Dibujo de Austin Osman Spare (cortesía de José Ricardo Chaves)

En el proceso de estudiar las figuraciones literarias del andrógino en el imaginario romántico encontré, en el margen de la literatura, las memorias de Herculine Barbin, trágica historia de un hermafrodita fisiológico de mediados del siglo xix. Se trata de un texto singular, no sólo por la historia que cuenta, de carácter autobiográfico, sino también por su ubicación ambigua, movediza, entre la literatura y el documento médico y legal.[1] En realidad no fue escrito pensando en generar un producto literario donde lo estético estuviera en primer plano, sino en una situación extrema de supremo aislamiento y exilio, como preámbulo al suicidio. Si hay una vocación en las memorias de Herculine es ante todo moral, no artística, aunque esta dimensión no esté ausente del todo.

Herculine Barbin, Cesare Pavese y Uriel da Costa

La autora o el autor (pues el género de quien narra la autobiografía es fluctuante) escribe con la clara convicción de que, acabado lo que haya de escribir, sea mucho o poco, bien o mal escrito, después de eso, hay que morir, se ha de pasar de la palabra al acto, cueste lo que cueste, con parecido coraje al del escritor italiano Cesare Pavese cuando apunta, poco antes de suicidarse: “Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.”[2] Así cierra su diario y también su vida. Pero a diferencia de Barbin, que –como veremos– no pasó de ser una buena institutriz de provincia sin mayor ambición que poder amar a una mujer y leer mucha historia antigua y moderna, Pavese sí fue un escritor “profesional”, dedicado a la traducción, a escribir prosa y poesía y, por supuesto, a la militancia antifascista. El diario de Pavese es el de un escritor consciente de su oficio, mientras que las memorias de Herculine no son escritas por un narrador o narradora profesional, no buscan primeramente un efecto literario sino moral, dan testimonio de un sufrimiento por una falta de lugar en el orden del mundo, para encauzarlo, para encontrar algo de sentido entre tanta pena, entre tanta confusión.

Dentro de este campo de textos tan empapados de muerte, las memorias de Herculine están cerca, además del diario de Pavese, de las memorias del suicida Uriel da Costa, portugués del siglo xvii que primero renunció al cristianismo para abrazar el judaísmo, por lo que tuvo que emigrar de Portugal a Ámsterdam.[3] Luego, ya judío, atenta en dos ocasiones contra la opinión ortodoxa, por lo que es marginado dentro de su propia comunidad a tal grado que prácticamente se le orilla al suicidio. Antes, eso sí, el humillado Uriel redactó un breve escrito autobiográfico, no de justificación de su muerte, sino más bien de intento de explicación de su vida. Aquí tampoco, como en el caso de Herculine, hay una intención literaria, ni siquiera existe la certeza de que lo escrito pueda llegar a ser leído por alguien después de la propia muerte: lo más probable es que, junto con el propio cuerpo, se destruya también el documento. Y sin embargo se escribe.

Esta ausencia de pretensión literaria, en los casos de Barbin y Da Costa, tiene que ver con el hecho de ser textos escritos, sí para otro, pero un otro que es o está en uno mismo, un yo desdoblado en otro-yo mismo, que en su expresión busca ante todo ser sincero y no anda tras lo hermoso. Anima a sus autores un sentimiento de exilio total, de estar fuera del orden de las cosas: en el caso de Herculine, el orden sexual, en el de Uriel da Costa, el orden ideológico y religioso. Tanto Uriel como Herculine deben cambiar sus nombres cuando se adopta un nuevo estado producto de metamorfosis: Uriel, el judío, dejará de ser Gabriel el cristiano (tan sólo cambiará de nombre de arcángel); Herculine, la mujer, pasará a ser Abel el hombre, Abel Barbin. Mas todo Abel tiene su Caín, y el suyo será su mujer suprimida, su insepulta Herculine.

De Foucault como profanador de cadáveres archivados

Las memorias de Herculine Barbin fueron rescatadas de los archivos franceses por Michel Foucault, quien las publicó a mediados de los años setenta del siglo pasado junto con los informes de dos médicos que la atendieron: uno mientras él-ella vivía, el que notificó el caso de hermafroditismo para efectos de cambio de sexo en lo civil; el otro, quien hizo la autopsia y los estudios pertinentes de tan exquisito cadáver, verdadero bocado, no de cardenal, sino de patólogo. Foucault, tan amigo de estudiar las formas del poder, la sexualidad y la represión, publicó las memorias del hermafrodita Barbin y las de otro raro célebre, el parricida Rivière, narraciones de hechos atroces y extraños guardadas en archivos médicos y legales. Quizás estas constituyen las únicas novelas posibles (vía la apropiación indirecta) para un escritor y un teórico como él, demasiado racionalista para lanzarse a los juegos de la imaginación literaria: confesiones verdaderas en sentido literal, nada de metáforas; narraciones desplazadas que encontraba en los archivos y que sacaba de la oscuridad, donde hasta entonces se empolvaban, para darles un nuevo sentido con sus comentarios e interpretaciones. En el caso de las memorias de Barbin, dicho material, junto con otro relativo a épocas antiguas, debía conformar un volumen sobre los hermafroditas de su Historia de la sexualidad.

