Tamara Díaz Bringas (FOTO Adrián Soto)
Tamara Díaz Bringas (FOTO Adrián Soto)

Todas las vidas (consonni, 2024) de Tamara Díaz Bringas (1973-2022) no sé si reúne las preguntas sensibles hechas a lo largo de su quehacer como curadora e investigadora, si acumula conceptos que mutaron entre proyectos, bienales, exposiciones, artistas, montajes, museos y colectivos, si es un manglar, un jardín, una piscina, o un mar en el que flotan piezas de arte, afectos, ficciones y escuchas.

Digo no sé porque no hablo de líneas narrativas aisladas, son todas parte de la cartografía, como leo en el prólogo de la curadora e investigadora Aurora Carmenate Díaz: “textos que ella decía tejer como tentativa-ensayo o como juego en el terreno de la ficción, siempre con el placer de escribir en proximidad y al ritmo de otras delicias muy suyas, como nadar o bailar”.[1]

Dudar, titubear, dar volteretas y seguir el tumba’o interrogándoselo todo, las preguntas biográficas, de las historias, el territorio, el cuerpo, el origen y las periferias traducen mi afán de sentir esa escritura/curaduría escuchadora, nadadora, bailadora. Un acompañamiento que pasa por el hacer pensar, entre la admiración y la investigación, que se sitúa en entradas/salidas, escribir/nombrar. Un acompañamiento que en Todas las vidas indaga en los por qué, para qué, en la utilidad de estar siempre en contacto con los procedimientos.

Digo no sé porque los artistas, curadurías y estaciones (vitales) por las que transita este libro bien agitan preguntas críticas sobre el colonialismo, las poéticas, los activismos, el racismo, los autoritarismos, el clasismo y la migración.

Digo no sé porque hace tiempo dejaron de atraerme las certidumbres y para eso investigo o escribo, como ella, para preguntármelo todo.

Digo no sé porque aburren los libros que sirven para demostrar una hipótesis, o “sírvase quien pueda” en el acto vanidoso de instaurar –no así fundar, que siempre es una apuesta por lo utópico en un mundo donde es más fácil renunciar–. Es esto lo que más emociona de su escritura, esa sensación siempre germinal de que vale la pena apostar por el futuro.

El manglar por el que discursa ella sobre sus aprendizajes, sus reimaginaciones y sus sueños estás más vivo que nunca. ¡Qué ausentes han estado de todos los libros sobre arte los sueños!

Así que no sé, y ahora lo digo tratándose de reseñar Todas las vidas, por dónde empezar en este aprender junto a ella, me inclino por esa imagen de la planta en su habitación que una amiga le regaló y que ha ido diseminándose. Pienso que es una buena metáfora para hablar no solo de este libro, sino de los libros, del arte del esqueje o del brote. Así la huella es vida multiplicada, la generosidad de esa conversación con lo humano, lo no humano, el barro, los silencios o el jardín.

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Escribo para no estar sola

Sobre la X Bienal Centroamericana, ella escribe:

¿Cómo podemos definir colectivamente las condiciones de una vida vivible? ¿Qué procesos facilitan la sostenibilidad y expansión de la vida, y cuáles en cambio suponen una amenaza para los procesos vitales en un sentido subjetivo, ecológico y social? ¿Con qué herramientas podemos cuestionar un sistema que prioriza unas vidas dignas de ser cuidadas mientras convierte otras en residuales? ¿Es posible revertir la desigualdad?[2]

La potencia de estas preguntas, marcadas por la relación con esa curaduría en Costa Rica, 2016, sirven como introducción a su universo crítico. Agita ideas sobre el convivir, insiste en que una “vida vivible” no debería sonar a fantasía o delirio.

