Miguel Díaz-Canel y Raúl presiden un acto en La Habana
Miguel Díaz-Canel y Raúl presiden un acto en La Habana

La discrepancia radical entre la realidad vivida y la realidad del discurso oficialista cubano ha sido siempre una de las características más notables de la experiencia de la vida dentro de los confines del régimen. Es posible imaginar, reconstruir o incluso reconocer que, en los primeros momentos, en los que tanta gente creyó genuinamente en la posibilidad de una Revolución, que tal discrepancia tenía más que ver con la exaltación de la realidad, con su hipertrofia, que con su abandono. Hay un punto en que el traslape entre el presente y el futuro soñado se vuelven posibles gracias a la manifestación de un intervalo de libertad tan potente que parece capaz de trastocarlo todo. Por la experiencia histórica, y probablemente porque la naturaleza de una manifestación tal –común a las revoluciones, los alzamientos y las insurrecciones– es necesariamente efímera, ese momento debe haber durado, y duró, muy poco.

Una vez estabilizada, desechada la revolución como promesa e instaurada su pretensión de maquinaria homogeneizadora, la brecha entre la realidad y el discurso fue haciéndose progresivamente más amplia. No es de extrañar, en tal progresión llevada a su extremo lógico, que permanentemente sucedan cosas como que los ministros mientan en la televisión nacional, los funcionarios del Gobierno y el Partido escriban tesis y que la propaganda turística, tanto como la política, describan un país inexistente para continuar atrayendo crédulos y oportunistas en igual medida.

Una explicación posible del ensanchamiento de tal brecha puede hallarse apelando al recurso básico del utilitarismo. Para que, por poner un ejemplo, los turistas consientan en comprar un pasaje e irse a Cuba, es necesario convencerlos de que la visita cubrirá sus expectativas. Si para ello se miente, tal mentira puede entenderse como el fin que justifica los medios y que, en cualquier formación política, es perfectamente reconocible, aunque no necesariamente legítimo. La explicación utilitarista puede aplacar la disonancia provocada entre el mundo ideal de la propaganda y la realidad que se niega a desaparecer ante los reclamos de esta. Finalmente, para seguir con el ejemplo del turismo, ¿cuál propaganda turística habla de la realidad? Bien mirado, ninguna. Tal concatenación de ideas en un marco explicativo utilitarista conduce a concluir: no es tan extraño, eso pasa en todos los lugares. Pero basta constatar el grado de discrepancia, más cercano a la posverdad que a las distorsiones típicas de la propaganda, para comprender que la brecha insalvable entre la realidad y el discurso oficial –un abismo, en realidad– no puede ser explicada únicamente por principios funcionalistas o utilitarios.

En su análisis sobre el sustrato ideológico del totalitarismo, Hannah Arendt remite a cómo su potencial deriva en una separación radical de la realidad. Según Arendt, el único movimiento posible en el terreno de la lógica de una ideología es la deducción a partir de una premisa. Una premisa funciona como un axioma explicativo del mundo del cual se deducen una serie de principios y este sesgo de autoconfirmación –puesto que la deducción no genera posibilidad de concluir nada que no vaya en la ruta determinada por el axioma inicial– requiere forzar a los datos de la realidad al principio explicativo de la ideología. Con una lógica tal, y la pretensión de “explicar todo el acontecer histórico, la explicación total del pasado, el conocimiento total del presente y la fiable predicción del futuro”, el pensamiento ideológico se torna independiente de la experiencia, “de la que no puede aprender nada nuevo”. Toda ideología es, por su lógica interna, una explicación sobre cómo deben ser las cosas superpuesta a cómo son las cosas realmente.

No todas las ideologías, aclara Arendt, conducen al totalitarismo o son necesariamente totalitarias, pero todas tienen elementos totalitarios; en particular, la cualidad de emanciparse de la realidad, por su propia configuración lógica y también porque, una vez convertidas en el motor interno de un movimiento totalitario, la emancipación de la realidad es una condición favorable a la imposición de un régimen de control total. La emancipación de la realidad no consiste solamente en negar la realidad experimentada y forzar su transformación para que se adecue al único devenir posible predicho por la ideología. Tampoco en comenzar a vivir en una realidad paralela, dictada más por los imperativos ideológicos que por la intersubjetividad del sentido común. Se trata también de aplicar una lógica de la conspiración y de un sexto sentido –desarrollado únicamente en los miembros de la confraternidad ideológica– a los eventos de la realidad. Para este tipo de mentalidad, siempre hay intenciones ocultas en los agentes de los eventos y las motivaciones de esos agentes no son reconocidas sino como expresiones de una conspiración de una fuerza oculta, pero intuibles a través de un pretendido “sexto sentido” que es en realidad inexistente, pero puede imaginarse existente como parte de la cadena de deducciones del axioma inicial.

La lógica ideológica, y todas sus consecuencias, son fácilmente reconocibles en la manera en que el régimen cubano trata con la realidad, si es que se le puede llamar tratar con la realidad a la intención simultánea de dominarla y negarla al mismo tiempo. El cubano es un régimen altamente ideologizado, que convirtió la ideología es la lógica constitutiva y primaria de toda su política totalitaria. La lógica deductiva de axiomas como “la revolución liberó a los humildes” y “el imperio norteamericano es el enemigo eterno” conlleva directamente a “los humildes no pueden estar inconformes con la revolución”. Si lo están es porque han sido manipulados por el imperio norteamericano. Toda manifestación de inconformidad es, de acuerdo con el macro plan del desarrollo “histórico” de la “revolución”, una desviación que debe ser corregida. Pero tal corrección no puede ocurrir en la dimensión de los hechos puesto que allí es inexistente en tanto desviación. Existe en tanto hecho de la realidad y como experiencia, pero tendría que ser reconocida para ser resuelta. Su reconocimiento, sin embargo, no llega nunca; es una imposibilidad dentro de la lógica dominante de la ideología totalitaria.

