desterrado y al mismo tiempo, dejado atrás a los que iban en la misma nave, que yo ayudé a echar al mar sin saber que era el mal”– o por el reconocimiento de su “silencio” hasta 1968 sino por el aprovechamiento de la memoria para la crítica política. Si en La Habana para un infante difunto (1979) o Cuerpos divinos (2010), la memoria era el archivo de la ficción, en Mea Cuba sería un arma de la impugnación y la invectiva. Desde sus primeros artículos de oposición al gobierno cubano, en Primera Plana, en 1968, el semanario argentino fundado por Jacobo Timerman y Tomás Eloy Martínez, hasta los últimos en El País, Cabrera Infante recordaba cada detalle de su exilio, como testimonio de la intolerancia del poder.

La censura del film PM y el cierre de Lunes de Revolución, la polémica con el Caimán Barbudo, la defensa de Heberto Padilla, Reinaldo Arenas y tantos otros escritores cubanos reprimidos durante los años setenta y ochenta, sus homenajes a José Martí, Lino Novás Calvo, Lydia Cabrera, Calvert Casey, Enrique Labrador Ruiz, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, José Raúl Capablanca o Néstor Almendros, a quien dedicaba el libro, la vindicación del exilio o su exhaustivo inventario de los abusos y desmanes del castrismo tenían la fuerza de una verdad política. Una verdad revelada por la memoria y esgrimida por un discurso que abjuraba de la historia y del poder, a la vez que exaltaba la geografía y la cultura, en un sentido similar al plasmado en su gran ensayo, Vista del amanecer en el trópico (1974).

Aunque Cabrera Infante recordaba constantemente sus orígenes comunistas, su intervención en la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista y su breve pertenencia al nuevo funcionariado cultural de la Revolución, enmarcó la edición de Mea Cuba entre su ruptura pública con el régimen, en 1968, y 1992, añero de la desintegración de la URSS y del quinto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América. Como tantos otros intelectuales occidentales, había entendido que el corte histórico que se abría con la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, era el momento propicio para una transición a la democracia en Cuba. En Mea Cuba el castrismo era cuestionado como el último poder estalinista que sobrevivió en Occidente a fines del siglo XX.

Esa enmarcación histórica de la literatura política de Cabrera Infante prescindía, deliberadamente, de sus artículos a favor de la Revolución, especialmente en Lunes, entre 1959 y 1961. La más reciente edición de Mea Cuba, cuidada por Antoni Munné Ramos, incorpora buena parte de aquellos textos, ofreciendo una imagen más completa de la evolución ideológica del escritor. Es un acierto de Munné y de la viuda del escritor, Miriam Gómez, haber decidido la integración de toda la literatura política de Cabrera Infante, abandonando la comprensible pero equivocada identificación de aquella prosa con el anticastrismo de 1968 en adelante.

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Los artículos en Lunes –la charla con Luis Cardoza y Aragón sobre el golpe de Estado de la CIA y el ejército guatemalteco contra Jacobo Arbenz, el apoyo a los fusilamientos de agentes batistianos, la crítica al tratamiento de las medidas revolucionarias en la prensa norteamericana, el homenaje a Pablo de la Torriente Brau, la defensa de la literatura anti establishment en Estados Unidos, sus llamados a la unidad contra la política hostil de Washington y el primer exilio o sus textos contra la invasión de bahía de Cochinos– eran los posicionamientos genuinos de un partidario de la Revolución que, como la mayoría de la izquierda intelectual latinoamericana en aquellas décadas, se inscribía en un socialismo liberal o democrático, claramente opuesto al linaje estalinista.

De hecho, en muchos de los primeros artículos de ruptura de Cabrera Infante con el castrismo, entre 1968 y 1976 o hasta Exorcismos de esti(l)o, publicado en ese último año, su posición pública seguía preservando nociones y acentos propios de aquella izquierda socialista antiestalinista, ligada a una estética de vanguardia que compartía no pocas pautas con la zona más experimental o heterodoxa del boom de la novela latinoamericana. La radicalización anticastrista del pensamiento político de Guillermo Cabrera Infante era tanto el efecto de su reacción moral contra la deriva totalitaria de la Revolución cubana como de la maduración y el desencanto ideológico de un escritor que, honestamente, celebró el triunfo revolucionario de enero de 1959.

En un escritor como Guillermo Cabrera Infante, que nunca permitió que el estilo dejara de ser una marca personal de la prosa, no hay cajón de sastre. La obra periodística del periodo revolucionario guarda muchos parentescos con las viñetas y relatos de Así en la paz como en la guerra (1960) y con las notas sobre cine de G. Caín en Carteles. El texto “La letra con sangre”, sobre Playa Girón, es ejemplar en este sentido: Cabrera Infante va a bahía de Cochinos a narrar una epopeya y acaba escribiendo un reportaje sobre una “guerra rara”, en la que el campo de batalla es una larga carretera, donde el enemigo aparece cuando está a punto de desaparecer y volverse otra cosa: un ejército prisionero. Ese Cabrera Infante miliciano, que recuerda las ideas de Carl von Clausewitz sobre la guerra y las refuta en su monólogo, es el mismo gran escritor político que en Mea Cuba cuenta la historia del suicidio en Cuba, narra la inmolación de José Martí y celebra la cultura del exilio.

A pesar de que Cabrera Infante llegó a juzgar aquel compromiso inicial con la Revolución desde el enunciado de la “culpa”, la edición de 2015 de Mea Cuba por Galaxia Gutenberg ofrece la plasmación de la verdad política del escritor en ambos momentos: el revolucionario y el anticastrista. No hay contradicción o incoherencia en el tránsito de un momento a otro, ya que la Revolución que defendió Cabrera Infante, en su juventud, era un movimiento social antiautoritario y liberador, mientras que el régimen al que se opuso desde el exilio, hasta su muerte en 2005, era un totalitarismo encabezado por un caudillo megalómano y mesiánico. El eje de esa evolución es aquel estilo exorcizado, aquella transparencia moral del ingenio que hizo del autor de Tres tristes tigres uno de los mayores prosistas de la lengua.

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