Ella que se pregunta: “¿Qué podemos aprender de poéticas basadas en procesos orgánicos, de obras que duran, que huelen, que se transforman, que mueren? ¿Qué potencia de contagio movilizan redes, plagas y enjambres?”.[3]

Ella que responde a partir de las exposiciones y obras: Limón, Manglar, Estudios de vulnerabilidad y Hábitat. Desde el trabajo de Óscar Figueroa, Xenia Mejía, Irene Kopelman, Emilia Prieto, Celsa Flores, Jhafis Quintero, Anna Handick, Jonathan Torres, Verónica Vides, Roberto Guerrero, Christian Salablanca, Rolando Castellón Alegría, entre otros. Se detiene en el enjambre como una cualidad crítica que atraviesa y define las prácticas, que hace tambalear poderes y narrativas hegemónicas, pone el foco en las identidades de género, en la ecología o lo social, cree en los procedimientos, en los gestos a destiempo sobre telas, ficciones y fauna. Le sirve entonces la idea de obra viva para aproximarse a Rolando Castellón, algo que marca admiración y aprendizaje sobre su poética.

Así dialoga ella con él, Clyfford Still en la anécdota del tejido de la madre de Castellón, desde James Bay Project, o desde una trayectoria migrante, disidente, que fundó y vinculó experiencias de distintas comunidades en San Francisco Bay Area, como la Galería de la Raza.

La exposición supone una política de la vecindad, un atender a lo más próximo. Y una poética de la vecindad, una gracia en el poner juntos. Pensando en esto, caí en cuenta de que conocí a Rolando siendo mi vecino. A inicios de 1999 emigré a San José desde La Habana. Ese mismo año la curadora Virginia Pérez-Ratton fundaba TEOR/éTica y me invitó a ser parte del equipo.[4]

Culpo a ella de que corriera a leer el Manifiesto poscolombino en esa lengua mordaz, en ese reclamo de autoridad que muchas veces sigue dependiente de la mirada de ese otro europeo, de la legitimidad que nos otorga. De ahí que entiendo, como ella, que el barro en la práctica de Castellón es una forma de ensayar, de embarrarse las manos, de ritualizar la exposición. Una ductilidad para entrar en MESóTICA II / Centroamérica: re-generación, de 1996. “Castellón no ha dejado de comportarse como un amateur, como un intruso, un forastero, un apasionado, un amador. Alguien que se mueve entre el saber hacer y el hacer lo que le da la gana”.[5]

Me resonará entonces con el texto “La primera guerra de las bananas. MESóTICA II / Centroamérica: re-generación”.

Patricia Belli, El circo, las cicatrices, el aprieto: “cuando todo se rentabiliza y el tiempo de vida se convierte en tiempo de trabajo. Dedicarse a la decoración de unas llantas quemadas o de un lavadero roto, como lo hace ella, podría interpretarse como un acto de mínima resistencia.[6]

Una de las aportaciones también es que se reúnen las reflexiones y proyectos que hablan de la colaboración y complicidad con Virginia Pérez-Ratton, artista, curadora y fundadora de TEOR/éTica.

En palabras de ella:

TEOR/éTica ha sido un espacio de exposición, una biblioteca, una oficina, un centro de documentación, un laboratorio de proyectos, un lugar de encuentros y producción, un apartamento para acoger invitados, una fachada para intervenciones de artistas, un patio con la enredadera que frecuentaba un colibrí, una cocina generosa. TEOR/éTica era una casa y Virginia, la hospitalidad en persona.[7]

Labor que ha conseguido:

Transformar la distribución de fronteras y coordenadas, perturbar el arriba/abajo, norte/sur, centro/periferia. El mapa, entonces, como herramienta de subversión política, como intento de alterar la repartición de los lugares.[8]

En Deseo de una carta: del oeste al oeste, pone en discusión los antecedentes de esa 31 Bienal de Pontevedra dedicada a Centroamérica y el Caribe, no solo en exposiciones e iniciativas que tuvieron lugar en la década del noventa, sino en España. La muestra Utrópicos sirve para, contrario a los expedicionarios que viajaban a América, hacer un viaje de ida y vuelta al oeste:

¿En qué momento y bajo qué condiciones se apela al formato regional? ¿Por qué emergen en los noventa tantos proyectos de arte centroamericano? ¿En qué marcos de visibilidad y a partir de qué narrativas se presenta la región? ¿Centroamérica funciona como un necesario espacio común después de los conflictos armados? ¿Un “agente pacificador”? ¿Una comunidad imaginada más allá de las fronteras nacionales? ¿Cuál sería la función de esa comunidad en países drásticamente divididos por guerras civiles?[9]