Por primera vez se oye la voz del hermafrodita, no la palabra sobre él

El Dr. Goujon, el redactor del segundo informe anexado por Foucault, es consciente de lo valioso del material que tiene enfrente, un cuerpo hermafrodita “suicidado”, sofocado por el humo de un calefactor de carbón y, al lado, sus memorias escritas:

La observación que yo reporto es seguramente una de las más completas que la ciencia posee en este género, puesto que el individuo que es su objeto ha podido ser seguido por decirlo de algún modo desde su nacimiento hasta su muerte, y porque el examen de su cadáver así como la autopsia han podido ser hechos con todo el cuidado deseable. Esta observación es sobre todo completa por este hecho excepcional, que el sujeto de que trata ha tenido el cuidado de dejarnos largas memorias, por las que nos inicia en todos los detalles de su vida y en todas las impresiones que fueron sentidas por él en diferentes períodos de su desarrollo físico e intelectual. Estas memorias tienen tanto más valor puesto que emanan de un individuo dotado de una cierta instrucción (había obtenido un diploma de institutriz y había recibido el primer lugar en el concurso de la Escuela Normal para la obtención de este diploma), y porque hace esfuerzos para dar cuenta de las diferentes impresiones que experimenta.[4]

Conviene enterarse un poco del sonado caso de Herculine Barbin, mejor conocida como Alexina, la mujer que no era tal, que tras veinte años de vida femenina cambió de sexo jurídica y socialmente. Se trataba de un caso de hermafroditismo físico, esto es, coexistencia de órganos sexuales masculinos y femeninos. Al nacer Herculine en 1838, la familia la entendió como sujeto femenino, como niña, y como tal la crió. Su padre murió cuando estaba muy pequeña, la madre tuvo que trabajar y trasladarse a otro lugar, por lo que la niña fue internada en un colegio de monjas. Después, ya crecida, estudió en la Escuela Normal, donde obtuvo su diploma de maestra. Por unos meses dirigió un establecimiento educativo. Debió abandonar la dirección debido a su adopción de una identidad masculina a nivel civil. Tiempo atrás, aquejada la mujer por algunos dolores, fue llamado el médico, quien, asombrado, descubrió al examinar a la enferma su carácter hermafrodita. Este médico decidió no decir nada sobre el hallazgo para no perturbar más la situación. Después de todo, no se trataba de una muchacha cualquiera, sino de la directora de un plantel educativo.

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El proceso de develación del misterio sexual de la joven no sucedió con rapidez. Fue más bien bajo la presión religiosa, impulsada por un confesor, cuando Herculine decidió iniciar un proceso para adquirir su estado masculino, que había sido decretado por la autoridad médica no sin titubeos. Si bien había hermafroditismo y toda una vida de hábitos femeninos, también era cierto que el predominio de rasgos corporales en la edad adulta era más bien masculino. Había que corregir los errores de interpretación a la hora del nacimiento. El cuerpo del recién nacido pudo confundirse, pero el del adulto no. Lo que en la infancia pudo ser ignorado, con la adolescencia comenzó a ser inquietante. La acentuación de los rasgos sexuales dio a la joven un aspecto más bien varonil. Leamos la descripción general del médico que dio a conocer su caso:

Alexina, que tiene veintidós años, es morena, su altura es de 1 metro 59 centímetros. Los rasgos faciales nada tienen de muy precisos y permanecen indefinidos entre los de un hombre y los de una mujer. La voz habitualmente es la de una mujer, pero a veces en la conversación o cuando tose, se mezcla con sonidos graves y masculinos. Un ligero bigote cubre su labio superior; algunos pelos de barba se ven en sus mejillas, en especial en la izquierda. El pecho es el de un hombre; es plano y sin mamas. Las menstruaciones nunca aparecieron, con gran desesperación de su madre y de un médico al que ella había consultado, y que vio permanecer impotente toda su habilidad para hacer aparecer este flujo periódico. Los miembros superiores no tienen nada de las formas redondeadas que caracterizan a las de las mujeres bien hechas, son más oscuros y levemente velludos. La pelvis, las caderas son las de un hombre.[5]

Diferencia y vida erótica de Herculine

En distintos momentos de sus memorias Herculine nos habla de la propia conciencia de su diferencia o al menos de extrañeza física con respecto a los demás. Por ejemplo, hacia el final del texto conservado dice: “Yo no ignoro que soy un sujeto de singular asombro para todos los que me rodean. Todos estos rostros jóvenes que respiran la alegría de su edad parecen leer sobre el mío alguna verdad cuyo secreto se les escapa.”[6] Poco después agrega: “¿Cómo definir esta extraña impresión que inspira mi presencia? No sabría hacerlo. Pero para mí es algo visible, indiscutible.”[7]

