Fotograma de ‘Santa y Andrés’, Carlos Lechuga, dir., 2016
Fotograma de ‘Santa y Andrés’, Carlos Lechuga, dir., 2016

Las formas y los gestos-actitudes de un cuerpo son el estilo de un cuerpo. Marcas de identidad de un cuerpo: sus señales, sus temblores, sus centelleos. Su escritura, en fin. El cuerpo graficado y apoderándose de su legibilidad ante los demás y frente al espejo del yo (el espejo del yo es también los otros). El cuerpo en sintonía con eso que el yo cree que su cuerpo es o podría ser.

Mi primera premisa me invita a decir lo siguiente: no es tan tarde, supongo, para recuperar la holgura y la dilatación del concepto de lo queer, que en general es lo que sobresale y molesta, lo temido por extraño, lo repulsivo por contrariar la regularidad y la “naturalidad”, lo inmoral por romper las normas.

La fealdad del cuerpo, por ejemplo. Puesta contra el trasfondo de unas reglas androcéntricas de belleza, la fealdad es también queer a fuerza de ser weird. La erotización de lo feo (sin adentrarnos en su sexualización) es queer. He aquí el rendimiento sexual de lo desproporcionado, lo antinatural, lo a-normal.

Lo impío (en el sentido griego) es queer: ignoras el mandato de los dioses, descrees de su poder por encima de la voluntad de los mortales, y puedes ser acusado de impiedad porque, además, al no creer tienes la posibilidad de corromper a otros.

Repito: no es tan tarde para regresar al origen, a la cuestión epistemológica de la rareza antes de que el sentido de lo raro se estrechara y ganara una nitidez excluyente, constreñida, al detentar un conjunto de significados que entonces sólo pertenecerían, en exclusiva, al universo del erotismo y la sexualidad LGBTIQ+, al género, a la orientación sexual, a los roles de género, a la “apariencia debida”, etc., etc.

Si eres queer, eso quiere decir hoy, muy en general, que no eres un hombre “normal” ni una mujer “normal”, signifique la “normalidad” lo que signifique.

Aceptemos, pues, que lo queer es, en los últimos años, una solución brumosa, pero aglutinadora, de lo que contienen (alusivamente) las siglas (que se alargan y se alargan) LGBTIQ+, más allá del hecho de que queer sigue siendo una palabra hipertrófica en tanto concepto. Una especie de endometrio en suspenso, no sellado, osmótico.

Lo queer como coloide, como paramecio teórico, que se mueve y cambia. Lo queer donde el canónico 2 ya deviene un 3 o un 4. Tal vez un 5. Conductas sexuales transitorias, que no marcan sino momentos, estaciones, personas. Lo queer como estados corredizos.

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Mi segunda premisa sería esta: nada me cuesta reconocer que fue el ensayo de Roger Ebert sobre Cuentos de la luna pálida de agosto (1953), una obra maestra que cumple ya 70 años, mi primer “punto de apoyo” para escribir sobre cine sin apartarme de lo que el cine cuenta (y no cuenta). Ese texto, tan personal y sincero, establece un estilo donde el fundamento es la descripción de las imágenes y, en consecuencia, la descripción analítica de las acciones. Mi segundo “punto de apoyo” es más conjetural, sentencioso, acaso objetivo. Se trata de Notas sobre el cinematógrafo, de Robert Bresson, que constituye una defensa del lenguaje propio (exclusivo y característico) del cine por encima de su expandida teatralidad.

Dicho esto, me gustaría pensar en 4 películas cubanas muy diferentes entre sí y que se centran, con atendible lucidez, en la conducta queer.

“Yo sé que a ti te pasa algo”

En Afuera (2012), un cortometraje de Vanessa Portieles, el acierto mayor es el de la graficación de la añoranza del otro. ¿Es efable la añoranza? Difícilmente. La película se centra en la sujeción inabarcable –de la voluntad y el ánimo– a una remembranza que nace en un vínculo, ¿acaso homosexual?, sostenido dentro de la cárcel. Así de simple. Un vínculo que tiene siete octavos sumergidos porque alude a la compañía, al estatuto fundacional, inevitable y necesario de la compañía humana. ¿Qué tipo de historia se teje y desteje ahí, a despecho de los muy esencializados encuadres del sujeto heterosexual, pespunteado (con insistencia) por la ética marginal, esa que incluye (debidamente) el alcohol, la violencia verbal, los enredos con otra mujer, etc.? Ese es el contexto emotivo. Pero hay otro contexto: la crisis de los balseros, a inicios de los años noventa. No hay electricidad. Apenas hay alimentos. Y, aun así, hay un mundo interior: el de Ángel, un albañil bajo el régimen de libertad condicional.

