Fotograma de 'May December', Todd Haynes dir., 2023
Fotograma de 'May December', Todd Haynes dir., 2023

La vida de la mariposa monarca puede extenderse por 8 o 9 meses, en dependencia del clima y de sus necesidades migratorias. Pero el tiempo de una mariposa monarca no transcurre igual que el nuestro. Al meditar sobre esta obviedad, uno toma en cuenta que, colmándonos de presunciones, nos creemos cosas en representación de la arrogancia de toda una especie. El tiempo jamás dura lo que dice durar. Ni el amor. Ni la pasión.

Falsos axiomas, saturados de convenciones baratas.

A mí, con 13 años, una mujer me hizo sexo oral en una de las cocinas de la Escuela Vocacional Lenin. Año: 1973. Era la Lenin inicial, clásica, y me refiero a una cocinera de treinta tantos años, encargada de hacer, durante su turno, la leche del desayuno. La hora: poco antes de las 6:00 am. El contexto: pedir un poco de café tras una guardia que me había correspondido realizar entre las 2 y las 5 de la madrugada. Guardia de ronda nocturna como parte de una preparación semimilitar que no era más que un aspecto, entre tantos otros, de un juego manipulador y delirante contra un enemigo impalpable.

Tenía sueño, tenía hambre, me sentía cansado. Y así, medio dormido, con ganas de probar el café recién hecho, entré en esa cocina y minutos después me mamaron la pinga.

Para Todd Haynes, realizador limítrofe, bastante separado de los gestos de la industria (no hay más que recordar Poison, de 1991, o Velvet Goldmine, de 1998, Far from Heaven, de 2002, o Carol, de 2015), el sexo, y su pesantez proteica (llena pactos sociales, de ideas sobre la ética, de culpabilidad equívoca, de fogosidad y libertad y soledad), es un componente inevitable de su cine. A Haynes lo tantalizó la aventura, tan singularmente morbosa como judicialmente ridícula, entre la maestra Mary Kay Letourneau (34 años) y su jovencísimo alumno (entre 12 y 13 años) Vili Fualaau. De ahí su más reciente película: May December (2023).

La señora Letourneau había sido acusada de violación de segundo grado. Hubo atenuantes. Y le advirtieron que ese vínculo tenía que disolverse. Pero no se disolvió. Y se vio obligada a cumplir siete años y medio de cárcel. Después de quedar libre, ambos se casan. He ahí el primer motivo de asombro. El segundo: es un matrimonio que se extiende por 12 años.

Una maestra de escuela, blanca y de ojos claros, agrede sexualmente (seduce) a un jovencito de tez étnica, de ascendencia samoana. Una suerte de neozelandés depurado, estilizado. Auténtico escándalo de cariz novelesco, el caso se asentó sobre la base de lo que se conoce como estupro. Pero allí la legalidad distingue entre pedofilia, hebefilia y efebofilia. Y lo que ocurrió fue un ejemplo de hebefilia.

Toda medianía es corrediza y transformativa. El samoano es extremadamente joven, cierto, pero tiene la suerte de ser un chico dotado para el sexo. Antes de la maestra había tenido dos parejas sexuales.

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El escándalo es de novela, como dije, pero también convoca al cine. Al cine dentro del cine, quiero decir. Y entonces Haynes imagina a una actriz cuyo proyecto es convertir, en una ficción verídica, la dilatada y trágica (con final feliz) aventura de Mary y Vili, que en la película se llaman Gracie (próxima, creo, a los 59 años: Julianne Moore) y Joe (acercándose a los 40: Charles Melton). La actriz que dialoga con ambos, en plan de “investigación de campo”, es Elizabeth Berry (Natalie Portman). Cuando la historia (la de Haynes) empieza, hay un ambiente festivo, como de bienvenida. Esperan a Elizabeth, y Gracie solo le pide a Dios que no sea estirada y no esté por ahí mirándolo todo desde la opacidad de sus gafas de Hollywood. Un amigo de Joe le comenta a este, en voz baja, que vio una película donde ella se desnuda.

La primera escena matrimonial de la que Elizabeth es testigo se encuentra como demasiado bien elaborada por Gracie. Hay una parrillada en la parte trasera de la casa, los niños y los jóvenes juegan, el enclave marítimo está más allá, casi paradisíaco, y la pareja se acomoda dentro de un abrazo tranquilo, reposado. Junto a Joe, Gracie se recuesta sobre su pecho y todo es amoroso, reluciente, tierno y seguro. Pero después, de noche, en la cama, ella le reprocha a él que huele a carbón, a humo, y Joe intenta remediarlo quitándose el pulóver, primero, y después poniéndose algo de colonia. Gracie se revela como una mujer que esconde una frustración secreta debajo de sus tiquismiquis sobre la limpieza del cuerpo. Y llora. Está aterrada y pregona, sospechamos, una fragilidad tal vez demasiado audible a través de la música sombría, casi infausta, que va repitiéndose, con variaciones, a lo largo del filme.

