Fotograma de 'Passages', Ira Sachs dir., 2023
Fotograma de 'Passages', Ira Sachs dir., 2023

Cine y sentimiento amoroso. Anatomía de dos tipos de cuerpo: el mental y el físico. Pero, sobre todo, fisiología e higiene del amor. Nada es menos obvio que el cuerpo y sus solicitaciones afectivas. Nada tan obvio como decir esto, a no ser que uno invoque las presencias, peligrosamente intercambiables, de esos dos cuerpos. Ese dilema es uno de los que marcan lo que llamamos, con la debida precaución, compromiso sentimental.

Digamos que se trata del amor, así, a secas. Supongamos que es un amor como todos los amores: contaminante, contaminado, lleno de esas impurezas originarias contra las cuales pelea el sentimiento, y que, para rizar el rizo, hacen del amor lo que es: un tirijala donde ni se pierde ni se gana. Al bordear peligrosamente los lugares comunes del amor, como ahora mismo estoy haciendo, y entreverar pasiones sentimentales expresadas a duras penas, y graficar compartimentaciones domésticas, y revelar emociones (deseos) y hacer de la franqueza una suerte de devil stretch cuya inevitabilidad garantiza la energía de los cimientos del amor, no hacemos otra cosa que describir esa narrativa (amorosa, claro) donde el lenguaje naufraga.

En el cine es distinto. En última instancia, la sabiduría de los espectadores importa tanto como la de los críticos. Y, posiblemente, hasta más.

El lenguaje se salva, sobrevive. Pero queda maltrecho. Y, más allá de esa narrativa, y en concreto cuando una película se atreve a aposentarse allí, queda la gramática de determinado amor. Sonidos, sintaxis, conceptos, procesos de significación: vida diaria.

Passages, así se titula la película de 2023 de Ira Sachs. Pasajes, pasos, cruces, aprobaciones, vistas, momentos, secuencias. Dos hombres casados entre sí: Martin y Tomas. Y una mujer, Agathe, que de pronto entra en el ruedo al enredarse (literalmente) con Tomas. Nadie oculta nada. Se libran, emplazados en una detallada hiperconsciencia de sí mismos y de la modernidad que habitan, de la grosería, de la ocultación y el engaño. Lo hablan todo. Lo dicen todo. Pero la verbalización de prácticamente la totalidad de sus vidas no resuelve nada.

Tomas está filmando una película cuyo título es ese mismo: Passages. Lo vemos en la claqueta. ¿Una mise en abyme? Esa puede ser una de las claves de un asunto sentimental que se les va de las manos a sus protagonistas. Algo empieza siendo un ensayo sobre los límites de la libertad individual, y, paso a paso, se enseria y resplandece con el vigor de lo trágico. En ese sentido, en la experiencia de lo cinematográfico como émulo de lo vital (cuando un cineasta supone que su vida es o podría ser, también, una película) tal vez resida el único pacto posible de una narrativa clásica (locuaz, llena de palabras, muy teatral) con la experiencia de hacer cine.

Una brecha queda abierta ahí: la que nos invitaría a sostener, casi de forma bizarra, que buena parte de lo que ocurre en la convención dramática que los personajes edifican no es más que una simulación de algo que está por suceder pero que no sucede de veras. En este punto puede que esté yo exagerando, al concederle al filme una inteligencia de tejeduría que no posee. Y, aun así, me resisto a desdecirme.

He aquí una de las maneras de advertir sobre los peligros que acechan al amor. Uno de ellos es el de la contumaz figuración de todo lo que le da forma y lo deforma. Y advierto sobre esto por un único motivo: buena parte de dichas figuraciones es lo que pone el acento distintivo en Passages.

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Sin embargo (y apartando de lleno, y de antemano, cualquier peligro de segregación), se trata de una pareja singular. Tomas, bisexual (¿se descubre de pronto así, o ya lo intuía?), está casado con Martin, que no es bisexual. Cuando Agathe entra en escena, Tomas ha terminado de filmar lo que faltaba de su película y están en un bar, celebrando el suceso. Y en ese instante es Martin quien está conversando con Agathe. Le reprocha a la joven, con el simple interés de provocar un diálogo lúcido, el haber rechazado, minutos antes, a un hombre muy atractivo (un exnovio, sabremos luego) que la había invitado a su casa. Entonces llega Tomas, que quiere bailar con Martin, pero este no tiene ganas, y Agathe le dice que será ella quien baile con él. Ahí empieza un asunto de seducción cuyas formas iniciales están donde siempre, o casi siempre: el cuerpo. Bailar se torna un ritual de apareamiento.

Passages es una película donde el lenguaje importa mucho. Robert Bresson la habría calificado de historia de amor teatral, siguiendo su idea de que una cosa es el teatro filmado y otra, bien distinta, el cine, que él llama cinematógrafo. Este no depende, pensaba Bresson, de las palabras dichas, o no depende tanto, mientras que aquel lo destina prácticamente todo al tipo de emoción trágica que emana de las palabras articuladas.