Su extraña apariencia no impide que se enamore y que sea correspondida por al menos uno de los cuatro amores mencionados en las memorias: Léa, a los doce años; Clotilde, a los dieciocho; luego vendrán Thécla y Sara, esta última su compañera amorosa durante varios años, el amor correspondido. Llama la atención que Herculine ame a las mujeres y que incluso las idealice en un verdadero culto a la femme fragile, pero no lo hace desde una perspectiva masculina (que no conoce, pues todo su mundo ha sido siempre entre mujeres, con mujeres, con una clara ausencia masculina). Herculine ama a las mujeres como mujer, y esto la horroriza dado su código moral y religioso. Cuando a raíz del examen del médico se descubre el secreto de Herculine, su condición física de hermafrodita con predominio masculino, esto le sirve como argumento para entender por qué siempre se enamora de mujeres, en una suerte de autojustificación tranquilizadora. Desde luego que a Herculine la asustan el escándalo y todas las consecuencias del cambio de condición sexual y civil, de mujer a hombre, que las leyes divina y humana ordenan, pero hay también un cierto alivio porque encuentra un fundamento natural para su amor por las mujeres, del que hasta entonces carecía, importante dado su marco de referencias religiosas y morales. Como la naturaleza es hecha por Dios, todo lo que esté acorde con ella debe, por consecuencia, estar de acuerdo con él, piensa Herculine presa de su espejismo naturalista y religioso. Como la naturaleza está conformada por opuestos, pertenecer a uno de ellos está bien, pues se tiene un lugar, no sólo en la naturaleza sino sobre todo en la sociedad. La indefinición y la ambigüedad son características que inquietan a Herculine pues la privan de un lugar en el mundo.

Un lugar para Herculine

Si algo caracteriza las memorias leídas es su ambigüedad constante a nivel textual y canónico: ¿a qué género pertenecen?, ¿son literatura aunque no hayan sido escritas como tal, esto es, sin pretensión estética?, ¿son confesión, memoria, autobiografía? Ambiguas también a nivel sexual, las memorias resaltan la oscilación de género de quien escribe (se refiere a sí misma sobre todo en femenino, subraya con cursivas las marcas de género en verbos y adjetivos para acentuar la condición femenina del hablante que el idioma francés permite reconocer muy bien). Finalmente, se muestra la incertidumbre entre las pulsiones de vida y muerte que animan el escrito, entre ese impulso eufórico por escribir, contar una vida –la propia–, pretender hallarle un sentido, y el hecho de hacerlo como un preámbulo para morir, como una condición necesaria antes de abandonar este mundo que no tiene lugar para un ser como Herculine, ahora Abel.

Puede decirse que ante la imposibilidad de un lugar en el mundo, a Herculine/Abel no le queda otra salida que crearse uno propio, y esto sólo es posible en el orden de lo imaginario, de lo simbólico: imaginar, escribir, ingresar en el mundo de la letra, ¿de la literatura?, como requisito para darse muerte. Sus antecedentes favorecen tal salida: en varias ocasiones menciona su gusto por la lectura, por el conocimiento, por la historia antigua y moderna. Justamente, como ya pudo observarse, los relativamente altos grados de instrucción y sensibilidad son algunos de los puntos que el Dr. Goujon subraya del autor/autora de las memorias y que le dan un valor excepcional. Además de su estudio y gustos, Herculine ya tenía el hábito de escribir, pues nos habla del diario que lleva y de las cartas que envía a su amada Sara en las temporadas de separación.

La estrategia serafítica en la metamorfosis de Herculine a Abel

Es interesante observar la evolución del personaje/autor(a) y correlacionarlo con algunas características del texto. Hay que decir que las memorias originales eran más amplias que las hoy conocidas. El Dr. Tardieu, quien alguna vez tuvo el documento completo, publicó la parte que le pareció más importante. Hizo un recorte sobre todo hacia el final que, según él, “no era más que queja, recriminaciones e incoherencias”.[8] Efectivamente, y sin que esto signifique un apoyo a la censura y selección del material, hay un cambio de tono en el texto hacia el final, que pasa de ser más narrativo, más lleno de acción, a ser más elegíaco, más expresivo y, por qué no, más quejoso. El personaje/autor(a) sufre un proceso parecido, pues en tanto es Herculine, aunque soñadora, hace cosas, estudia, trabaja, se enamora, se desplaza de un lugar a otro, y cuando es Abel, refuerza más bien una actitud contemplativa, como si se resignara a que ni como Herculine ni como Abel tuvo ni tendrá un puesto en el mundo social. Así como antes, en tanto Herculine, no se mezclaba con las otras muchachas cuando iban a la playa y jugueteaban en el mar, por pudor, por “miedo de herir sus miradas”,[9] por lo que simplemente las observaba a lo lejos; así también, como Abel, se contenta con mirar a los enamorados: “Sin mezclarme en ninguna intriga, sin ser actor en la comedia, asisto a menudo a extrañas escenas entre las parejas de enamorados. Como simple espectador, yo observo concienzudamente y acabo casi siempre por decirme que mi papel es el mejor.”[10]

