Manifestación en el Palacio Presidencial de La Habana el 21 de enero de 1959 (Yale Cuban Revolution Collection)
Manifestación en el Palacio Presidencial de La Habana el 21 de enero de 1959 (Yale Cuban Revolution Collection)

Veinte años después del colapso de la URSS, el fallecido cineasta cubano Enrique Colina produjo un documental sobre el legado soviético en Cuba que se convirtió rápidamente en un éxito underground. Los bolos en Cuba y una eterna amistad, estrenado en 2011, lanza una mirada nostálgica y satírica sobre los años setenta y principios de los ochenta, el período en que la influencia de la Unión Soviética en la isla estaba en su apogeo. La película iba a estrenarse en el Festival de Cine de La Habana, pero los organizadores la excluyeron de la competición por los premios. Como protesta, Colina se retiró por completo del festival, dejando que su obra circulara de mano en mano mediante memorias USB.

Aparte de la irreverencia de la película, es difícil saber qué podría haber resultado tan objetable. Tomando su título del apodo ligeramente burlón (“bolos”) que los cubanos daban antaño a los visitantes rusos, Colina combinó entrevistas con imágenes de archivo para crear un collage mayormente afectuoso de residuos materiales y psíquicos del bloque del Este: ventiladores eléctricos de fabricación soviética que aún refrescan las casas, álbumes de fotos del primer personal técnico y militar ruso en la isla, recuerdos de infancia de cosmonautas idealizados. El documental se unía así a otros –como El telón de azúcar, de 2005, Todas iban a ser reinas, de 2006, o el posterior La vaca de mármol, de Colina, de 2013– para expresar una versión cubana de la ostalgie alemana, o sus diversos equivalentes rusos y de Europa del Este.

Independientemente de sus excesos, planes descabellados y castillos de arena ideológicos, Colina parecía sugerir que los años setenta y ochenta fueron los “años buenos” en los que Cuba proporcionó un mínimo de abundancia y equidad a sus ciudadanos. ¿Verdad? Tal vez fuera ese atisbo de duda –la diferencia crucial entre una nostalgia “restauradora” y otra más “reflexiva”, según la memorable distinción de la teórica cultural ruso-estadounidense Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia— lo que irritó a las autoridades culturales. Eso, o la insinuación de que los buenos tiempos de los cubanos habían quedado atrás.

Sin nombrar directamente tales discursos nostálgicos, la historiadora de la Universidad de Florida Lillian Guerra apunta a las amnesias perpetuadas por estos en su último libro Patriots and Traitors in Revolutionary Cuba, 1961-1981 (University of Pittsburgh Press). Mientras Colina documentaba el apego sentimental a una edad de oro socialista perdida, Guerra sostiene que esos mismos intercambios ruso-cubanos contribuyeron a un duro régimen de disciplina y exclusión sobre el terreno. Mientras Los bolos en Cuba rastreaba los vestigios físicos y afectivos de una era pasada de viajes y comercio, Guerra describe los tentáculos de un Estado de seguridad que innovó sobre las prácticas de Europa del Este, delegando en los ciudadanos de a pie la labor de vigilar a sus semejantes e, igualmente importante, a sí mismos. Guerra argumenta que, durante la era más culturalmente sovietizada de Cuba en los años setenta y ochenta, las instituciones políticas y los discursos de la isla impusieron una rígida demarcación entre los revolucionarios patrióticos que debían mostrar una lealtad absoluta al Estado y los inconformistas y traidores declarados que merecían el ostracismo o algo peor.

En otras palabras, no hay nostalgia en el relato de Guerra, “reflexiva” o no. El libro plantea la cuestión de si es posible o no reconciliar visiones enfrentadas de la memoria nacional.

Al mismo tiempo, la sombría visión de Guerra se distingue de su obra anterior. Los estudios de esta autora sobre la historia cubana posterior a 1959 nunca han sido nostálgicos, per se. Pero incluso cuando exploraba las maquinaciones del poder estatal, sus escritos anteriores dejaban más espacio para reconocer por qué algunos cubanos podían conservar recuerdos positivos de las campañas de la era revolucionaria a las que habían contribuido. Por el contrario, la lectura de Patriots and Traitors deja una impresión más dura: que cualquier nostalgia que los cubanos sientan por el pasado del socialismo –aunque esté teñida de sarcasmo– es un producto persistente y corrosivo de los exitosos esfuerzos del Estado por moldear la imaginación popular.