Concentrándose en lo colectivo: “Habría entonces otra cartografía que difícilmente pueda trazarse con nombres, fechas y lugares pues tiene que ver más bien con flujos y afectos. Si tuviera que sugerir una forma para describirla sería, por supuesto, líquida: de café o cervezas, diríamos con una sonrisa y para más señas”.[10]

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‘Todas las vidas’ (consonni, 2024) de Tamara Díaz Bringas

Escribo para sentir

Ella escribe sobre momentos transgresores de las artes visuales en la década del ochenta en Cuba, abarca la radicalidad de aquellas experiencias, la formación y el contexto de producción. En Aplicaciones cubanas del “arte útil”, ella rebusca por las genealogías para hacerse de una idea de ese “arte útil” que marcó creaciones de años posteriores, que sigue ripostando al sistema o fijándose en lo comunal.

Ella que describe la irrupción de una generación de artistas egresados del Instituto Superior de Artes (ISA), y la muestra Volumen Uno: “Demasiadas veces se omite que esta emergencia de los ochenta no solo es producto de un sistema de enseñanza artística o de la organización de una Bienal “tercermundista” de artes plásticas, sino que a su vez es expresión de una nueva estrategia política estatal, pos-Mariel”.[11]

Ella que se detiene en la experiencia de convivencia en Pilón de los artistas Lázaro Saavedra, Abdel Hernández, Hubert Moreno, Nilo Castillo, Alejandro López y Alejandro Frómeta: “el arte se había ofrecido como un vehículo no autorizado para el ejercicio de libertades públicas”.[12]

Ella que lee de manera contextual Desde una Pragmática Pedagógica, de 1990, La Casa Nacional, proyecto conducido por el artista René Francisco: “La «pragmática pedagógica» continuaba una preocupación de los ochenta en cuanto a la inserción social del arte, pero la inscribe en un nuevo contexto que pone en primer plano la crisis económica”.[13]

Ella que se concentra en Mariel como ese espacio simbólico, puerto del éxodo de 125 000 cubanos, o el nombre de la revista de arte y literatura que escritores y artistas cubanos emigrados impulsaron desde New York y Miami, que demuestra el capitalismo de Estado en la Zona Especial de Desarrollo Mariel: “Es curioso que la década terminara con otro éxodo, el de esa misma generación de artistas. Paradojas. A mis seis años participé en una marcha que entonaba ¡qué se vaya la escoria! A los veinticinco, en otra marcha, me fui yo”.[14]

Desde Homenaje a Ana Mendieta (1986-1996), El susurro de Tatlin #6 o la Cátedra de Arte Conducta, ella profundiza en obras esenciales de Tania Bruguera, halla paralelismos en la noción de tribuna y la obra de Antonia Eiriz, en una ritualística atravesada por lo político y ese disentir constantes.

Está Adrian Melis interviniendo en una fábrica estatal de ladrillos, que no los produce porque se ha quedado sin materia prima, y que provoca en ella imágenes como estas:

Soñé con Ioganson cuando me preguntaba por el trabajo de Adrian Melis como una actualización del productivismo ruso en el “socialismo” a la cubana. Le conté al soviético sobre el “plan de producción de sueños para empresas estatales en Cuba” y la preocupación de Melis por la productividad. Ioganson se mostró entusiasta.[15]

Sin dudas, sus diálogos con la obra de los artistas cubanos Tania Bruguera y Adrián Melis son episodios muy bellos del libro. No solo por la humildad con la que se identifica con sus obras, sino por la fuerza con la que su escritura se deja permear por lo que estas experiencias tienen de riesgo.