En la decisión contemplativa de Abel hay más resignación forzosa que aceptación alegre de una posición que se considera ideal. Ante la imposibilidad de amar y ser amado sin secreto, de vivir y tener trabajo, Abel refuerza su sentimiento religioso como único sostén de su vida. Como no puede gozar del sexo sublima su situación en una pretendida asexualidad angelical más allá de esta realidad material y grosera, lo que, en honor del personaje de Balzac ya mencionado en el ensayo anterior, llamo su serafitismo. En tanto Herculine, nos había dicho que no tenía ninguna vocación monástica o cercana al celibato, que tenía una naturaleza fogosa, pasional, y lo demuestra efectivamente con sus varios amores, platónicos o carnales, en especial Sara. En tanto Abel, obligado a una castidad forzosa, pues la prostitución le resulta inaceptable, recurre entonces a la estratagema angelical, la de la asexualidad:

Yo planeo por encima de todas vuestras miserias sin número, participando de la naturaleza de los ángeles; porque vosotros me lo dijisteis, mi lugar no está en vuestra pequeña esfera. Para vosotros la tierra; para mí el espacio sin límites. Encadenados aquí abajo por los mil lazos de vuestros sentidos groseros, materiales, vuestros espíritus no se sumergen en este océano límpido del infinito, donde abreva mi alma perdida un día en vuestras áridas playas.[11]

Balzac, Serafita y Herculine o cuando la naturaleza imita a la literatura

Párrafos como el anteriormente citado nos remiten inevitablemente a la ya mencionada novela de Balzac, publicada apenas unos años antes de la muerte de Herculine y de gran repercusión. Séraphita se plantea una historia de androginia con el trasfondo de las doctrinas místicas del sueco Emanuel Swedenborg.[12] Que Herculine la conociera es algo que se me antoja plausible, dado su gusto por la lectura, no sólo de historia sino también de literatura, como lo demuestran sus menciones a otros escritores como Paul Féval o Alexandre Dumas hijo, contra cuyas ideas misóginas difiere en la segunda parte de las memorias. Ese Balzac romántico y casi místico escribe en un momento de restauración de lo fantástico como no ocurría desde el Renacimiento. Después de todo, como afirma Leslie Fiedler en “Freaks e imaginación literaria”: “no fue sino hasta el siglo xix que las anomalías humanas alcanzaron el centro de la ficción y del drama, cuando los escritores aprendieron a reintegrarles el aura mítica de la cual habían sido despojados por el advenimiento del cristianismo y el ascenso de la ciencia”.[13]

Encontramos en esa novela de Balzac un triángulo conformado por un ser ambisexual, con nombre oscilante, como su sexo: ante su amante masculino, Wilfrido (el segundo miembro del triángulo), es Séraphita, adopta su faceta femenina; ante su amante mujer, Minna (el tercero), se llama Séraphitus, con su máscara masculina. Dependiendo del sexo de quien interpele, así será definido –por oposición– el sexo proteico del andrógino de Balzac. Pero a diferencia de Herculine/Abel, que renuncia al sexo ante la incapacidad de acceder a él tornándose angelical, Séraphita/Séraphitus no tiene que renunciar a la sexualidad porque no la conoce, pues está más allá de ella. No debe tornarse angélico, ya lo es, tan sólo se encuentra temporalmente uncido a la carnalidad. Representa no una lucha de opuestos, sino su conjunción en un nivel superior, metafísico, ajeno a este mundo de pasiones encontradas. Aquí tenemos, en esta toma de posiciones con respecto a la sexualidad, diferencias importantes entre dos términos usados a menudo como sinónimos sin serlo del todo: androginia y hermafroditismo.

Andrógino no es lo mismo que hermafrodita (aunque se parezcan mucho)

La androginia siempre apunta a una condición espiritual, la imposible conjunción sexual que se da en un nivel considerado superior, no físico. Hay aquí un anhelo por llegar a una visión o a un estado místico. Para algunas culturas la androginia no es una situación deseable, pero tampoco causa horror, incluso algunas de sus divinidades gozan de tal estado. Vayamos ahora al otro término, hermafroditismo. Aquí se trata de una coexistencia física de atributos sexuales opuestos. Lejos de ser un ideal, es una realidad ominosa, y reviste a quien la padece de la condición de monstruo. De esto se deduce una actitud nada tolerante por parte del resto de la sociedad, por el contrario, se impone la marginación y la muerte. En su libro Hermafrodita, Marie Delcourt nos cuenta del destino de los hermafroditas en el mundo antiguo. Muchas veces se les asociaba con la mala suerte y, aunque no se les mataba directamente, se les dejaba morir. Se abandonaba al niño/niña descubierto en su ambivalencia fisiológica, ya fuera en el monte donde las fieras dieran cuenta de él/ella, ya en una embarcación frágil en una corriente de agua, donde seguramente moriría ahogado/a.[14]