Corregir las desviaciones puede intentarse –todo el aparato represivo con su larguísimo historial de muertes, torturas, exilios y actos de repudio es testimonio de que lo han intentado– pero en tanto no es lo que pretende, la corrección no puede ser lograda completamente. Lo único que puede lograrse completamente es desplazarse al reino del discurso, donde las constantes molestias y disrupciones provenientes de la realidad pueden ser evitadas, o al menos puede pretenderse. Mientras más distante es la experiencia real de las expectativas de la ideología, más distante es la narración de esa realidad. Si la realidad no puede doblegarse, el siguiente paso lógico es negarla, y el otro, crearse una propia.

El rejuego ideológico manifiesta en este punto algo que no es visible en un primer momento, cuando la ideología es compartida y cuando, al decir de Milan Kundera, el totalitarismo se encuentra en la fase de soñar el paraíso, un momento antes de que el gulag construido al lado del Edén deba hacerse inmenso: “Una vez que el sueño del paraíso comienza a convertirse en realidad, las gentes que tratan de interferir en este camino aparecen por doquier, y por esta razón los soberanos del paraíso deben construir un pequeño gulag a un lado del Edén. Con el correr de los años, el gulag va haciéndose mayor y más perfecto mientras que el paraíso contiguo pasa a ser cada vez más pobre y pequeño”.

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En el punto en que la ideología conduce al abandono de la realidad y su sustitución por una paralela, no se trata realmente ya de ideología; lo que se exige no es el apego a la ideología dominante, puesto que una vez en el poder, lo que se requiere de los dominados no es el apego a la ideología, sino un comportamiento que se le parezca. Incluso el amago y la mueca de tal apego es suficiente. Ello es así porque la realidad paralela sólo es posible para la élite, que tiene el privilegio de evitar vivir en la realidad del resto de sus coterráneos. Para el resto, la movilización ideológica no pretende tanto imponer una ideología específica, sino dificultar la aparición o la construcción de un sentido en la propia experiencia vivida. Como dice Arendt, “el objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas de pensamiento)”.

Una digresión mínima es necesaria en este punto. Aunque puede preocuparnos mucho más la ideología totalitaria en el poder, porque solo en ese caso su lógica interna puede manifestarse plenamente llevando la enemistad con la realidad misma hasta sus últimas consecuencias al instrumentar crímenes masivos, toda ideología contiene semillas totalitarias. Saber esto puede permitirnos reconocer en otros axiomas el peligro de una deriva totalitaria. Las ideologías que pretenden explicar y prescribir el mundo a partir de un elemento único (como la raza, el género, el mercado, el nacionalismo, etc.) y que en ese deseo explicativo abandonan a la experiencia como fuente de reflexión y construyen una realidad paralela basada en teorías de conspiración, constituyen un peligro latente y contienen el potencial de un orden totalitario si los movimientos que las sostienen obtienen el poder necesario para implementar sus delirios.

Regresando a Cuba, es probablemente inútil esperar que los dirigentes y los representantes del oficialismo cubano sean tocados de alguna manera por la realidad, en primer lugar, porque no viven en ella. Ellos viven, literalmente, en una realidad paralela, y no es la nuestra. El delirio ideológico no es únicamente ideológico; está hecho también de confort y privilegios. En segundo lugar, porque no solo el deseo interminable de poder y dominio sino la lógica interna sobre la que lo sustentan los previene de ello. Cuando nos preguntamos qué tiene que pasar para que esa cúpula enajenada, criminal y parásita se dé cuenta de que no hay salida ni siquiera para ellos mismos si insisten en el rumbo que han determinado para un país entero, la respuesta es: no hay nada que pueda pasar que los haga recapacitar. El país puede hundirse en el mar, sin metáfora, y todo lo que harán será cantar, gloriosos, sobre los restos del naufragio después de haber escapado. El verso de la canción de Pablo Milanés que declara que “será mejor hundirnos en el mar que antes traicionar la gloria que se ha vivido” no tiene ya nada de épico, y hace pensar más bien en un plan de la élite de hundirnos a casi todos mientras nos hacer creer que el ahogamiento es gloria.

Los responsables de sostener el horror de una realidad en la que no viven deben ser expulsados de esa cúpula de irrealidad en la que el resto de las vidas no importan puesto que ni siquiera figuran en su historia o sus planes. La lógica de la ideología totalitaria es perversa y enfermiza pero no es una enfermedad, y debe ser juzgada de acuerdo con los crímenes cometidos en su nombre, y no de acuerdo a sus vericuetos mentales. Si de algo sirve saber cómo funciona, es para tener un argumento más a favor de la comprensión necesaria de que no es posible reformar la forma de funcionamiento lógico que nos llevó a esta situación. Ella, y sus representantes, solo puede ser removida de la posición en la que siguen controlando el resto de las vidas, sin tener siquiera el remordimiento de conciencia que derivaría de reconocerlas.

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1 comentario

  1. Excelente artículo, pero llega muy tarde. A principios de los 60 ya estaba esclerotizada la realidad de esas élites y su disonancia cognitiva o sesgo de confirmación.
    La tragedia cubana es un caso único de lento genocidio humano a través de una ideología con un fatídico axioma.
    En fin. Un holocausto de 64 años y suma y sigue. E intoxicando a toda Latinoamérica y Europa.

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