A cada segundo, una apertura en el techo de nubes me revela el sol. Son dos colores, los de Cuba. El avión, que hasta este momento nos ha transportado con la regularidad confortable de un tren rápido, traquetea ahora como un coche viejo en un camino malo; somos Jacqueline Selz, secretaria general del Salón de Mayo, Wifredo Lam, que tanto se ha afanado para que este Salón sea presentado en La Habana, una veintena de artistas y yo mismo que soy secretario general del Comité Director. Completo mi juicio de los colores que veo por la ventanilla; también están de acuerdo con la manifestación artística que dentro de algunos días se abrirá. En efecto, el rojo de las tierras labradas y el verde vivo de la vegetación son simbólicos; el primero significa la revolución (estética tanto como política), el segundo, la esperanza. Ahora bien, es precisamente bajo este doble símbolo que se coloca la república cubana y la historia del Salón de Mayo.

Negra es la nube acebrada de relámpagos que el avión atraviesa, como negra fue la época en que fue concebido el Salón de Mayo, hace veinticuatro años, a miles de kilómetros de aquí. Transcurría entonces la Segunda Guerra Mundial, los nazis ocupaban Francia, encarcelaban, mataban, torturaban, hambreaban a millones de gentes. A poca distancia de un río y no lejos de un puente cuyo nombre, como consecuencia, debería hacerse simbólico, dieciséis hombres enemigos de la opresión, y que se ahogaban en un país sometido, deciden inventar otro que sea libre. El país libre estaría formado de imágenes, lo cual, por otra parte, no significaba que sería irreal. ¡Lejos de serlo! El territorio sólo estaba destinado a crecer hasta el punto de convertirse en un lugar de lucidez, en un poderoso instrumento de toma de consciencia como son, para el viajero atento, las naciones nuevas que visita (y esto no puede ser tachado de irrealidad); la sola operación de concebirlo, de hablar de él, constituía un acto de coraje, y el coraje tampoco es una ilusión. En efecto, en un pequeño bar parisino, cerca de Pont Neuf, esos dieciséis hombres, entre los cuales estaba el crítico e historiador de arte Gaston Diehl, quien los reunió, discuten en una atmósfera cargada, en un ambiente de peligro. A pesar de que la mayoría de ellos participa en la Resistencia, la Gestapo no debería verlos, en ese momento, como otra cosa que como artistas: diez pintores (Coutaud, Despierrre, Glachia, Gruber, Le Moal, Manamier, Marchand, Pignon, Singier, Vanard), cuatro escultores (Adam, Auricoste, Couturier, [GIH]), y un grabador (Roger Vieillard). Sin embargo, su arte no solamente es discutido, como todo lo nuevo, sino también condenado. El agresor nazi, invirtiendo los valores como había hecho con la esvástica, lo considera degenerado. “Arte degenerado”, arte infamado, arte perseguido. Tal es la amenaza, que el primer Salón de Mayo no podrá abrirse hasta 1945, después de la Liberación de París.

Perdiendo altura y entrando en la tormenta, el avión rodeado de relámpagos encuentra el obstáculo de la lluvia y se abandona en el rayo, al cual siguen grandes extensiones de oscuridad. Después, truenos en las nubes y de nuevo relámpagos, tinieblas. Una vaga inquietud se entiende entre los pasajeros. ¿Se hará el aterrizaje sin obstáculos? Al igual que este fin de vuelo, los comienzos del Salón de Mayo fueron difíciles. Aquellos que los vivieron los recuerdan como tiempos heroicos. La situación en el terreno artístico no era brillante. Poco antes de estallar la guerra, este terreno había caído en manos de la reacción, de modo que el ejército de innovadores había sido cortado en dos. De una parte, los grandes insurgentes de comienzos de siglo, de la otra, la juventud. Los fauves de 1905, los abstractos de 1910, los dadaístas de 1915 y hasta los surrealistas de 1924 estaban separados de los artistas nuevos. Para que los dos cuerpos del ejército del arte moderno se reunieran, había que abrirse paso. Esto fue lo que decidió hacer el Comité Director del Salón de Mayo.