Hay una vocación que compararía con la tenacidad de los manifiestos por el afán de declarar que poseen ambos textos: “La tierra de la abundancia” y “Matter of time. 9 letters to Tania Bruguera”. El primero, a raíz de la muestra personal de Melis en la que se permitía jugar con las nociones y los materiales, el stock o la pérdida, lo leí como un poema o una ráfaga que solo podía concluir en El explote. El segundo, una ficción o crítica ensayada a partir de obras de Bruguera, donde hay proximidad con las piezas y una reflexión sobre el para qué de su propia escritura. Las preguntas que hace a la artista al concluir cada fragmento son una invitación persistente al diálogo:

¿Es el archivo para ti una forma de politizar el tiempo?

¿Esa disputa por una democracia radical tiene que ver con tu idea de arte útil?[16]

¿Recuerdas qué hicimos con la carne?[17]

¿De qué modo te sitúas en ese trasiego entre religiosidad y acción política?[18]

¿No es algo así lo que propone la práctica de “arte conducta” con la llamada a desaprender comportamientos normativos e imaginar otros nuevos?[19]

¿Dirías que producir política como sensación es uno de los retos del arte de conducta?[20]

¿No crees que el “arte de conducta” y el arte útil requieren de un tiempo lento, distinto al que se mide en términos de productividad o eficacia?[21]

¿Qué tipo de sensibilidad pone en juego una práctica que trabaja con lo que llamas “political timing–specific”?[22]

Desde aquel duelo que en torno a 1989 recorrió el Este y el Oeste, tu práctica resiste a la melancolía y continúa hasta hoy imaginando –y a veces haciendo posibles– formas de transformación política a través del arte.[23]

Ella que aborda Vida gallega, de Carme Nogueira, la artista multidisciplinar española, en CentroCentro, Madrid. Paisaje, lugar y dispositivos que resuenan con la historia, la ciudadanía, la intervención y el procedimiento que definen sus relaciones con distintas iconografías de su país.

Ella que profundiza en las estrategias, los formatos, el carácter feminista y el trabajo con el cuerpo a partir de las obras de Fina Miralles, una pionera del arte conceptual. Su relación con esa “condición viviente” aporta una visión sobre la obra que en vez de yuxtaponer, relaciona piezas separadas en el tiempo desde la “pedagogía de la exterioridad”.

Ella que me conmueve a través del texto colectivo que surge de la participación en el laboratorio Komisario Berriak, Al menos un modo provisional de asentarse en un lugar. Pienso que es la carta ideal para cerrar Todas las vidas. Por una parte, está ese tono confesional y epistolar que es un ejercicio de memoria, un “relato en continua reescritura”,[24] y la introducción al jardín. Es en los jardines que ella encuentra sentidos para la existencia, para un modo de convivencia interespecies, de vida y muerte, recuerdo y contingencia. Sin dudas, uno de los más evocadores y urgentes ensayos del volumen.

Un rastro en el agua

Cuando leí: “Me pasa cuando veo fotos de exposiciones que me encuentro a menudo más interesada por la gente que aparece en las imágenes que por el espacio o las obras”,[25] me sorprendió la sencillez con la que ella expresaba un cambio en el sujeto de nuestra mirada sobre el arte. Comprendí de esa fascinación por la recepción que no se acomoda al lugar común o a la aprobación sin más del aura tan enigmático como frío de los museos. Los cuerpos, las miradas, todo aquello “menor” contiene la posibilidad de provocarnos, resituarnos, torcer los órdenes.

Así son tratados los proyectos de los que ella ha sido testigo, desde esta mirada torcida que busca con rigor trazar vínculos, contagios y afectos. En un presente que nos impulsa a la banal exhibición y al individualismo más brutal, la pausa que habita en Todas las vidas, es justamente la de la escucha, la de lo colectivo. Creo que el exilio es una clave para leerla, no solo porque reclama: “Ampliar los contornos de una nación para que incluya a su diáspora, ampliar (más allá de la idea de nación) el horizonte democrático de modo que incluya a los migrantes como sujetos de pleno derecho”,[26] sino también por las palabras, las risas, Mesié Julián, la foto de familia y la admiración por el trabajo de otros. Un exilio para crear: “Un jardín compuesto de elementos nómadas y en continua circulación”.[27]

Las palabras del prólogo de Aurora Carmenate y el epílogo colectivo de los grupos “Respirar” y “Tamaristas”, me emocionaron, fue a partir de esa resonancia un poco irracional, feliz tras una primera lectura, que consideré su obra como espora. Advierto en su trabajo ese constante mecanismo de supervivencia, como el brote o el esqueje, como el baile.