Celos, amargura, paciencia, indignación, melancolía, soledad: estos grandes estados de ánimo pasan, aquí, por la verbalización. Es como si Ira Sachs quisiera demostrarnos que una falsa civilidad, en personajes civilizados, no les permite, a la larga, estallar auténticamente. Pero esto también puede deberse a la acentuación de la miseria que los embarga: la de no hallar el modo adecuado de entregarse al amor, un inconveniente que posee numerosos matices, como revela el propio cine de Sachs, en el que hay películas como Forty Shades of Blue (2005), Married Life (2008), Keep the Lights On (2012) y Frankie (2019). Todas ellas señalan hacia un dilema: el de la compañía y el de la comunicación que se exige en la compañía.

Agathe y Tomas bailan. Después, inevitablemente, tras pasar una noche de sexo con Agathe, aparecen otras cuestiones: la conciencia del redescubrimiento del cuerpo de una mujer, el reproche, un átomo de ira. Martin le aconseja a Tomas, cuando este regresa a casa, que descanse, y le recuerda que, cada vez que termina de hacer una película, ocurre lo mismo: tiene sexo con otra persona. Como si fuera un colofón necesario. Como si fuera un botín somático e intelectual. Martin es consciente de las inconsistencias e inconsecuencias de Tomas, que este jamás oculta.

Hay una pretensión composicional en esta película, y la verdad es que ignoro si ella ha permitido que se constituya en una obra notable a causa de su imaginario, o en una experiencia del relato cinematográfico demasiado anclada a las palabras. Puede verse como una sucesión de fragmentos/cuadros encadenados y más o menos discontinuos, y también como una ordenación de secuencias que reverencian la estructura clásica del relato, y donde lo que se pretende es contar, con relativa sencillez, la historia de tres personajes. Lo singular, creo, es que el fluir de Passages permite que nos sintamos cómodos haciendo ambas lecturas.

Las cualidades de la paciencia y de la superioridad emocional (¿?) no le impiden a Martin tener sexo, a su vez, con un escritor joven, negro, de éxito, y, aunque esto sorprende a Tomas, no llega a ser motivo de malestar. Ambos están vagamente incómodos, no saben cómo salir de sus respectivas situaciones, y el espectador da por hecho que, a pesar de sus diferencias de madurez, ni Tomas ni Martin pierden de vista el peso real que el otro tiene en sus vidas. Pero las cosas se complican: con la familia de Agathe, sobre todo, y con un embarazo imprevisto del que Tomas sabe que quiere y no quiere salir, independientemente del ofrecimiento de ayuda de Martin.

Hay dos momentos perentorios y “desesperados” en Passages. En uno, Martin le suelta a Tomas un discurso de ruptura total con él. La libertad, extremada en ambos, no conduce a nada. Pero la ligereza moral y la desconfianza, sí. Y le dice que lo quiere fuera de su vida de inmediato. En el otro momento, posterior a este, vemos a Tomas como al inicio de la película: pedaleando en su bicicleta. Pedalear parece un acto trivial, pero en el caso de Tomas es algo donde la velocidad de su pensamiento, de su angustia y de sus emociones parece que se espeja y se analogiza en la velocidad de su cuerpo por las calles.

Ligereza moral y desconfianza. Estas palabras merecen una explicación. No es que los celos, ni el deseo de compartir y compartirse sexualmente, ni la intrusión de una mujer (que acaba embarazada) hayan derrumbado el vínculo entre Tomas y Martin. Este, que saldrá con Tomas de vacaciones a Venecia, quiere despedirse de Agathe y van a un café. Martin, con ilusión, le lleva un regalo. Es una pieza de ropa para el bebé que está por nacer. Pero ella le dice que ha tenido un aborto (no sabemos si espontáneo o inducido) y se extraña de que Tomas no le haya contado nada a Martin. Esa es, como si dijéramos, la gota que colma la copa.

Hay, además, un subterfugio que vuela, con cierta constancia, por encima de sus cabezas: la diferencia, que puede y debe ser distinguida, entre emocionarse con una persona y enamorarse de una persona. La autopercepción del yo es uno de los procesos más derivativos, engañosos y cruciales. Pero, por otra parte, ya se sabe que el poderío de las convenciones no proviene de sí mismas, sino de su probada eficacia, en varios niveles, a lo largo de un enorme espacio de tiempo.

De todo eso habla también, indirectamente, Passages. Y lo hace, entiendo, con una especie de necesidad de distanciarse (lo cual es allí una marca de estilo), pero sin que ello implique desasimiento. De hecho es una historia sobre el compromiso moral. La película, en definitiva, deviene su propia manera de “registrar” dentro de sí misma. Buscar. Expresar la búsqueda al caer, apenas disimulando la urgencia, in medias res.

Como hace la vida misma, que no espera por uno para ocurrir.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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