La comunidad de Tybee Island es el sitio donde todos se conocen. Allí viven Gracie y Joe con sus hijos. Pero el pretérito pesa demasiado (Elizabeth lo comprueba a medida que va entrevistándose con varias personas que estuvieron involucradas en los hechos), y aunque Gracie hace pasteles de arándanos por encargo (algunas familias tienen esa deferencia lastimosa con ella: ocuparla con labores de repostería apenas necesarias), no son pocas las veces que le envían, anónimamente, cajitas con excrementos. Así de sencillo. Y tanto ella como Joe restan importancia al asunto obstinadamente, aunque Gracie sepa que destrozó algunas vidas con tal de defender ese amor que, desde su perspectiva, jamás tuvo nada de anómalo. Una de esas vidas averiadas es la del hijo que ya tenía (Georgie) cuando se enredó con Joe. Georgie canta ocasionalmente, con su mediocre banda y su mediocre voz, en un local. Elizabeth llega a conocerlo. Es un joven fastidioso, irónico, altanero. El rencor y la tristeza se arremolinan dentro de él.

A medida que la trama avanza, la impresión que tenemos es la de una mujer que sabe, en secreto, cuán laberíntica y trágica ha sido su existencia, pero que no puede ni dar marcha atrás ni enfrentarse abiertamente a esa realidad de destrozo y frustración que parece ser la conclusión de todo. Gracie no es que sea terca o egoísta. Sencillamente racionaliza lo que ha sido su vida y subraya, de manera conclusiva, las mejores partes de ella.

¿Qué “disfunción” malévola, si es que es así, se pone en marcha cuando una mujer de treinta tantos años tiene sexo (del tipo que sea) con un joven de trece en quien cierta madurez va creciendo?

Cuando ambas mujeres, Gracie y Elizabeth, están frente al espejo maquillándose, con la intención de que la actriz sepa cómo se “embellece” su modelo, algo sucede. La cámara, observada por las dos, es ese espejo (uno, espectador, también lo es), y cabría decir que ambas lo saben. Pero lo que de súbito comprenden allí (cuando Gracie le dice a Elizabeth que lo mejor es que se deje maquillar y se mire después y vea el resultado) es que Gracie se sabe un poco Elizabeth, y que esta ya ha empezado a meterse bajo la piel de Gracie, como si la actriz fuera un complemento de Gracie y esta se supiera ya un complemento de Elizabeth. Una especie de amortiguada discordia ocurre allí, entre arreboles, lápiz labial y base de maquillaje. Gracie envidia la juventud de Elizabeth puesto que, de cierto modo fantástico, su pasado se le presenta en una segunda oportunidad. A su vez, Elizabeth envidia el saber acumulado de Gracie, quizás ese saber específico que proviene de un lance prohibido, tentador y oscuro.

“Yo era muy diferente de los demás y ella se fijó en mí. Y yo lo deseaba. Pero la gente todavía me ve como una víctima”, le dice Joe a Elizabeth enigmáticamente. Y le pregunta si ella dirá la verdad en la película. Pero los dos saben que la verdad no está en los hechos, sino en sus consecuencias y en el sedimento que van dejando en la memoria inmediata. Los hechos se metamorfosean igual que las personas que los ejecutan. La actriz es consciente de eso. Y va percibiendo lo mismo que el espectador medio: en la actualidad, Gracie, insegura y llorosa, se comporta más como una madre que como una esposa. De hecho, el origen de su identidad se encuentra en el momento en que comienza a protagonizar el mito (muy morboso, muy complicado) de la madre-amante.

¿Hay algo edípico aquí? No me parece.

Llama la atención el simbolismo de Joe cultivando, en grandes cajas, huevos y orugas de mariposas monarcas, que corren el peligro de extinguirse. Su labor no tiene la menor retribución, pero está al tanto de que muchísimas personas hacen lo mismo. Es como si supiera que él contribuye a mantener un secreto equilibrio, y que, de un modo cuyas razones se hunden en la oscuridad de lo arcaico, su vínculo con Gracie y Gracie misma están como analogizados por el cultivo de las mariposas y el cuidado de sus breves (¿o largas?) vidas. Ella, sin embargo, no tiene la menor idea de eso, y mucho menos de la metáfora (una esmerada y significativa metáfora) que pervive allí. De hecho, cuando una visita está por llegar a la casa, le dice a Joe que mueva hacia otra parte las cajas de sus “bichos”.

El dramatismo cinematográfico (el de la vida real ya estaba asegurado, por supuesto) quiere reverdecer desde dentro, pero quizás Haynes no alcanza a hacerlo. O no alcanza a completarlo de veras. Creo que se queda en el nerviosismo de una evocación creativa (lo cual no está nada mal, supongo), como si anhelara recrudecer (y prolongar), con todo el morbo cotidiano posible, esos microprocesos de la seducción que tuvo lugar veinte años atrás, cuando Gracie descubrió que no podía detenerse y que el cuerpo de Joe le gustaba de una manera monstruosamente irresistible.