Pero aquel vínculo, dibujado con discreción artística, no es precisamente una amistad entre hombres, pues ha tenido su incandescencia, carece de palabras, y rehace por completo (al amotinarlo en contra de todo lo demás) el yo de Ángel. Y justo cuando está produciéndose lo que, en la historia reciente de la isla, se denomina El Maleconazo –estamos en agosto de 1994–, Ángel, su esposa (Mirta) y su hija salen a las calles con intenciones de hacer algo que les permita salir de Cuba.

El albañil, desanimado y con la cabeza en otra parte, se deja arrastrar por el remolino de la situación, y de pronto lo vemos atacar a un policía. Los gestos de ambos son precisos, pero en Ángel hay una especie de entrega. Se enfrenta al policía, ¿da un primer golpe?, recibe otros y queda esposado. ¡No hay dudas de que quiere salirse de ese maremágnum como sea! Es un preso vigilado, le han hecho advertencias, y será devuelto al correccional de donde ha salido y en el que su amigo estaría aguardándolo.

La película empieza con una secuencia donde Ángel y el otro se miden con la vista en el patio de la cárcel. Se observan, se estudian, y casi se reconocen en algo impalpable, vago, pero real. Después ocurre el regreso de Ángel, la estampida de quienes se marchan o quieren marcharse de Cuba, las presiones de su esposa y sus amigos. Y, tras el enfrentamiento con el policía, Ángel vuelve al penal y abraza a ese hombre que lo aguarda. En la escena, que dura unos segundos, se oye la voz de Bola de Nieve cantando: Tú no sospechas – estas furias inmensas – que me dominan – cada vez que te acercas… y aunque no ha habido intención en ti de provocar lo que siento – te vas a enterar de una vez de que ya… te quiero.

“Yo sé que a ti te pasa algo”, le ha dicho Mirta a Ángel. Ambos están en la cama, incomunicados. El cuerpo gay queda destituido como tangibilidad. El cuerpo gay es una intensidad de sentidos y Ángel lo presiente.

“¿Por qué a esta isla le gustará tanto el cabrón drama?”

El irlandés Paddy Breathnach dirigió en 2015 Viva, la historia de Jesús, un travesti huérfano de madre que un día recibe la inesperada visita de su padre, el hombre que lo abandonó cuando era niño. Casi estentóreo, el drama del joven Jesús –quiere actuar y cantar, y Mama, la dueña de un salón, accede, y él decide llamarse Viva– se inserta muy bien en el contexto cubano, pero con la dosis de tremendismo acostumbrada de los filmes que se interesan en referenciar el mundo habanero marginal queer.

El tremendismo es al cine queer lo que el trazo expresionista a la pintura.

En sus intrahistorias, La Habana es novelesca, por supuesto, y muy lenguaraz. Esa es la razón por la que la ciudad se desdobla muchas veces, pasando por La Habana como ciudad maravilla (aquí no se incluyen los solares de la calle Teniente Rey, ni los agujeros terribles de la calzada de Diez de Octubre), La Habana marítima y colonial, La Habana residual y elegante de El Vedado, La Habana del comercio sexual, o La Habana cosmopolita y secreta de las grandes residencias, de los bares costosos, de los restaurantes con dueños invisibles.

Viva actúa y elabora su personaje –es flaco, un poco descuidado cuando deja que su pene se marque en el vestido, y prefiere usar pelucas de cabellos cortos– hasta el día en que su padre reaparece y lo golpea en medio del show al descubrirlo allí. Se trata de un exboxeador alcohólico, violento, reñido con la existencia. Un hombre sin horizontes, mustio, lleno de tristezas. Ha vuelto de la cárcel (donde estaba a causa de la muerte de un hombre) y a Jesús la vida se le complica. Sin embargo, el hombre que ha regresado lo ha hecho para morir. Le conceden la libertad porque tiene cáncer y la vida se le agota.