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Lillian Guerra es la historiadora de la Revolución cubana más influyente de su generación y, desde luego, de Estados Unidos. Durante más de una década, ha sido pionera en métodos innovadores para reconstruir la historia política, social y cultural de la Cuba revolucionaria “desde dentro”. Algunos han calificado erróneamente este imperativo como una idealización de la participación ciudadana, mientras se ignora el poder disciplinario del Gobierno revolucionario. Otros han sugerido que esta inclinación subestima la importancia de la historia diplomática, especialmente las relaciones entre Estados Unidos y Cuba y los efectos de las agresivas sanciones.

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Por el contrario, cualquier historiador de Cuba sabe que las instituciones estatales cubanas después de 1959 se volvieron omnipresentes en la vida de los cubanos, y que los líderes del gobierno nunca gobernaron una isla completamente independiente, especialmente dados los altibajos de su alianza con Moscú y la amenaza de Estados Unidos a noventa millas de distancia. Sin embargo, frente a la persistente percepción de que la historia de Cuba se reduce a una fábula de la Guerra Fría, o a una historia de rebeldes barbudos y diplomacia secreta, los estudios recientes han revisado los últimos sesenta años desde el interior, hacia afuera y desde el punto de encuentro entre la estructura estatal y la acción popular. Tener que defender que este tipo de estudios, tan habituales en otros contextos, sean incluso necesarios es evidencia de la perdurabilidad de la mirada imperial.

Guerra comenzó este trabajo en su premiado libro de 2012 Visions of Power in Cuba: Revolution, Redemption, and Resistance, 1959-1971 (The University of North Carolina Press). No fue una tarea fácil en un país donde los archivos de las instituciones gubernamentales no son precisamente libros abiertos. Sin embargo, a través de extensas lecturas de la prensa estatal de la época revolucionaria, memorias, películas censuradas, entrevistas y, sí, algunos hallazgos afortunados en los archivos, Guerra construyó uno de los relatos más convincentes hasta la fecha de la radicalización de la Revolución cubana, que pasó de ser un movimiento antiimperialista e ideológicamente heterodoxo en 1959 a un Estado socialista de partido único después de 1961.

Uno de los elementos clave de la investigación fue su sofisticada excavación de las maneras en que los funcionarios cubanos explicaron a los ciudadanos el significado de las políticas revolucionarias y cómo los ciudadanos construyeron a su vez sus propias interpretaciones de esas políticas. La evolución de la relación entre los discursos del Estado y de los ciudadanos sobre la Revolución –como las acciones concretas del Gobierno revolucionario– fue uno de los temas centrales del libro.

Debido a este enfoque, la esperanza recorre las páginas de Visions of Power, aunque se desvanece con el paso de los años. Esa esperanza comienza con la Revolución triunfante, que Guerra insiste en que era necesaria y abarcaba más que una restauración de la democracia procesal tras el régimen de Fulgencio Batista de 1952-1958. Guerra enfatiza este punto vívidamente a través de su análisis de una concentración de masas conocida como la “concentración campesina” en julio de 1959, en la que los habitantes de clase media de La Habana acogieron en sus casas a 500 000 campesinos.

Sin embargo, incluso después de la eliminación de las corrientes políticas rivales, la ruptura de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, la nacionalización de la mayoría de las empresas privadas de propiedad extranjera y cubana, y la consolidación del régimen de partido único –todo ello en rápida sucesión–, periodistas, caricaturistas, cineastas, artistas y ciudadanos de a pie, ahora desde dentro de instituciones estatales abiertamente socialistas, siguen insistiendo en que tienen derecho a señalar los defectos de “su” revolución. La obra de Guerra deja al descubierto las consecuencias, a menudo devastadoras, de sus cuestionamientos, como la marginación y el exilio que sufrieron los creadores de El Sable, un efímero suplemento humorístico del periódico Juventud Rebelde de la Unión de Jóvenes Comunistas. Sin embargo, a pesar de todo el examen que se hace en el libro de los resultados represivos del orden político emergente en la década de 1960 (especialmente los campos de trabajos forzados para minorías sexuales y religiosas conocidos como UMAP), “la Revolución” se resiste a la apropiación total que se hace en su nombre por parte del Estado. Los intentos de los ciudadanos por reivindicar y efectuar su propio significado de “la Revolución” constituyen un leitmotiv inspirador. Y aunque esos esfuerzos fracasan hacía 1970, dejando rastros de amargura, sus protagonistas a veces siguen recordándolos con cariño.

