FOTO © Arianna Domínguez Hernández
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Mientras el «núcleo duro» de la intelectualidad cubana al interior de la isla insiste en evadir, tanto cuanto pueda, el ajuste de cuentas a la historia de la literatura y al sistema institucional que la ha perpetrado, los reclamos curiosos, punzantes, no exentos de cierta vehemencia, por parte de las generaciones postreras parece indetenible o, al menos, en el marco de las nefandas leyes no escritas, permisible y hasta trendy y propicias.

En busca de una transparencia que le falta a una Historia de la literaria cubana de la Revolución, muchas veces contada como el relato de una procesión monológica que se desplaza impertérrita con la garantía del pacto entre las partes, muestra de una presunta cohesión social digna de un pesadillesco fairy-tale, cocida en sus propias consignas de «unidad indisoluble» y «cuadro apretado», un joven narrador residente en la isla hurgó en ciertos archivos y emergió con una novela que ridiculiza el relato hegemónico del consenso. Contra ese estado de bocas felices, cansancio y disimulo, pero también en diálogo con la historia cultural que aquellos intelectuales fieles ayudaron a construir y de la que son protagonistas, escribe Ahmel Echevarría Peré su novela La noria (Ediciones Unión, 2013), una pieza probablemente resultante de su inquietud por conocer el origen de un sistema que le ha sido legado sin tener oportunidad de elegir o discutir y en el que adivina, mientras hurga en las carpetas sepultas, en las memorias de individuos, de escritores venidos a menos, en los relatos clasificados por el temor, la impotencia o la indiferencia, las tensiones, las ausencias, los borrones y las paradojas, las demasiadas insensateces.

Y es que La noria muestra un sistema institucional de la literatura envilecido por los conflictos entre el individuo y el Estado, entre las benevolentes políticas culturales ejecutadas con celo y servilismo por las administraciones oficiales y la figura del escritor que apenas si tiene sus obras: un sistema-campo solariego-potrero enyerbado donde el Poder es menos un órgano «al servicio del pueblo» que una fuerza autónoma y autoritaria que se manifiesta en sus variadas formas y grados de peligrosidad –en el brazo torpe y perruno de la actividad policial; en la voz del empoderado censor de turno (mitad crítico-mitad funcionario) que atiza enardecido los primitivos maderos de la hoguera; en las dependencias burocráticas que propician, regulan y sancionan unilateralmente la cultura en Cuba.

Es cierto que Ahmel Echevarría, desde los años en que comenzaba a enviar sus primeros cuentos a los concursos nacionales, que entraba (para no salir) en las aulas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso o que revolucionaba el panorama de las revistas literarias cubanas junto a Jorque Enrique Lage y Orlando Luis Pardo con el ezine The Revolution Everning Post (TREP), fue asimilándose a un conjunto de dinámicas, discursos y poéticas que no tardaría en vincularlo a esa promoción de escritores cubanos que, en su pluralidad y heterogeneidad, han ganado visibilidad bajo el epíteto finisecular de «Generación Cero» exudando etiquetas de indiferencia política (con las señaladas excepciones de quienes se lanzaron de lleno al activismo), escepticismo, desencanto, artificios tecnológicos, antihistoria, fantaciencia, ciberpunk, poemas con chicle, papel de lijas y vello púb(l)ico.

Sin embargo, con su novela, ganadora del Premio Ítalo Calvino que convoca la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y el grupo cultural italiano ARCI, Echevarría se desmarca de esas propuestas generacionales de entre siglos –generación, insisto, diversa, dispersa, heteroglósica– en las que se alucina torrencialmente ficciones atópicos, ucronías, pastiches neopop, merodeos urbanos por los recuerdos de la adolescencia perdida, con un suerte de manifiesto que le da la cara a esa facción realista de rancio pedigrí en la tradición narrativa nacional.