De inmediato era necesario probar que la generación de comienzos de siglo y la de mediados tenían puntos en común. Esto era cosa fácil. El visitante que conocía la primera y que en 1945 entraba en la Galería Maurs, plaza Vendóme, en París, penetraba en la Mai-land, en la Tierra de Mayo o Salón de Mayo, de colores de una violencia extrema. La unión con los fauves, también ellos coloristas violentos, estaba hecha. Por otra parte, el explorador de la Mai-land se encontraba, gracias a los cuadros de un Pignon, de un Gischia, de un Manessier, de un Singier, en un espacio donde las cosas tenían las dimensiones del interés que se les concedía. Lo cercano parece allí lejano, si uno no se interesa en ello; lo lejano parecía allí cercano, si uno se interesaba en ello. Esta mano, si me importa poco, me parece tan lejana como un detalle del horizonte, pero esa estrella minúscula, si le presto atención, me parece más cercana que mi mano. Ahora bien, ese espacio es un espacio cubista. Para confirmar que la unión con el cubismo también se había cumplido, que los propios cubistas la reconocían, se habían expuesto obras del más grande (junto con Picasso) de los escultores de ese estilo, Henri Laurens.

Los años pasan, la contribución de los gloriosos revolucionarios de comienzos de siglo irá creciendo para beneficio de todos, pues la Mai-land es un país democrático donde la gloria es una riqueza a disposición de todos. El nombre de Jacques Villon, el primogénito de los cubistas, figura en el catálogo de 1948. Y me acuerdo muy bien de su cuadro, el cual, por un sabio efecto óptico, parecía tan pronto inflarse como ahuecarse, semejante al pecho de un hombre que respira. Sin embargo, ¿qué representa esta tela? También me acuerdo muy bien de mi perplejidad. La misma, a decir verdad, que experimento ahora mientras me inclino hacia la ventanilla y trato de saber si esas líneas que percibo, por entre las brechas de la nube, son ríos o arroyos, carreteras o senderos, y si el verde que aparece cuando lo permite la tempestad es una extensión de musgo o de caña de azúcar, o un palmar; hasta tal punto es cierto que a nuevos aspectos del mundo es necesaria una pintora nueva.

Esta nueva pintura será, primeramente, del modo más impresionante, la pintora no figurativa y la pintura abstracta. El explorador de la Mai-land verá cada vez más de estas, de esos conjuntos de formas comparables a los paisajes vistos desde un avión, o a los espectáculos revelados, en lo infinitamente pequeño, por el microscopio o, en lo infinitamente grande, por el telescopio. Hacia alrededor de 1953 (fecha de la muerte de Stalin y del ataque al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba) la mayoría de estos cuadros serán de un estilo neto, geométrico y de mucho color. A partir de 1953, los contornos se difuminarán y las superficies lisas y sin accidentes serán reemplazadas por las manchas, los brotes, los grandes movimientos de pincel. Después, en 1957, (fecha del lanzamiento del Sputnik y del anuncio al mundo de la existencia de la guerrilla en la Sierra Maestra) se verá aparecer, en esta región de la Mai-land, extrañas personas que tendrán de vegetal, de animal y de humano, y que evolucionarán en una atmósfera crepuscular. En fin, la nueva pintura se metamorfoseará aún más (pues la Tierra de Mayo es una tierra de revolución permanente) y, en los años sesenta, la pintura de nuevo encontrará colores vivos y esta vez comportará personajes, sin duda en situaciones frecuentemente bizarras o de una anatomía curiosamente alterada, pero reconocibles y como develados. Puede decirse que entonces una gran parte da la Mai-land conocía una mutación de población. Estaba habitada por los abstractos, y ciertamente aún quedan muchos de ellos, que frecuentemente emplean procedimientos nuevos como la utilización del movimiento mecánico. Pero su número ha disminuido sensiblemente en beneficio de artistas que frecuentemente emplean procedimientos nuevos (coloración que posee una radiación insólita, corte del cuadro en varios elementos, modificaciones de fotografías, etc.). Pero, puesto que popen en escena la figura humana, o elementos de lo visible también familiares, puede calificárseles de nuevos figurativos.