Cubierta de 'Patriots and Traitors in Revolutionary Cuba, 1961–1981'
Cubierta de ‘Patriots and Traitors in Revolutionary Cuba, 1961–1981’

Patriots and Traitors es una continuación adecuada de Visions of Power en muchos sentidos. Guerra vuelve a demostrar su habilidad para reunir archivos alternativos frente al silencio oficial. El libro también profundiza en su examen de lo que anteriormente denominó una “dictadura enraizada en el pueblo” (“grassroots dictatorship”), en la que los ciudadanos no sólo colaboraban con el Estado para vigilar a los sospechosos de disidencia, sino que cedían voluntariamente derechos políticos individuales como precio necesario para defender la soberanía nacional y las conquistas sociales.

En esencia, Patriots and Traitors extiende el alcance cronológico de la erudición previa de Guerra a los poco estudiados años setenta y ochenta. (Por el contrario, la monografía de Guerra de 2018, Heroes, Martyrs, and Political Messiahs in Revolutionary Cuba, 1946-1958, representa una precuela). La década de 1970 se describe a menudo como una década de “institucionalización” influenciada por los soviéticos en lugar de una “experimentación” eufórica. Aun así, los lectores familiarizados con la obra anterior de Guerra notarán un giro más oscuro que no puede explicarse únicamente por la ampliación de la cobertura temporal. Los primeros capítulos, por ejemplo, detallan la reeducación y rehabilitación forzadas de los presos políticos en la década de 1960. Las secciones posteriores exponen los implacables programas de educación política a los que se sometió a los jóvenes cubanos en la década de 1970, así como las presiones para que informaran sobre las debilidades ideológicas de sus compañeros. En resumen, es poco probable que uno salga de Patriots and Traitors con alguna perspectiva redentora o esperanzadora sobre la participación ciudadana en el proyecto revolucionario cubano.

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Quede claro, Guerra no ha perdido su interés por la resistencia popular o las revoluciones que podrían haber sido. Estos temas emergen con fuerza a través de interlocutores como Ernesto Chávez. Chávez, otrora devoto maestro voluntario en las brigadas de educación inicial de la Revolución, proporciona a Guerra una copia de la carta que escribió al presidente titular de Cuba en 1970 para protestar por su enjuiciamiento por miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas por supuesta indisciplina ideológica. La agencia del ciudadano también resulta evidente en los relatos de antiguos residentes de barrios marginales urbanos que denuncian el favoritismo entre las élites gubernamentales, así como su propio traslado forzoso a viviendas públicas construidas por el Gobierno. Hacia el final del libro, Guerra avanza la novedosa tesis de que el agotamiento ciudadano con las expectativas de “perfección” bajo el modelo de “moral comunista” a lo largo de la década de 1970 contribuyó a la explosión social del Mariel en 1980, en el que 125 000 cubanos abandonaron la isla en un lapso de varios meses. Dicho de otro modo, si el binarismo de patriota frente a traidor proporcionó un principio organizador para la sociedad cubana, muchos desafiaron sus términos.

Al mismo tiempo, Guerra presenta un argumento más contundente que en su obra anterior sobre la naturaleza opresiva del Estado revolucionario cubano y su dependencia de la complicidad de parte de la ciudadanía. Si Visions of Power dilucidaba la vigilancia del pensamiento, el comportamiento y las ideas como rasgos clave de la experiencia revolucionaria para mediados de la década de 1960, trataba no obstante “la Revolución” como un “palimpsesto” en evolución, tal vez incluso salvable: “una lucha entre un puñado de líderes revolucionarios por reconciliar su visión del pasado y el futuro de Cuba con las múltiples visiones que la Revolución desencadenaba continuamente”, como dijera ella.