Justamente como manifiesto, toma de posición, documento que señala, cuestiona y acusa me he visto inclinado a leer esta obra: la manifestación pública de un joven escritor que reclama intervenir (participar) en la configuración simbólica de la historia cultural de su país ante la inopia de aquellos que, de tanto toma y daca, castigos e indultos, prebendas y empoderamientos, han ido despreciando sus días de furibundas «heterodoxias» para  conformar una suerte de autoridad sinódica de la «cultura nacional» –con lo cual acaso traicionen el ideal del escritor engagé que tanto defendieron en los lejanos sesenta–, y dedicarse a reparar en minucias inocuas (pero autorizadas) o a posar de escandalizados ante fenómenos emergentes, día tras día más vernáculos, que ya hallan ajenos, apenas cognoscibles. Novela cívica, novela política, novela histórica y novela realista, La noria gira callada, con humilde socarronería en medio de la maquinaria cubana-cubensis-cubiche y arroja veladamente el reclamo a los que evitan apuntar con el dedo a los responsables de la debacle social que vieron sobrevenir callados; a los que omiten los nombres cuando publican comentarios sobre los temas más peregrinos en la prensa nacional para aparentar actividad en la esfera pública; a los que esquivan frente a las cámaras de televisión la pregunta sobre los años en que fueron, de algún modo, reducidos por la maquinaria ideológica de El Proceso y, alegando irrelevancia o impertinencia respecto de la actualidad, se encauzan en relatos bollywoodenses de arcádicos momentos del pasado.

Dando muestras de un cúmulo de información considerable a la mano, habiendo nutrido su archivo personal de la Historia Nacional de la Infamia con revistas, compendios de cartas cruzadas, títulos y autores (sedentarios y diaspóricos, consentidos y exiliados), relatos oficiales, testimonios públicos y privados de los participantes (de los sobrevivientes) de las décadas del sesenta y setenta, Ahmel Echevarría tiene definido un propósito político y un oficio correctamente aprendido, disciplinadamente practicado: la escritura de ficción. Con todo el material compendiado, se creería que el resto era cuestión de echar manos a la obra: ajustar, ensamblar, acoplar y «darle taller».

Y en efecto, mientras leemos la novela, todas las piezas y herramientas del «taller» que hacen posible su articulación narrativa van quedando al descubierto, mostrándose con algo de impudicia, tomando lugar en una relación de artilugios narrativos perfectamente reconocibles, bienes comunes adoptados por la gran mayoría de los narradores cubanos de los últimos treinta años, catálogo de utensilios postmodernos en una «novela para armar» –Julio Cortázar estará presente como un dios–: parodia, plagio, apropiación, paráfrasis, intertextualidad, autorreferencialidad, palimpsesto, reiteración, rescritura de la Historia, revisión del pasado para mostrar el presente, protagonismo del subalterno (en este caso doble: el protagonista es negro y homosexual), autoficción, biografismo, relato íntimo, presuntas indicios de veracidad documental, etc.

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La metáfora que da título al libro no persigue traslucir una síntesis simbólica y figurativa del asunto que se ha decido abordar: aventuremos que este podría ser el modo en que un escritor cubano negro y homosexual, cercano a la ancianidad, lidia cotidianamente con su existencia y su conciencia, ambas estigmatizadas por el trauma de una cadena de censura, marginación y restitución pública, urdida por los actores administrativos y gubernamentales en Cuba a lo largo de cuarenta años de su vida.

En su lugar, la palabra explota el sentido instrumental del objeto que nombra y llama la atención, en primera instancia, sobre el método de creación, sobre el momento de la confección y la hechura tecnológica. La noria es la metáfora del modo en que el autor ha elegido conjugar los mecanismos y procedimientos narrativos que conoce, ya no para concebir un relato cuya finalidad sea contar una historia (hasta donde pueda lograrse después de Proust y Joyce, Cortázar y Bolaño), sino para confeccionar y presentar una especie de novela-artefacto, «una máquina narrativa a la que llamé La noria» –nos dice–, que deja ver en su acabado, en su superficie, en apacible convivencia, los enunciados y sus referentes textuales, discursivos o empíricos, la paráfrasis y la frase, el plagiario y el plagiado, el hurto y el hurtado, las palabras y las cosas. Como si profanara esa norma o atributo de calidad estética que dignifica la sutileza cuando se manipulan los referentes culturales o la pericia en el manejo de los registros, tonos, tesituras lingüísticas, de manera que el autor empírico se diluye en sus personajes y en el entramado de la historia, esta novela saca a airear su padecimientos, expone las costuras y proyecta todo el tiempo la sombra del artífice, del sujeto que escribe.