No sé si la imagen física que tengo de ella es una en la que invita a bailar como gesto de solidaridad por Luis Manuel Otero Alcántara, artista, que por mucho que nos duela, continúa preso injustamente en Cuba. O si fue una selfi en un parque, quizá El Retiro, una que vi en un estado de WhatsApp de Aurora y en la que creo que las dos aparecían sonriendo. Ella era capaz de transmitir calidez desde una pantalla, leyendo Todas las vidas, me toma de la mano y recorremos juntas un jardín en el que se respira libertad.

Quiero agradecer profundamente adentrarme en ese jardín, uno que ella ha encontrado en la inmersión:

Aprender con el agua, con la experiencia sensorial que me produce nadar. Atender a la resistencia o al empuje del agua, el modo en que puede asistir o resistir un movimiento. Constatar que el esfuerzo es proporcional al propio cuerpo y a su peso. Cuidar de los tiempos de la respiración, sin forzar el ritmo, como a menudo hago al caminar. Encontrar placer en la lentitud. Eludir la calle rápida, la competencia. Notar las diversas maneras de nadar, de relacionarnos, celebrar que chapoteamos. Comprender que somos parte de un entorno y que nuestras acciones afectan y son afectadas por este, como enseñan las ondas y burbujas de nuestro rastro en el agua. Escuchar la memoria del cuerpo, seguir un movimiento que me resulta intuitivo, aunque no recuerde haberlo aprendido, o tal vez lo aprendimos de otras especies. Prestar atención. Agradecer al agua, al mar, a Yemayá. Recordar mi primer y último gesto en la inmersión: agradecer.[28]


Notas:

[1] Tamara Díaz Bringas: Todas las vidas, consonni, Bilbao, 2024, p. 9.

[2] Ibídem, p. 17.

[3] Ibídem, p. 18.

[4] Ibídem, p. 35-36

[5] Ibídem, p. 42.

[6] Ibídem, p. 61.

[7] Ibídem, p. 85.

[8] Ibídem, p. 94.

[9] Ibídem, p. 102.

[10] Ibídem, p. 104.

[11] Ibídem, p. 116.

[12] Ibídem, p. 119.

[13] Ibídem, p. 120.

[14] Ibídem, p. 149.

[15] Ibídem, p.128

[16] Ibídem, p. 155.

[17] Ibídem, p. 156.

[18] Ibídem, p. 157.

[19] Ibídem, p. 159.

[20] Ibídem, p. 160.

[21] Ibídem, p. 162.

[22] Ibídem, p. 165.

[23] Ibídem, p. 166.

[24] Ibídem, p. 196.

[25] Ibídem, p. 30.

[26] Ibídem, p. 155.

[27] Ibídem, p. 205.

[28] Ibídem, p. 169-170.

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MARTHA LUISA HERNÁNDEZ CADENAS
Martha Luisa Hernández Cadenas, Martica Minipunto (Guantánamo, Cuba, 1991). Teatróloga, poeta y performer. Coordinadora del Laboratorio Escénico de Experimentación Social (LEES). Entre su obra reciente se encuentran los performances Nueve (2017) y Extintos, aquí no vuelan mariposas (2018); las intervenciones La última ópera china (2018) y Las fundadoras (2019). Fundadora de la editorial independiente ediciones sinsentido. Ha publicado el poemario Días de hormigas (Premio David de Poesía 2017, Ediciones Unión, 2018). Ganadora del Premio de ensayo La Selva Oscura por su investigación Notas de un simulador. La crítica teatral de Calvert Casey (1960-1965) y del Premio de Teatrología Rine Leal por su libro ESTA OBRA HABLA DE TI Y DE MI. Ensayos para (des)a(r)mar la experimentación escénica en Cuba (2012-2018).

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