Jesús Díaz: “Para una cultura militante (tres notas sobre arte, y otra)”

Tomado de ‘Bohemia’, año 58, no. 37, 16 de septiembre de 1966, pp. 35-38.

0

El capitalismo es hostil a algunas ramas de la producción como el arte y la poesía.
Carlos Marx

Arte y capitalismo

Esta hostilidad tiene su raíz en la base misma del sistema capitalista: la producción de mercancías. Las obras de arte son sólo una forma particular de producción y, en cuanto tales, el capitalismo tiende a convertirlas en mercancías apreciándolas exclusivamente por su valor comercial. Pero el valor de toda mercancía se encuentra determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario invertido para producirla, y el valor de las obras de arte no puede ser regido por esa ley general. El arte es siempre un trabajo concreto; sería imposible determinar previamente el tiempo de trabajo social que sería necesario invertir para producir una novela o un poema; sería absurdo determinar el valor de los Versos sencillos por el tiempo que le llevó a Martí escribirlos.

La historia de las relaciones entre capitalismo y arte está marcada por esa contradicción insoslayable, objetiva.

Por otra parte, el capitalismo, la industria y la administración de la industria, necesitan y desarrollan una clase obrera y una burocracia con un relativo nivel de instrucción. El analfabetismo es un obstáculo insalvable para trabajar en una buena cantidad de operaciones industriales o en la administración de empresas.

Surgen, también como una necesidad, los técnicos y los profesionales. La clase obrera arranca, penosamente, derechos a la clase dominante, trabaja ocho horas. Tiene tiempo, pues, para otras actividades, se ha convertido en una consumidora potencial de cultura.

La burguesía descubre un nuevo negocio: la cultura de masas. Y como, por una exigencia interna de sus sistemas, una buena parte del pueblo se ha alfabetizado y ha obtenido tiempo libre, matará dos pájaros de un tiro: los convertirá en analfabetos políticos y ganará dinero. Comienza la producción de cultura en serie. El burgués, dueño de la industria y de los medios de publicidad, obliga al creador a dejar de serlo y someterse a las leyes del mercado; obliga al pueblo a consumir su engendro: los «cómics», los halcones negros, supermán, los peores folletines radiales y televisados, las novelas en revistas femeninas, los libros pornográficos, etc.

Claro, ni el pueblo ni los creadores son entes pasivos, ambos se rebelan contra el estado de cosas existentes y tratan, dolorosamente, de establecer una comunicación por trasmano: los verdaderos artistas negándose, a costa del hambre y la miseria, a producir tonterías embrutecedoras o veneno ideológico, diciendo sus verdades a voz en cuello, imponiéndose a veces, como Picasso, logrando llegar a las masas, las menos, como Chaplin: el pueblo buscando, a tientas, sin orientación ni medios, la voz que traduzca sus problemas reales, sus angustias concretas, el lenguaje del arte. Las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante, y si es imposible crear una profunda conciencia política en las masas bajo las condiciones del capitalismo; si la acción debe proceder a la conciencia en el terreno político; es también absolutamente imposible desarrollar una profunda conciencia estética en las masas bajo el capitalismo. El gusto popular, como la conciencia política, necesita ser educado bajo la acción, en la teoría política correcta, y en las buenas obras de arte. El espontaneísmo, en ambos casos, es falso.

La política de arte de masas, de producción en serie, cumple su rol, dentro del régimen burgués, como cumple el suyo la política de confusión ideológica, e inclusive, como coadyuvante de aquella. El verdadero peligro no se halla, por tanto, en la pintura abstracta, en la música serial-dodecafónica, o en la poesía oscura; sino en el arte directo, “realista” de Supermán, y en la falsa poesía popular de José Ángel Buesa.

El camino antes apuntado nunca es recto, tiene muchas variantes posibles, tantas como países. En Cuba fue más brutal si se quiere, como reflejo directo de las características de nuestra burguesía, ignorante como ninguna.

El subdesarrollo en que estuvimos sumidos determinó que la masa de hombres consumidores de “cultura en serie”, fuese, en un principio, sensiblemente menor que la de los países más industrializados. El alto grado de analfabetismo, las condiciones cerrilmente primitivas de nuestra agricultura posibilitaron que los humildes hombres de nuestros campos; los guajiros cimarrones a los que tantas referencias formalmente paternalistas y esencialmente despectivas se hacen, se mantuvieran al margen de esta “cultura enlatada” y cantaran “sin ton ni son”, pero con un instinto y una belleza que asombran, los problemas a los que la “alta cultura” y, desde luego, la “cultura de masas” eran ajenos. Esa verdadera poesía popular: popular y folclórica en cuanto la hacía el pueblo y la cantaba el pueblo y se ignoraba y no se recogía en libros; utilizó, para expresarse formalmente, la décima, forma culta en Francia y aun en España, es decir, forma no cubana originalmente, forma traída de España, en la que nuestro campesinado supo verter sus mejores esencias. Actualmente el fino poeta Samuel Feijóo, que maneja muy bien esas formas populares, desarrolla el necesario e históricamente significativo trabajo de recoger en libro ese aporte realmente folclórico.

La otra gran vertiente de poesía popular que logró, también en un principio, mantenerse al margen de esta “señalización de la cultura”, lo hizo de igual modo gracias a particulares condiciones sociales de existencia. Esa otra vertiente a que nos referimos es la que, en música negra e idioma español, cantó en guaguancó, en rumba, en son y en danzón. Esa otra vertiente tiene nombres, ellos significan años de verdadera poesía popular: Ignacio Piñeiro, Manuel Corona, Sindo Garay.