Si esto le ocurría al hermafrodita en la sociedad antigua y pagana, algo no muy diferente le ocurrió en la sociedad moderna y cristiana del siglo xix, por lo menos si juzgamos por lo ocurrido a Herculine. Una vez que cambia de sexo, ya no es una mujer, pero tampoco llega a ser un hombre del todo. Es lo que dijimos, un monstruo, o en una clave menos dramática, un freak, que pareciera ser el destino en un mundo secularizado de los divinos monstruos de antaño, cargados de numen y misterio. A partir del siglo xix el monstruo con resonancias míticas sólo es posible –socialmente hablando– en la literatura (no en balde fue el siglo de los grandes monstruos literarios que todavía nos conmueven, desde Frankenstein, la criatura, hasta Drácula). Cuando el monstruo pasa del mito a la realidad, es marginado y entregado a la ciencia para que lo analice en tanto “error de la naturaleza”, cuando no al circo para ser exhibido en la feria. Entonces la exhibición pública del monstruo se torna un negocio, aunque ya a fines del siglo antepasado decae un poco sólo para ser retomada muy pronto por un nuevo medio: el cinematógrafo.

Otras diferencias conceptuales entre andrógino y hermafrodita han sido señaladas por Estrella de Diego en su ya mencionado libro El andrógino sexuado:

El hermafrodita revela una mirada culturalmente masculina, una mirada explícita que deja muy poco a la ambigüedad. Por el contrario, la androginia desvela una mirada mucho menos obvia que podría corresponder a la femenina. El hermafrodita es presencia y el andrógino ausencia –características que definen lo masculino y lo femenino– y, tal vez, se puede asociar el hermafroditismo a la plurisexualidad y el andrógino a la asexualidad, al poder y a la falta consciente/inconsciente de poder, o dicho de otro modo, el hermafrodita simboliza el placer y el andrógino el deseo.[15]

Si bien las anteriores oposiciones resultan útiles para ubicar las dimensiones diferentes que tienen el andrógino y el hermafrodita, tampoco hay que oponerlas tan tajantemente, pues lo que suele ocurrir es la alternancia o copresencia de ambas dimensiones: una sublime, la otra sensual. Es lo que Sergio González Rodríguez ha llamado “las promiscuidades movedizas, donde en un mismo instante y una misma persona conviven o se alternan lo hermafrodita y lo andrógino”.[16] Separar demasiado entre andrógino y hermafrodita por un prurito conceptual podría llevarnos a establecer una falsa oposición. Ser diferentes no significa ser opuestos. Por otra parte, se trata de términos que no aparecen aislados sino dentro de una red nominal más amplia que, además de a ellos mismos, abarca otros elementos como travestismo, homosexualidad, bisexualidad y transexualidad, diferentes entre sí aunque con vasos comunicantes entre ellos, por lo que a menudo aparecen mezclados en distintas proporciones. Así, en vez de trabajar estos términos por oposiciones, conviene visualizarlos más bien reticularmente.

La acción fallida de Herculine por ser Abel o no es tan fácil imitar a Tiresias

Con Herculine se cumple de nuevo la antigua condena: no se la mata pero tampoco se le deja vivir, no se le dan las condiciones para ello. Todas las rutas la conducen al silencio. Enterada de que no es una mujer y de que todo indica que entonces es un hombre –dada la lógica binaria que rige la ideología sexual dominante–, uno de sus confesores le recomienda adoptar la vida monacal (entre varones, por supuesto), guardando su secreto para siempre bajo un hábito religioso. Ella se niega a tal camino. Demasiado la tentaba la carne con sus frescos racimos –para glosar a Darío–, mientras la tumba la aguardaba con sus fúnebres ramos, y apostó más bien a la acción jurídica para usar el “título” de hombre, que era lo que la autoridad médica había dictaminado y lo que otro de sus confesores aconsejado. Siguió el procedimiento social previsto en un caso excepcional como el suyo y al final obtuvo el cambio civil de sexo, pero el que le llamaran hombre en nada mejoró su vida. Al contrario, como Herculine tenía amor, trabajo, cariño de parientes y amigos, ahora, como Abel, se encontró más solo que nunca, sin Sara, sin su madre, literalmente comenzó a morir de hambre como hombre después de ser hembra, sumido en tremenda pobreza a pesar de sus esfuerzos por conseguir trabajo, algo que cuenta con detalle en sus memorias. El suicidio lo esperaba a la vuelta de la esquina. Iba a cumplir treinta años.

Herculine/Abel pretendió emular en el mundo histórico la hazaña de Tiresias en el mundo mítico. El famoso adivino griego un día vio dos serpientes copulando y le pegó a la hembra con su bastón. Entonces quedó convertido en mujer. Siguió su camino y con los años encontró a otras serpientes en condición semejante y golpeó otra vez, esta vez al macho. Entonces se convirtió en hombre. Por su parte, seguramente nuestro hermafrodita decimonono sólo encontró un par de serpientes y no pudo revertir el cambio –cosa que seguramente habría querido según se infiere de sus memorias–, con el agravante de que quedó no con los rasgos de un solo sexo, cualquiera que hubiera sido, sino con una mezcla de ambos, como el joven Hermafrodito en la metamorfosis contada por Ovidio. Así Herculine de inmediato entra a pertenecer a la fauna de lo turbio, lo mestizo y lo inquietante, es decir, lo monstruoso.