No estamos ante la otrora, casi bizantina, pérdida de la aureola (siquiera ante el «lenguaje no-convergente» o el collage, formas idóneas para narrar lo cubano según Lorenzo García Vega), sino ante la fábrica o el taller de la aureola, donde el autor es un fabricante que nos explica cómo se hace, la aleación utilizado para la fundición, las horas que debe permanecer en el horno, el tiempo de enfriamiento y secado del barniz, los sitios de donde ha obtenido los materiales, la mejor manera de pulimentar. De salida contamos con un aro de cierto diámetro, listo para colgar en un quiosco, acompañado de una leyenda donde se precisa el proceso de confección, algunos de los significados posibles y varios consejos que ayuden a comprender y mejor utilizar la pieza.

Tentado a llamarla novela-instalación, este «artefacto», versión tropical, cubana, de la máquina macedoniana emplazada en un museo porteño de La ciudad ausente, de Ricardo Piglia –modelo indiscutible de La noria, por cierto, único referente no declarado–, persigue posicionarse en el contexto político cultural cubano y activar su «funcionamiento», estimular asociaciones y conexiones con los sucesos del acontecer socio-histórico de la actualidad, intervenir en el hervidero referencial, epistémico y simbólico de la cultura nacional y de los relatos políticos que la han determinado a lo largo de los últimos cincuenta años.

Ese reclamo, casi una demanda a viva voz, pocas veces después de la década del ochenta había sido tan explícito en un libro que se presentara como novela en el país. Echevarría, como si no hubiera sido lo suficientemente expeditivo a lo largo del relato novelístico, tampoco halla reparos en declarar sus intenciones, en confesar las fuentes utilizadas, los autores que parodia, los discursos y relatos que ha repasado mientras empalmaba la obra. En un adenda al texto novelístico, encabezado por un subtítulo que aprovecha la enumeración de objetos –recurso curatorial explotado a mansalva–, «Un bidón de gasolina, un candelabro y un revólver (precisiones)», se explicita el contexto de escritura y se plasma la marca de temporalidad, espacialidad y voluntad política de la acción escritural del autor y ciudadano Ahmel Echevarría Peré, quien manifiesta su identidad como sujeto del mismo campo literario que ha ficcionalizado, miembro de una comunidad intelectual donde cohabita con otros tantos escritores que el lector seguro podrá hallar, de acercarse a un evento literario cualquiera en La Habana del año que escribo, 2017.

Esa promiscuidad entre la ficción y la realidad, propia de las ficciones documentales o de las novelas de non-fiction, cada vez más en auge –piénsese tan solo entre la divulgadas en Cuba, El material humano de Rodrigo Rey Rosa, en el escandaloso «Seva» de Luis López Nieves, y más cercano aún, en el libro de cuentos Papyros de Osdany Morales que comparte más de un gesto con este–, puede revertirse contra la autonomía literaria y aun contra la añorada efectividad comunicativa de la obra, una vez que se confía demasiado en un diálogo cómplice con un lector del cual se espera esté artillado de un horizonte referencial consistente sobre de los avatares del campo literario cubano. De ahí que, además de otra artimaña composicional que busca apuntalar el juego ilusionista entre elementos de la realidad ficcional y la realidad histórico-empírica, el último segmento, un segundo adenda, titulado «La caja de las Maravillas (otras precisiones)», donde se relacionan pequeños comentarios informativos sobre la vida de los escritores o los detalles de acontecimientos particulares que, anteriormente, en el argumento novelístico, habían sido mencionados, pareciera más un imperativo, una suerte de glosario imprescindible para «comprender» la obra.

Estos fórceps políticos, sin embargo, no será lo único que alcance vulnerar la calidad novelística; también lo hará, paradójicamente, la retahíla de referentes del imaginario literario y cultural cubano que se mencionan o apenas se evocan a modo de dispositivos encargados de activar alguna zona del horizonte de expectativas del lector. La voluntad autoral de «hacer literatura» le desata a Echevarría una suerte de «mal de estantería», un síndrome reconocible en esos autores que se muestran urgidos por atiborrar una obra, un texto narrativo, de presuntos atributos o insignias de lo literario.