Mientras la lluvia del temporal tamborilea sobre el techo, mi atención se distrae un momento de la ventanilla. Casi todos los jóvenes artistas que están con nosotros en la cabina de pasajeros, con excepción del pintor Bitran, de Delfino (escultor) y de Rosny (objetista), el escultor Hiquuy; los pintores Corneille (un precursor procedente del grupo CoBrA), Peverelli (un neosurrealista), Adami. Alleyn, Recalcati, Monory, Rancillac, Erró, Eide; los objetistas Delluc, Lourdes de Castro, Bertholo, Tomás Marais, al igual que el pintor Arroyo, que ya ha llegado, son susceptibles de ser clasificados dentro de la categoría muy general de la Nueva Figuración que, por otra parte, puede incluir igualmente al Nuevo Realismo que el Salón de Mayo ha recibido a partir de 1960, al exponer los “coches comprimidos” de César y el pop art presentado en la Mai-land a partir de 1962 y 1964.

Pero me dejé llevar hacia la actualidad por el espectáculo de la tormenta y la presencia de nuestros compañeros. Me he adelantado en una historia del Salón de Mayo. Tengo que volver a 1949. Ese año, en el Museo de Arte Moderno de la ciudad de París, donde en lo adelante tendría lugar el Salón de Mayo, el viajero que penetraba en la Mai-land recibía un haz de chispas. Ninguna lo quemaba, pues se trataba de un cuadro del pintor más célebre de hoy día después de Picasso, Joan Miró. ¿Quiénes eran, pues, esos seres bizarros, transparentes, dentados, agresivos, burlones, que evolucionaban entre las chispas inflamadas? De nuevo estaba yo perplejo. Pero la perplejidad es el comienzo de la reflexión, y sin reflexión no hay solución. “Un cuadro –me confirmará más tarde el propio Miró– debe ayudar a quienes lo ven a resolver sus problemas”. En efecto, una obra de arte, por el vigor de sus formas o el esplendor de sus colores, o la ingeniosidad, o la sutileza de su disposición, estimula la inteligencia al estimular la vista y afina el espíritu al aguzar la mirada. Por otra parte, en tanto que pintor surrealista, Miró, con su presencia, anunciaba la próxima extensión de la provincia surrealista sobre la Tierra de Mayo. Principalmente gracias a la actividad de Labisse, pronto el evento se enriquecerá con los aportes de maestros como Max Ernst, André Masson, Wifredo Lam, Brauner, Magritte, y otros artistas también muy conocidos, como Matta, entre otros.

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En 1950, uno de los fundadores de la Mai-land cuyo estilo es uno de los más poderosos, Edouard Pignon, recibe, en tanto miembro del Comité Director, un telegrama proveniente de la personalidad más fuerte del grupo, que en 1905 se caracterizó por la utilización de colores tan violentos y salvajes, que sus integrantes fueron apodados los fauves. Este telegrama lapidario estaba concebido del siguiente modo: “¿Puedo exponer en el Salón de Mayo?” Firma: Henri Matisse. En efecto, ese año Matisse presenta su primer gran gouache en papel recortado, Zulma, y más tarde presentará La Gerbe y La Tristesse du roi, obra monumental que actualmente figura en el Museo Nacional de Arte Moderno de París. Él expondrá en el Salón de Mayo hasta su muerte (en 1955). Fernand Léger, Dufy, Rouault, mostrarán la misma fidelidad a la Tierra de Mayo. A partir de los primeros años de 1950, una de las grandes alegrías de los artistas del país mailandés es la presencia entre ellos, todos los años, de Pablo Picasso, de quien en la muestra los cubanos podrán ver cinco telas pintadas en abril de 1967 y ocho grabados.