Pero Jesús se entera de esto cuando ya se ha reconciliado con ese extraño ser a quien él le ofrece lo único que tiene: el cariño. La película es el trazado de ese proceso de reconciliación, entre los actos para alejar la miseria (prostituirse debajo de otro hombre por quien se deja sodomizar muy duro a cambio de dinero) y los momentos en que Viva deslumbra al público.

“¿Por qué a esta isla le gustará tanto el cabrón drama?”, grita Mama. La reformulación de la existencia de Jesús pasa por la añadidura definitiva de Viva a su alma, y también pasa por el viacrucis de la decadencia y muerte de su padre, cuyo cadáver limpia con esmero. Ambos han recuperado la amistad, la compañía interior, lo confesional, y Ángel llega, incluso, a enorgullecerse de Viva, cuando la ve rodeada de aplausos.

La película posee algunos excesos, pero no sería impropio decir, al mismo tiempo, que son los que pertenecen, de manera congruente, a la historia contada, no a su contexto o a su presunta indagación antropológica, que por suerte no existe. De cierto modo es visualmente austera y maneja la frugalidad como un recurso eficaz.

“Ni siquiera se lo acomodó bien, ¡ese rabo se le ve desde Cienfuegos!”, exclama, tras bambalinas, una de las travestis cuando Viva sale a escena por primera vez. ¿Acomodarse bien el rabo es importante, suprimir la prueba de su existencia en una figuración que, aun cuando se sabe que tiene ahí un pene, no debería mostrar sus indicios? La feminidad épica de Viva, con el bulto de la pinga marcado en el frente de la falda, la transforma, sin duda, en algo especial.

He aquí un travesti que canta. De día es Jesús, un gay que camina por el Parque Central. De noche es Viva. Su amaneramiento es parco y está matizado por la tristeza. Su homosexualidad es “debidamente pasiva” (digámoslo así, halagando las toscas convenciones, tan falaces a veces, entre el varón top y el varón bottom), y su introversión es la otra cara de ese personaje que gesticula brioso en el escenario, en busca de una medular y enérgica franqueza con respecto al cotidiano desnudamiento de su yo.

“¡Uyyy, cojones!”

El bosque de Sherwood (2008), de Jorge de León, señala expresamente, pero con algo de sarcasmo, su condición de documental. El bosque aludido es un sitio de encuentros sexuales entre hombres, por lo general jóvenes, en las inmediaciones boscosas de la esquina de Zapata y G, dos conocidas calles de El Vedado, en La Habana.  Allí, en dicho sitio –un espacio lleno de desahogos, pero también intensificado y vigilado por contraseñas, suspicacias, embozos y comedimientos–, la cámara, en apariencia errática y siempre a punto de testificar momentos de sexo explícito –lo hace, pero en una suerte de diseminación, y con una escrupulosidad cautelosa, como si evitara la obviedad de una mecánica básica–, se adentra en la fugacidad de lo íntimo y registra, bajo el imperativo sarcástico de una voice-over, las recombinaciones de esos encuentros.

La voice-over pertenece, ¡qué tremendo contraste!, a un niño. Desde su inocencia, lo que sucede allí deviene (en nuestra mente) un análogo de lo que sucedía con Robin Hood y sus compañeros en el legendario bosque de Sherwood, esa comarca que se transforma, al cabo, en el lugar para el ejercicio de la independencia y el compañerismo, y que se encuentra, de acuerdo con el mito, fuera del alcance de los soldados del príncipe Juan.

El filme es, en suma, una singueta nocturna contrastada por una voz infantil que nos cuenta, otra vez, el heroísmo de Robin Hood.

El relato cobra sentido en las modulaciones del timbre de la voz del niño, y así vemos diversas escenas de sexo donde el cuerpo, sin escamotearse del todo, va conformando, segmento a segmento, lo que me parece el acierto de esta película en relación con el asunto del cuerpo: una tipología de esa figura que los paradigmas más despóticos llamarían forajido sexual –ese proscripto que se autodestierra o que es efectivamente desterrado–, en una ciudad donde la marginación, la aceptación, la asunción y el desacato dibujan una trama compleja, saturada de equívocos, entre el rostro descubierto, la doble moral, la mitografía gay y las máscaras del ejercicio del sexo.

