No tuve la suerte de conocer personalmente a Enrique Colina. Tampoco llegué a disfrutar de las emisiones de su popular 24 x Segundo, el programa televisivo de reflexión crítica en torno al cine que lo convirtió prácticamente en un mito entre los amantes del séptimo arte; programa televisivo que constituye, sin dudas, uno de sus grandes aportes a la cultura cubana, y no sólo al pensamiento sobre cine.
Pero guardo con placer el recuerdo de haber presenciado una de las clases magistrales que impartía para los estudiantes de la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA). Era el año 2011 o 2012, yo me encontraba en La Habana a propósito del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano –entonces estudiaba en Santiago de Cuba–, y me fui a FAMCA a recoger a un amigo y terminé sentándome con él en el salón de clases. Esa fue la única vez que estuve frente a Enrique Colina, y fue una experiencia extraordinaria escucharlo (y verlo) explicar las funciones dramáticas de la dirección de arte en The Postman Always Rings Twice.
Recuerdo perfectamente la impresión que me causó la diafanidad con que revelaba un mundo de significados a partir de las relaciones entre la escogencia del ángulo y la composición del cuadro, y la disposición de los objetos y los actores en el espacio escénico. En particular, me viene a la memoria sus argumentaciones en torno a la secuencia en que, tras quedarse solos por primera vez, estalla la tensión erótica entre los personajes de Jack Nicholson y Jessica Lange.
Desde que supe del fallecimiento de Enrique Colina el pasado día 27 de octubre, he estado recordando ese momento en que tanto me impresionó su inteligencia y su profundo conocimiento del lenguaje audiovisual y la Historia del cine.
Ciertamente, 24 x Segundo es suficiente, junto a su labor como ensayista y profesor, para avalar su autoridad indiscutible como crítico, para recordar su excepcionalidad como comunicador, respaldada en un nutrido saber humanístico, que hacía de sus análisis experiencias enriquecedoras para su público. Los agudos desmontajes fílmicos de Enrique Colina evidenciaban una trabada mezcla de conocimiento, rigor analítico y seducción comunicativa que develan su estatura intelectual.
Su obra documental también es un gesto intelectual imperecedero. Y digo esto porque los valores más notables de su filmografía los encuentro menos en la particularidad de su estilo o en la inventiva que asiste a su trabajo con el material expresivo, que en el refinamiento de su mirada autoral a la hora de aproximarse a zonas singulares de la vida y la cotidianidad cubana de su tiempo. El cineasta que fue Enrique Colina debe mucho a su condición de crítico, de pensador de la cultura. Lo cual no significó una limitante para su creatividad, sino una cualidad de su voz como realizador que lo distingue hoy entre los cineastas de su generación.
En una entrevista que, a propósito del fallecimiento de Enrique Colina, recordó el crítico e historiador Juan Antonio García Borrero, el cineasta comenta: “he hecho varios documentales que reflejan problemas que ya estaban desde los años ochenta y que han empeorado a unos niveles terribles hoy día. Más allá de considerarme un crítico pienso que soy una persona que vive en este país y que ve esta realidad sin tapujos ni prejuicios al precio de vivir una amarga decepción que lejos de paralizarme me compulsa a protestar. Me parece que no es nada excepcional lo que hago. Tengo una opinión y es mi derecho expresarla. Es una lástima que esta opinión no esté un poco más extendida. Mi punto de vista es que nos hemos convertido en un tipo de ciudadano que no tiene desarrollado un sentido cívico elemental. Ser revolucionario ha sido históricamente en la práctica, obedecer, seguir las orientaciones, cumplir las tareas asignadas y ha quedado para la retórica demagógica aquello de pensar con cabeza propia y decir y actuar en consecuencia”. Desde la ética que las palabras anteriores transmiten, deben leerse hoy los filmes de este realizador.