En una cosa sí se parece Herculine a Tiresias: su comprensión de lo femenino. Tiresias fue llamado por Zeus para dirimir una disputa que tenía con Hera relativa a quién gozaba más en el acto sexual, si el hombre o la mujer. Como Tiresias había experimentado ambos estados, podía decirlo. Respondió que las mujeres, lo que enojó a Hera, quien en castigo lo dejó ciego. Zeus, para compensarlo por haber dicho la incómoda verdad, le concedió el don de la profecía. Algo parecido ocurre con Herculine/Abel, quien se vanagloria de conocer el corazón femenino:

Por una excepción de la que no me envanezco, me ha sido dado, con el título de hombre, el conocimiento íntimo, profundo, de todas las aptitudes, de todos los secretos del carácter de la mujer. Yo leo en este corazón a libro abierto. Podría contar todas las pulsiones. Tengo, en una palabra, el secreto de su fuerza y la medida de su debilidad; es por esto por lo que sería un marido detestable, así lo siento, todas mis alegrías serían envenenadas en el matrimonio, en el que yo abusaría cruelmente, quizá, de la inmensa ventaja que tendría, ventaja que se volvería contra mí.[17]

Tiresias, con su conocimiento andrógino de lo femenino, quedó ciego y visionario. Herculine/Abel, con el suyo, también alcanza la visión seráfica, sólo para sucumbir después.

De la confesión como género literario

Anteriormente dije que hacia el final las memorias se tornan más elegíacas y quejosas. Ya no se detallan acciones como al principio. Este aspecto quejumbroso afilia el texto de Herculine a la confesión, al menos si hilamos con la rueca de María Zambrano cuando, en su estudio sobre la confesión como género literario, remonta su origen en sentido estricto a San Agustín, pero en sentido amplio a Job, el quejoso del Antiguo Testamento. De esta forma se le daría un lugar tentativo al escrito de Herculine en la taxonomía literaria. Sobre el origen de la confesión escribe la poeta y filósofa española:

La confesión surge de ciertas situaciones. Porque hay situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y de dispersión. Cosa que puede suceder por obra de circunstancias individuales, pero más todavía, históricas. Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando sólo tiene sobre sí “el peso de la existencia”, necesita entonces que su propia vida se le revele. Y para lograrlo ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: el de la huida de sí, y el de buscar algo que lo sostenga y aclare.[18]

 Es la desesperación del humillado, del que quedó fuera del orden, la que dispara el dispositivo confesional. Se quiere expresar un dolor para alejarlo y para ser otra cosa, al mismo tiempo que se desea dejarlo ahí, objetivarlo, escribirlo. Sin embargo, la queja lleva implícita la esperanza, pues sin ella no se produciría, y adopta más bien el mutismo de la depresión. De nuevo con palabras de Zambrano, “hasta el simple ¡ay! cuenta con un interlocutor posible. El lenguaje, aun el más irracional, el llanto mismo, nace ante un posible oyente que lo recoja.”[19] Sólo con la expresión lingüística de su dolor el quejoso alcanza la integridad que le falta, su total figura; obtiene al menos una forma efímera antes de morir y disolverse. Como Job ante su aciaga vida, Herculine pregunta, interroga a la realidad y a su hacedor, les pide las razones de su falta de lugar. A diferencia del santón bíblico, no recibe respuestas, a no ser que la muerte sea una de ellas. Aquí conviene matizar sobre ese otro a quien Herculine escribe, ese otro que al mismo tiempo que es su propia alteridad interna, psicológica, fundamento de toda escritura, corresponde también al otro externo al que se quiere conmover y enseñar. No en balde en varias ocasiones interpela directamente a un posible lector, “la posteridad que me leerá”, o pregunta cual Job a la Gran Alteridad, a Dios, por los misterios de su existencia inútil y aplastante para él/ella que la padece.

Nominalismo y esencialismo del sexo. El recurso a Ovidio

Aunque Herculine tiene una visión esencialista de los sexos en la que la fisiología es destino, no puede negarse que hay cierto atisbo nominalista cuando se refiere al sexo de cada quien como un papel, como una actuación que se representa en el teatro de la realidad, de forma similar a una comedia de travestimientos y metamorfosis, a la manera de Beaumarchais en Le marriage de Figaro (a quien menciona en el texto) o de Shakespeare en As you like it. Herculine habla en varias ocasiones del “titre d’homme” o del “titre de femme”, como si fuera algo que se pudiera cambiar una vez formado dentro de una de esas dos categorías a la manera de un disfraz. Habla de esos títulos de hombre y de mujer como algo casi intercambiable o al menos como si se pudiera transmigrar de uno a otro opuesto, femenino o masculino. Cuando aún no cambiaba de sexo, cuenta Herculine cómo, en su relación con Sara, su amiga le otorgaba el rol masculino: “En nuestras deliciosas conversaciones, ella [Sara] gustaba de darme la calificación masculina que debía, más tarde, darme el estado civil. Mi querido Camille, ¡te amo tanto! ¿Por qué te conocí, si este amor debe constituir la infelicidad de toda mi vida?”[20]