Patriots and Traitors, por el contrario, se centra en la creciente ubicuidad e insidia de lo que Guerra denomina el “Estado total” de Cuba, especialmente en la década de 1970. La expresión “Estado total” pretende ser un guiño al totalitarismo, al tiempo que indica que el Estado cubano no era una mera copia de los modelos de Europa del Este. Puede que necesite una definición más exacta, entre otras cosas porque la palabra totalitario aparece ocasionalmente en el vocabulario de Guerra. (Y puede que sus aspiraciones fueran más totales que sus efectos, dadas las pruebas de agencia ciudadana que recorren el relato de Guerra.) Sin embargo, otro giro léxico es igual de revelador: la frase Estado comunista aparece sólo cuatro veces en Visions of Power; en Patriots and Traitors aparece en 37 ocasiones y se convierte en un estribillo recurrente.

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Nueva posición o no, la descripción más pesimista que hace Guerra de la experiencia revolucionaria cubana y de la construcción del Estado encontraría mejor compañía entre los artistas cubanos hoy que hace diez años. La ostalgie cubana sigue asomando la cabeza, incluso en variedades más acerbas que enfatizan menos glorias pasadas que las aldeas Potemkin. (Véase, por ejemplo, la excelente La obra del siglo, de 2015.) Pero si el viaje cómico de Enrique Colina a través de los años setenta llevaba la impronta de las visiones dirigidas por el Estado incluso cuando se burlaba de ellas, las películas recientes de cubanos más jóvenes criados “después de la caída” –y que tienen menos recuerdos directos del “punto culminante” del socialismo que reclamen su afecto– se han vuelto mucho más intransigentes a la hora de enfrentarse a los traumas de esas décadas y de décadas anteriores. Pensemos en Sueños al pairo, un documental sobre el desprecio hacia un cantante que intenta abandonar la isla durante el puente marítimo del Mariel; o en Santa y Andrés, de 2016, una mirada desde la ficción a un escritor gay confinado en arresto domiciliario a principios de la década de 1980 y la complicada amistad que entabla con una campesina revolucionaria local enviada a ser su celadora. Estas películas, como el último estudio de Guerra, desafían sin tapujos el canon de memoria histórica del Estado. También surgieron de una escena cinematográfica independiente cubana cada vez más atrevida, liberada por la tecnología digital y las asociaciones internacionales de la necesidad de depender de la única agencia cinematográfica de Cuba, perteneciente al Estado.

A pesar de estas nuevas posibilidades creativas, el destino de cada una de estas películas revela que la dicotomía entre patriotas y traidores sigue viva en Cuba en muchos sentidos. Sueños al pairo fue censurada en la Muestra Joven de Cine Cubano de 2020, un festival dedicado a las nuevas promesas del cine. Marginados de futuras oportunidades profesionales en Cuba, sus codirectores se encuentran ahora en Europa en un cuasi exilio. Asimismo, Santa y Andrés fue censurada en el Festival de Cine de La Habana en 2016. Tras nuevos roces con las autoridades cubanas, su director también abandonó recientemente el país.

Y, sin embargo, la mera existencia de las películas –y su amplia circulación a través de Internet y otros medios informales– sugiere que el mundo que erigió el binarismo entre patriotas y traidores ejerce mucho menos control sobre la imaginación cubana hoy que antes. Esto es así a pesar de los intentos del gobierno cubano post-Castro de reciclar constantemente ese binarismo, como se pudo ver en la respuesta represiva del Estado, y la retórica que la acompañó, hacia las históricas protestas antigubernamentales en la isla en julio de 2021.

Una creciente conciencia crítica es motivo de esperanza, pero sólo si la necesaria búsqueda de la depuración de responsabilidades, la memoria y el cambio puede evitar de alguna manera perpetuar el binarismo de patriotas y traidores a la inversa. Eso no será fácil, como sugiere cualquier examen rápido de la cultura política de la comunidad cubana expatriada en Miami. El libro de Guerra no ofrece una hoja de ruta hacia la reconciliación. Enoja más que cura. Por otra parte, si los cubanos quieren ir más allá del binarismo de patriotas y traidores, desenterrar el funcionamiento de ese binarismo es una necesidad histórica y cívica.


* Este texto se publicó originalmente en inglés en Public Books. La traducción al español estuvo a cargo de Fabricio González Neira.

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