Singar en La Habana es una notoriedad clásica, pero hacerlo en las espesuras de esas zonas, pespunteadas por condones y cigarrillos, se transforma en una aventura inexorable.

“¡Uyyy, cojones!”, exclama, muy satisfecho, uno de los jóvenes, que acaba de ser penetrado, con brío lleno de entusiasmo (un pistoneo sin pausas), por otro. Son cuerpos sudorosos que ejecutan actos de manumisión y osadía en un escenario teatralizado, a pesar de su innata naturalidad. Son los hombres que heredan un mito prestigioso de la hombría y el valor desde la perspectiva del deseo, que es y anhela ser aquí tan deleitable como inclemente.

“Dame un beso o no hay nada”

Santa y Andrés (2016), de Carlos Lechuga, es la historia de un “darse cuenta” de índole moral en el contexto cubano de la represión, por parte de “autoridades revolucionarias”, de intelectuales y artistas “ideológicamente no confiables”. Santa, una trabajadora agropecuaria, es asignada como vigilante de un escritor homosexual, Andrés, que no debe salir de su casa (es un infidente) mientras sesione un congreso internacional muy cerca de la zona rural donde vive o malvive. La película es el proceso de “despertar” de Santa frente a la complejidad humana de Andrés, un hombre que, desde la pobreza material, pelea duro por su felicidad y su destino como escritor.

Santa descubre que Andrés, aparte de haber sido golpeado repetidas veces por “cosas de pájaros”, ha recibido, en los años setenta, terapia electroconvulsiva. Y también descubre que se trata de un hombre largamente reprimido, cuyos estigmas consisten en no ser revolucionario, ser escritor y ser maricón. Contar esto de la película de Lechuga es relevante. Y lo es por un motivo: su definitiva actualidad.

Hay un vínculo emotivo, sexual, sórdido, irresistible, morbosamente iracundo y sañudo, entre Andrés y el personaje del mudo, un joven que lo visita, que come en su casa, que tiene sexo con él y que lo golpea de vez en vez. La secuencia donde estas cuestiones se invisten de un lirismo equívoco, vacilante, aflictivo, de una tristeza dura, es la que relata el reencuentro del mudo con Andrés cuando aquel, luego de herirlo y causar el ingreso de Andrés en una rústica clínica, viene luego de unos días a su casa a disculparse y, sin saber cómo hacerlo, empieza a besarle el pecho, la herida, el cuello, mientras Andrés apenas se resiste.

El mudo, en su rol como activo, se saca ansioso la pinga (jorobada, semierecta) y empieza a balancearla graciosamente. Que yo sepa, nunca antes se vio eso en el cine cubano (lo digo con fruición y total beneplácito, claro está). Y Andrés le pide al mudo un beso en la boca. “¡Dame un beso o no hay nada!”, dice. Pero los gays activos son muy hombres y no besan, y el mudo, aunque se ha puesto muy cariñoso, es de esos hombres. Entonces Andrés, cuando el mudo está a punto de usar aceite de cocina para lubricarse, le hace una seña y le indica que es él quien va a penetrarlo. A eso el mudo sí accede. Al beso, no.

*  *  *

Afuera exhibe una esmerada sintaxis donde el estilo va graficando una cadena de emociones: desde la añoranza de la amistad hasta la añoranza de un sujeto que es un muy probable objeto de deseo. Y cubre todo ese espectro de sentimientos sin aposentarse en ninguno. Es un filme cuidadosísimo y ambiguo. El bosque de Sherwood se transforma, al presentarse como un documental, en la representación mordaz de una representación, a la que se añade una relectura anticanónica de un mito glorioso: Robin Hood y sus “camaradas justicieros”. Viva deviene un relato poemático (un narrative poem) acerca de la sobrevivencia de las mejores emociones y de la identidad real del yo. La terquedad de ese acto, sobrevivir, es el eje de la película. Sobrevivir, incluso, al asco y al malestar de prostituirse. Santa y Andrés es una película novelesca, también sobre la sobrevivencia y las potestades del individuo, y evita con éxito convertirse en un libelo. Andrés es un escritor, pero su cuerpo también forma parte de su escritura.

En las 4, el sexo, su presunción y su expansivo ejercicio, crean momentos autonómicos de gran energía. Para mayor gloria del afanoso viento de la libertad.

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