Herculine/Abel vive la tensión de no pertenecer a un sexo, sino de estar entre los sexos, dividiéndolos al tiempo que unificándolos. Representa los límites de la sexualidad en tanto fisiología. Precisamente por esto es que Herculine se concibe a sí misma como “juguete de un sueño imposible”.[21] Su objetivo al escribir es justamente traspasar los límites de lo real: “Tengo que hablar de cosas que, para muchos, no serán más que increíbles absurdos, porque sobrepasan, en efecto, los límites de lo posible.”[22] La separación entre lo verdadero y lo ideal no está siempre tan clara, por ejemplo, en la pregunta: “¿Lo verdadero no sobrepasa a veces todas las concepciones de lo ideal, por más exagerado que pueda ser?”, y acota irónicamente: “¿Las metamorfosis de Ovidio han llegado más lejos?”[23] El carácter irónico de esta pregunta se manifiesta cuando nos acordamos de lo que había escrito al principio de su historia, al rememorar sus nostálgicas tardes de lectura cuando era adolescente:

Así yo devoré una numerosa colección de obras antiguas y modernas, amontonada entre los rayos de una biblioteca contigua a mi habitación. […] Confieso que yo fui especialmente conmovida por la lectura de las metamorfosis de Ovidio. Aquellos que las conozcan pueden hacerse una idea. Este hallazgo tenía una singularidad que el curso de mi historia probará claramente.[24]

Ovidio y sus Metamorfosis son la referencia clásica que aparece al principio y al final de las memorias, en lo que hoy llamaríamos un guiño intertextual. Es bajo la protección literaria y cultural de Ovidio que Herculine se pone a escribir. Hay una identificación entre su propia historia intersexual y la de los seres metamórficos del poeta latino. Esto es coherente con su idea de sobrepasar los límites de lo posible, al estar poseída por “el mal de lo desconocido”, por el cual dice ser “devorada”.[25] Las memorias, en la versión que conocemos, acaban con una pregunta y una suposición sobre este tópico romántico que recorre todo el siglo xix bajo distintos nombres: spleen, melancolía, mal du siècle, morbidez, neurosis… El final dice así: “¿Qué extraña ceguera me hizo sostener hasta el límite este papel absurdo? No sabría explicarme. Tal vez sea esta sed de lo desconocido, tan natural al hombre.”[26]

La melancolía es una de las características de Herculine, según su propio análisis, aunque a mí no me lo parezca tanto, en especial mientras era Herculine y no Abel. En la versión masculina sí se manifiesta con más fuerza dicha melancolía. En todo caso, una de las razones que llevan a los médicos a observar los órganos genitales del suicida a la hora de la autopsia fue saber si había una afección sifilítica, la que, a su juicio, lleva a los individuos que la padecen al suicidio, sobre todo cuando se trata de “ciertos sujetos ya naturalmente melancólicos”.[27] Suponiendo un lugar común de la época (el vínculo entre la sífilis con la melancolía y el suicidio), los médicos encontraron algo excepcional que ya habrían querido ver muchos: un hermafrodita confeso, seco de voz pero no de letra.

Nombrar lo innombrable o cuando en el nombre va el destino

Un último punto que quiero mencionar de las memorias de Herculine Barbin se refiere a las denominaciones propias de quien se confiesa: su nombre civil es Herculine-Adélaïde Barbin, el familiar es Alexine, el masculino es Abel, el que usa en la narración es Camille. Son nombres cuya revisión arroja cierta luz sobre el sujeto por ellos denominado. Sobre todo Herculine y Alexine, los dos de uso habitual, remiten inexorablemente a su origen masculino, Hércules y Alexis. Etimológicamente Herculina funciona por referencia a Hércules, como Alexina por referencia a Alexis. Son nombres dependientes de una parte masculina. Curiosamente, en el caso del mítico Hércules encontramos que dicho héroe, emblema de fuerza y virilidad, poseía al mismo tiempo una dimensión femenina que se aprecia en el episodio travestista con la reina Onfalia, con lo que ya en el origen masculino de Herculine encontramos reverberaciones ambisexuales. Por su parte, el masculino Alexis es el nombre de un personaje de la segunda égloga de Virgilio, del que se enamora el pastor Corydon, por lo que las connotaciones homosexuales son evidentes. De hecho, entre los primeros textos del siglo xx en abordar el asunto de la homosexualidad masculina están el diálogo Corydon de André Gide, y la novela Alexis o el tratado del inútil combate de Marguerite Yourcenar.

En cuanto a Camille (nombre puesto no se sabe si por la propia Herculine o por el Dr. Tardieu, quien fue el que guardó las memorias), en francés tiene un carácter neutro, aplicable tanto a hombres como a mujeres, por lo que resalta a todas luces lo acertado de su elección. Independientemente de que el nombre Camille haya sido puesto por Herculine o por Tardieu, lo cierto es que la primera vez que aparece en el texto viene pronunciado por la única figura masculina de cierta importancia en la historia, y que asume una posición paternal, Monsieur de Saint-M., anciano a quien ella lee y atiende como secretaria por un tiempo. Así, Camille es pronunciado simbólicamente, por primera vez, por una figura masculina y paterna que fijará una identidad por medio del nombre. Camille no necesita mutar como Herculine o como Alexine, en tanto nombre no necesita desmembrarse, desletrarse, para alcanzar su faceta masculina.