En este sentido, La noria recuerda un mural donde figuran nombres, muchos nombres (Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Julio Cortázar, Antón Arrufat, Roberto Fernández Retamar, Rosalía de Castro, Ernest Hemingway, Fernando Pessoa, La Lupe, Bola de Nieve, Elena Burque, Franz Xavier Süssmayr, Mozart, Ernesto Lecuona, The Jackson Five, Kool & The Gang, Cesária Évora, y un largo etc.); diversidad de géneros y ritmos musicales (la así llamada música clásica, bolero, tango, reggae y disco, música tradicional gallega); fragmentos de poemas (de Piñera, de Juan Carlos Flores, de Martí); canciones popularizadas por la Burque o El cigala acompañado por Bebo Valdés; títulos de revistas (Casa de las Américas, Mundo Nuevo, Cuba), y de libros (Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, Las armas secretas y Rayuela, de Cortázar, Paradiso, de Lezama); calles y sitios icónicos de La Habana, espacio protagonista donde se desarrolla la historia (Campanario, Obispo, la Plaza de Armas, la Alameda de Paula, la zona de Tallapiedra en el barrio de Jesús María, El gato tuerto, el Barrio chino, el boulevard de San Rafael).

En su concepción Echevarría, además de adorar veladamente a Ricardo Piglia, Roberto Bolaño y Eduardo Heras León, hace una ofrenda, entre otros, a Virgilio Piñera, a «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», de Senel Paz y al estilo esquizoide y de delirio onírico de la prosa de Reinaldo Arenas. Como novela política, que además ofrece subrepticiamente una tesis (una posible: la represión cultural y la vigilancia por razones ideológicas acecha en la sociedad cubana desde los años sesenta y continúa en la actualidad), La noria se inserta en el diálogo con otras obras de esas generaciones postreras que, desde el interior de la isla (después de la cortina de humo del Ciclo de conferencias organizado en 2007 por el Centro Teórico-Cultural Criterios, circunscrito, amordazado y silenciado sin hallar mayor resistencia), han estado cuestionándose e indagando sobre los procesos políticos en el campo cultural cubano. Tengo en mente El 71. Anatomía de una crisis (2013), de Jorge Fornet; el ensayo ««El trabajo os hará hombres»: masculinización nacional, trabajo forzado y control social en Cuba durante los años sesenta«, del investigador Abel Sierra Madero, publicado en el número 44 de la revista Cuban Studies, de la Universidad de Pittsburgh, Estados Unidos; y la pieza teatral del dramaturgo Carlos Celdrán, de título «10 millones«, todavía inédita, pero ya representada en La Habana y más recientemente en Nueva York durante una gira de la compañía Argos Teatro que dirige.

Confieso al final de estas líneas que me resistí un buen tiempo a leer la novela de Ahmel Echevarría, acaso, por el vértigo que me provocan la mayoría de los títulos premiados en los concursos de narrativa en la isla. Pero entonces un día me sorprendió, mientras buscaba quién sabe qué cosa en la web, que una de esas plataformas on line que promocionan y venden Cuba para el turismo la había incluido en una lista de los «veinte libro imprescindibles de la literatura cubana de los últimos veinte años«. No miento si aseguro que fue este lanzamiento mercantil, fenómeno excepcional y bendición para los libros publicados por las macilentas editoriales nacionales, lo que tentó mi curiosidad por La noria.

Participo entonces de la presunción de que Ahmel Echevarría Peré es uno de los más talentosos y facultados de los jóvenes narradores residentes en Cuba para escribir novelas hoy. Si la popular y sobrestimada forma scribendi que ha adoptado para su proclama ciudadana fuera a definir su poética autoral, no sorprendería su paso imperturbable por los catálogos de literatura para turistas, su entrada en un futurista «Panorama de nuestras letras» y su inclusión entusiasta en los planes de estudios de los programas académicos sobre Cuba en Estados Unidos y Europa. Si eso es todo lo que ambiciona, sépase ya airoso, ad portas. Si está dispuesto a más, quizás sea la hora de ir pensando abandonar el taller.

Nota:

Una primera versión de este trabajo apareció el número 6 de 2016 de la revista cubana Espacio Laical.

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