En Estética (1984) ya están presentes las marcas de estilo y el pensamiento que caracterizarán las películas de Enrique Colina: la apelación al humor como un elemento estructurador del discurso fílmico y la narración, la observación de perfiles determinantes de la cultura popular y de problemáticas sociales del país, y la proyección de una intencionalidad crítica hacia los motivos temáticos atendidos, por ejemplo, la convivencia barrial, el estado de la ciudad o los servicios públicos…
Estética testimonia diversos modos de “estetizar” el entorno (urbano, para ser más preciso) que tiene el cubano, específicamente en la década del ochenta. A partir de acercamientos a diversos espacios de la cotidianidad y el medio social habanero, y a las personas que lo ocupan, se nos describe el imaginario popular y sus tensiones con la tenida por alta cultura, dado que algunas pautas del plano autoral de la película apuntan a una revisión del kitsch, como elemento corriente de la vida urbana de ese periodo, entendido como prefabricación del “buen gusto”. Este cortometraje documental constituye una pieza de referencia, además de por su orgánico manejo de los agentes narrativos y la organización del metraje, que contribuyen de modo fundamental al perfilamiento del humor, por la lucidez con que devela este perfil de lo cubano.
Ese humor que teje Enrique Colina desde la intencionalidad del montaje y la fotografía, se repetirá en sus siguientes trabajos, como sucede en Jau (1986). Esta documentación sobre las relaciones entre las personas y los perros, en sus múltiples dimensiones, extiende una punzante crítica al maltrato animal, que se resuelve a través de la introducción de un personaje –un perro callejero perseguido por un empelado de Zoonosis–, que a la vez que cuenta su experiencia, comenta o puntualiza las imágenes mostradas en la pantalla. La hilaridad se cuece como un mecanismo que engrasa la funcionalidad de esta estrategia, tanto como recurso capaz de vehicular (además de placer) una punzante actitud crítica.
La coherencia con que se entretejen el plano estrictamente documental y el plano de la ficción evidencia un diestro y creativo manejo de los recursos expresivos del lenguaje fílmico. Tal estrategia será implementada, desde una voluntad de experimentación mucho más acentuada, en El rey de la selva (1991). En este cortometraje, uno de los leones del Paseo del Prado sirve a Enrique Colina de personaje protagónico –que funge también como narrador y responsable del punto de vista– para, alrededor de él, orquestar un sucinto ensayo audiovisual sobre la Historia cubana que ha tenido al Paseo como lugar de emplazamiento, correlato de una crítica al estado físico en que se encontraba este sitio paradigmático de la ciudad hacia el momento de la producción del filme.
El único largometraje de ficción realizado por Enrique Colina, Entre ciclones (2003), resulta una comedia popular urbana concebida con precisión, de un guion muy bien estructurado. Aunque es una película un poco endeble –dada su dudosa apelación a ciertos estereotipos en la construcción de los personajes–, su trama consigue instrumentar con inteligencia la elaboración escénica y la intencionalidad dramática del humor como factor determinante en la trama.
El filme narra las desventuras de un telefonista en La Habana, que intenta escapar de su precaria vida material, un personaje que sirve para echar un vistazo a ciertas estampas de la vida cubana menos favorecida. Enrique Colina logró rodar una buena comedia al interior de lo mejor de la tradición del género en Cuba, la cual, sin embargo, roza a cada instante con la tragedia, dado los continuos infortunios del protagonista, sin nunca caer en ella. En esa tensión en que se debate el filme se cifra una de sus mejores virtudes.
Enrique Colina nos dejó otras obras valiosas, recuerdo sobre todo Vecinos (1986) y El unicornio (1988). Y también La vaca de mármol (2013), el documental con que cierra su filmografía, que además de homenajear los mecanismos expresivos de algunos documentalistas del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos de los años sesenta, tiene el mérito de deslizar un irónico, a ratos, mordaz, comentario sobre perfiles singulares de la idiosincrasia generada por la Revolución, a partir de una revisión del mito de Ubre Blanca.
Con la muerte de Enrique Colina la cultura cubana pierde no sólo a un cineasta, a un profesor, a un crítico. Con 76 años de edad, tras luchar largamente contra una enfermedad que lo mantuvo por años separado de nuestro panorama cultural, el país pierde a un intelectual que se adentró oportunamente en surcos problemáticos de la vida popular y cívica de la Cuba revolucionaria.