Finalmente, Abel (nombre tan corto como Alex, apócope del masculino de su nombre de confianza, Alexis), por una razón distinta del género sexual, remite a otra alteridad, la representada por Caín, la del mal, la del pecado, la del crimen. Se trata, pues, de una alteridad moral. ¿Habrá que concluir de la anterior divagación nominal que Herculine, el nombre femenino reprimido por Abel, se rebela como Caín y lleva a la muerte a quien lo negó? Podría ser.

Si pasamos del nombre al apellido, también pueden establecerse correspondencias interesantes. Asociando palabras, Barbin nos lleva a barbe, barba, y por derivación Barbin podría conducirnos a barbuda, y por ende, a Herculina Barbuda (como si se necesitara reforzar un nombre, si no masculino, sí subordinado a lo viril). Tenemos, pues, Herculina Barbuda, una mujer con rasgos de hombre, en especial su fuerza y su barba. Y ya que estamos asociando, no puedo dejar de pensar en las representaciones andróginas de ciertos dioses de la Antigüedad, como la chipriota Afrodita barbada, degradada en el mundo cristiano, antiteratológico y realista, al freak, a la mujer barbuda del circo, quien, sin embargo, suele conservar de Afrodita su carácter lujurioso. ¿No hay en esta triste metamorfosis de Afrodita barbada a mujer barbuda del circo algo de lo vivido por Herculine?

Todo lo anterior nos hace reflexionar sobre lo fatal de la vida de Herculine, quien ya en sus nombres ambiguos llevaba la marca de su destino. En esto también se parece al mítico Hermafrodito, de quien según Ovidio “de él era una faz en la cual la madre [Afrodita] y el padre [Hermes] podían ser conocidos, también trajo de ellos el nombre”.[28] Hermafrodito es justamente la unión de los dos nombres. Como en Herculine, no hay separación entre el nombre y la cosa. En ellos, como quisiera la magia, el nombre ya es la cosa, como en el lenguaje original, el de antes de la Caída, una lengua al tiempo que humana, divina. Quizá en dicho mundo primordial, sin opuestos, existiría ese lugar tan vanamente buscado por Herculine en la realidad doméstica, un mundo habitado por ángeles y serafines, más allá del bien y del mal, de lo femenino y de lo masculino, como de alguna manera lo sugiere su serafitismo final. Desgraciadamente, a Herculine le tocó aterrizar en un mundo sexual, dividido, caído –el de la Francia decimonónica–, y ante la imposibilidad de un sitio para ella en esta esfera sublunar, no le quedó más remedio que tomar por mano propia el camino de regreso, volver al cielo por asalto.


Notas:

[1] Cfr. Michel Foucault (prés.): Herculine Barbin dite Alexina B., Gallimard, Paris, 1978.
[2] Cesare Pavese: El oficio de vivir. El oficio de poeta, Bruguera, Barcelona, 1981.
[3] Cfr. Uriel da Costa: Espejo de una vida humana (Exemplar Humanae Vitae), Hiperión, Madrid, 1985.
[4] Michel Foucault (prés.): Herculine Barbin dite Alexina B., p. 142.
[5] Ibídem, p. 138.
[6] Ibídem, p. 118.
[7] Ídem.
[8] Ibídem, p. 131.
[9] Ibídem, p. 48.
[10] Ibídem, p. 119.
[11] Ibídem, p. 112.
[12] Cfr. Honoré de Balzac: Serafita, Abraxas, Barcelona, 2002.
[13] Leslie Fiedler: “Freaks e imaginación literaria”, Revista Biblioteca de México, n.° 28, julio-agosto, 1995, p. 25.
[14] Cfr. Marie Delcourt: Hermafrodita, Seix Barral, Barcelona, 1969.
[15] Estrella de Diego: El andrógino sexuado. Eternos ideales, nuevas estrategias de género, Visor, Madrid, 1992, p. 41.
[16] Sergio González Rodríguez: “La belleza monstruosa”, Revista Biblioteca de México, n.° 28, julio-agosto, 1995, p. 199.
[17] Michel Foucault (prés.): Herculine Barbin dite Alexina B., p. 120.
[18] María Zambrano: La confesión: género literario, Mondadori, Madrid, 1988, pp. 18-19.
[19] Ibídem, p. 20.
[20] Michel Foucault (prés.): Herculine Barbin dite Alexina B., Gallimard, Paris, 1978, p. 68.
[21] Ibídem, p. 91.
[22] Ibídem, p. 22.
[23] Ibídem, p. 25.
[24] Ibídem, p. 26.
[25] Ibídem, p. 43.
[26] Ibídem, p. 128.
[27] Ibídem, p. 141.
[28] Ovidio: Metamorfosis, Secretaría de Educación Pública, México, 1985, p. 179.

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