Hay un momento en extremo embarazoso: cuando Joe y Elizabeth dan libre curso a la atracción física y acceden al sexo con urgencia y sin mayores pretensiones que las del placer, las de la posesión y las del orgasmo. Lo embarazoso, y también singular, es cómo, a través de la mirada resolutiva de Haynes, notamos que el pene de Joe es fornido, magnánimo, fascinador. Un fascinus grecolatino. Esa mirada suya, la de un cineasta tantalizado, es la que pudo haber existido en el pretérito de la seducción, y no está nada mal que mirar-y-ver sirva ahora, en tanto acto, como vehículo de una explicación parcial, lo mismo para el espectador, que para la actriz-personaje.

La rotundidad del cuerpo humano, en las fronteras de la belleza, puede poseer una fuerza tan poderosa como fatal, tan arrolladora como irrefrenable. Aunque al cabo todo se arruine cuando Elizabeth le conceda al intercourse el brío (y el brillo) de lo transitorio, el ardor que se pone en realizar un deseo sin consecuencias. Cuando Joe acaba dentro de la actriz, busca una toalla y le pide ir ambos a la cama. Haynes nos indica que ella (la expresión de Natalie Portman es muy específica) no comprende por qué ir a la cama. ¡No tiene caso! Pero va y se acuesta al lado de Joe. El diálogo que sobreviene allí se empobrece velozmente (la expectativa de Joe ante lo que acaba de suceder es muy diferente de la de Elizabeth) hasta que se trunca.

Sin embargo, Charles Melton usó un pene prostético para rodar la secuencia. ¿Lo hizo con el propósito de no mostrar el suyo, o para establecer un parámetro realista (incluyendo las “conveniencias formales”, los prejuicios, las suposiciones) que se refiere al pene de Vili Fualaau, o por ambos motivos? ¿Fue una decisión de Haynes o de los dos? Y si fue sólo del director, ¿por qué este decidió usar una prótesis grande?

En el grupo de Facebook sobre las mariposas monarcas, del cual Joe es miembro, este mantiene un vínculo con una tal Michaela. Dialogan todos los días, se hacen confidencias cuidadosas, miden sus palabras y acceden a ilusionarse con la opción de visitar un sitio de México adonde se supone que irían, en plan migratorio, las mariposas. Ella le pregunta: “¿Y tú no estabas casado?” Son diálogos frente a los cuales la aventura sexual con Elizabeth queda exactamente como lo que es: un breve revolcón.

“Soy ingenua, siempre lo he sido. De cierta forma es una bendición”, le dice Gracie a Elizabeth cuando van al baño a retocarse durante la cena de graduación de dos de sus hijos. La cena, invadida por comentarios suspicaces y frases incómodas, no sale bien. El colofón es cuando, al final, Georgie vuelve a asediar a Elizabeth y la chantajea sutilmente para que, en la película que se filmará, le den el puesto de supervisor musical. Y le confía, además, un dato escalofriante que puede ser cierto, pero también inventado: en el diario de Gracie, al cual ha tenido acceso alguna vez (cuando Joe no existía), ella cuenta que sus hermanos tenían algún tipo de sexo con ella. Al final de May December, Gracie desmiente eso cuando se despide de Elizabeth. ¿A quién creerle?

Hay una revelación final, en esa carta que la actriz verbaliza frente a la cámara, la carta que Joe ha guardado durante años y que le entrega en secreto a Elizabeth. En esa carta, Gracie le pide a Joe detenerse, parar, esperar a estar dentro de la ley. Seguirán viéndose con enormes cuidados. Pero deberían frenar, moderarse. Y ya sabemos que, según Gracie, era Joe quien estaba al mando. Ella, aunque casada y ya con hijos, se sometió a la seductora voluntad de un Joe que no por tener 13 años carecía de experiencia. ¿Fue así, en realidad? “Fuiste tú quien me sedujo”, le dice Gracie a Joe, estupefacta, sorprendida, en una discusión, cuando este regresa de tener su aventura sexual con la actriz.

¿Se repite el proceso de seducción, esta vez en un juego de espejos sin tiempo? Tal vez.

Ciertamente, todo lo que May December cuenta se aproxima mucho a lo predecible. Sin embargo, y pese a esa predictibilidad, sabemos que la película contiene un recuento de recuentos, y que hay formas de enunciación en las que lo previsible, a pesar de serlo, fluye sin la incomodidad que resulta de lo demasiado nítido. ¿Debió Todd Haynes, como me comentó el crítico y ensayista Rubens Riol, dejar algo a la imaginación del espectador, más allá de las exigencias habituales de un drama como ese? Es posible. Pero, como ocurre en la vida (y, claro, en el arte), hay matizaciones más o menos útiles y matizaciones que, muy en serio, reconfiguran el tejido.

La identidad acaso sea esa alfombra que usamos para, encima de ella, amoblar nuestra memoria. Debajo se esconden, o se pierden, demasiadas cosas.

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