Picasso, el más célebre de los revolucionarios estéticos de nuestro tiempo, puede aún ser uno de los artistas más discutidos (lo cual prueba que no cesa de ser un revolucionario). Mucha gente aún se pregunta por qué tortura la cara humana al diseñarla, por ejemplo, al mismo tiempo de frente y de perfil. Yo mismo me lo pregunté hasta el día en que, habiendo encontrado en una exposición al gran escultor Giacometti, cuyo rostro muy singular me había sorprendido y hasta me había parecido inolvidable, traté de representármelo algunas horas más tarde. Hice entonces las siguientes observaciones. Me acordaba muy bien del conjunto de su rostro con arrugas profundas que descienden de los pómulos al mentón; y, así, veía su rostro de frente en mi memoria. Pero cuando trataba de recordar sus ojos, sólo encontraba uno, de párpado pesado y visto de perfil (por otra parte, lo mismo sucedía con su nariz). De este modo, mi facultad para recordar, por sus propias lagunas, fabricaba naturalmente especies de picassos en mi espíritu. Pero si nunca hubiera visto cuadros de Picasso, nunca se me hubiera ocurrido prestar atención a este aspecto del funcionamiento de mi pensamiento. Una gran parte de mí mismo me hubiera seguido siendo desconocida. Y como formo parte del mundo (de la manera que todos formamos parte de él), puede decirse que una parte del mundo y de la vida hubiera seguido siendo ignorada por mí, si no fuera por el enigma que estas pinturas me habían planteado. Lo que es cierto para Picasso es cierto para toda la Tierra de Mayo (lo he vivido). Nos plantea enigmas y, para hallarles solución, descubrimos regiones, sean síquicas o físicas, que de otro modo hubieran seguido siendo ignoradas por nosotros. Y, como estos descubrimientos cambian el mundo, los objetivos del arte y el objetivo de la revolución son idénticos. O, como me decía Carlos Franqui, “la revolución es un gran cuadro”. Desde mi ventanilla, la isla de Cuba también me parece como un gran cuadro rojo y verde. Verde de la esperanza, rojo de la revolución popular. País popular lo es también la Tierra de Mayo, en el sentido que uno de sus objetivos es ir al pueblo y hacerlo beneficiario de sus riquezas visuales y mentales. De nuevo aquí, desde sus comienzos. La intención de sus organizadores se traduce por sus actos.

Uno de los Salón de Mayo del comienzo tuvo lugar en una gran tienda popular, las Galerías Lafayette, entre los anaqueles de telas y los destellos de los instrumentos caseros. Otro ejemplo, en 1948, la Mai-land cierra sus fronteras, disminuye su superficie sin disminuir el número de obras que incluye. Dicho de otro modo, estas deben ser de pequeño formato. ¿Por qué? Porque, entre otros motivos, el Comité Director desea que el Salón sea fácilmente transportable a través de la provincia, para combatir la desigualdad cultural en Francia, donde todos los medios más poderosos de educación artística están concentrados en la capital.

El ala del avión se eleva. El aparato gira para ponerse frente a la pista de aterrizaje. Dentro de algunos segundos pisaremos el suelo del aeródromo José Martí, a unos quince kilómetros de La Habana. Súbitamente pienso en el Pont Neuf, ese puente cerca del cual la creación del Salón de Mayo fue decidida. Árbol de Mayo, según la metáfora de su presidente Gaston Diehl, Tierra de Mayo según la mía ¿no es aún una suerte de puente? Invitado por diversas naciones, en 1951 lanzó un arco hacia el Japón; en 1960, hacia Suiza (exposición en la Kunsthaus de Zurich); en 1961, hacia Holanda (museo Stedlijk de Amsterdam); en 1962, de nuevo hasta el Japón; en 1966, hacia Yugoslavia (Skopje y Belgrado); y he aquí que ahora, por primera vez, lanza un arco que salta el Atlántico y une las riberas de Europa con las riberas cubanas.

Debido a los giros y a la inclinación del avión, el suelo de Cuba asciende ante mis ojos y veo los campos bermejos enhiestos como banderas.

La Habana, 5 de julio de 1967

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