No es menos cierto, sin embargo, que una serie de característica del país: su escasa extensión, la tendencia de un idioma único y, sobre todo, el desarrollo de los medios de comunicación, la televisión, la prensa y especialmente la radio, determinaron una fortísima tendencia a la nivelación de los estímulos culturales a lo largo y ancho del país. Caridad Bravo Adams abrió incontables veces las páginas sonoras de la novela del aire para hacer vivir, a campos y ciudades, la emoción y el romance de “nuevos” capítulos.

Crecimos mirando colgado en la pared principal de nuestras salas un idílico e inexistente lago, rodeado de luminosos cisnes rosados en medio de una tarde de estío. Lago que correspondía perfectamente a la poesía con que venía acompañado “¿Qué cómo fue, señora? / Como son las cosas cuando son del alma”, o, por aquello de “pasarás por mi vida sin saber que pasaste”. Crecimos mirando –mirando todavía en nuestras salas– un salón francés del siglo XVII lleno de mujeres todas blancas, áureas, nacaradas, francesas. Salón que se correspondía perfectamente con “Llévame en tus brazos” de Ninón Sevilla, o con alguna película aún peor. En suma: crecimos en medio de la mentira estética.

El capitalismo intentó deformar el gusto de los obreros como deformó sus manos. Le robaba, con el derecho al pan, el derecho a la belleza.

Poesía popular y poesía populista

Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes en España, Shakespeare en Inglaterra, Tolstoi en Rusia…
Antonio Machado

Y, agregamos nosotros, es llamarse Martí en Cuba. Escribir para el pueblo, los nombres que cita el gran poeta no son casuales, significa descubrir desde la óptica popular, con los más afinados elementos estéticos, nuevas realidades. Significa adelantarse, social y artísticamente, sobre la época, dar cuenta de la crisis del pasado, avizorar el futuro, profundizar en el hombre. Engels decía que Marx no consideraba nada como suficientemente bueno para los obreros. No se trata de soltar el violín, se trata de tener confianza en las capacidades populares para escucharlo, de tener conciencia de la situación a que estuvo sometido el pueblo. Se trata de creer realmente en la fuerza del pueblo, de hablar francamente al pueblo. De juntos, creador y pueblo, aprender éste a tocar mejor el mejor instrumento, aquel a escuchar mejor el mejor instrumento. De juntos producir la mejor música, a la que el pueblo tiene derecho. Escribir para el pueblo significa en primer lugar respetarlo.

Ese respeto, esa idea fundamental que debe presidir las relaciones pueblo-creador, estuvo presente en el primer libro que imprimió la Editora Nacional, inmediatamente después que los obreros habían despojado a la burguesía de las imprentas: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

La grandeza de Shakespeare, de Cervantes y de Martí reside, entre otros elementos, en que supieron decir desde sus pueblos cosas nuevas en lenguaje nuevo, sobre la base de un conocimiento exacto de lo anterior y lo de sus contemporáneos, proviniera de París, Londres, Madrid, o de Alcalá de Henares. La Revolución no necesita un Homero. Es más, un Homero de la Revolución es imposible. El gran poeta de la Revolución tiene que ser tan original como lo fue Homero en su tiempo, con lo cual ya sería otro. Homero es quien es porque no repitió fórmulas, creó, descubrió, aportó algo nuevo. Es traición al hombre contentarlo con lo que nos entregaron. Mark Twain es un grande precisamente porque toda la literatura moderna ha salido de un libro llamado Huckleberry Finn. Es decir, Mark Twain se adelanta. No fue comprendido por los críticos académicos precisamente porque su obra estaba llena de futuro.

Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, el Cucalambé, es grande porque habiendo leído a Teócrito en traducciones francesas, supo hacer de la décima, indiscutible vehículo expresivo de nuestros campos, la base formal de una poesía que, por otra parte, entroncaba perfectamente con el romanticismo, la más avanzada corriente poética de su tiempo.

Lo importante, si de poesía popular se trata, es desarrollarla de modo recto, sin concesiones. Porque nada tiene de popular una poesía que repita las estructuras difundidas –hace más de ochenta años– por modernistas como Rubén Darío (nicaragüense que vivió en Argentina-Buenos Aires y en España-Madrid). O que participe del peor tono del postromanticismo español, Campoamor, Núñez de Arce. Porque nada tiene de popular una poesía hinchada de una retórica realmente rancia, de adjetivos que están en una distancia kilométrica del habla real del pueblo. La poesía no es más o menos popular porque le guste a mayor o menor cantidad de gente, ya vimos antes que el gusto puede ser educado, que de hecho ha sido mal educado. El “Poema del renunciamiento” o “El duelo” son mucho más conocidos que la poesía de Nicolás Guillén. La poesía puede definirse como popular cuando la hace el pueblo y la canta el pueblo –la décima, el guaguancó– y entonces es generalmente anónima y pertenece al folclor. Cuando poetas cultos –el Cucalambé que conocía a Teócrito; Martí que conocía mejor que nadie en su época la poesía que se hacía en Londres, Nueva York, París; Guillén, que se sitúa a la vanguardia de la vanguardia de su tiempo introduciendo la problemática negra, el habla popular y (con Pedroso) la temática proletaria de la poesía cubana– retoman formas populares, las trascienden, las integran a su época (romanticismo en el Cucalambé, modernismo y aún más en Martí, la vanguardia en Guillén), dándonos con ello un testimonio vital de autenticidad.

Por otra parte, “el pueblo” se transforma, y, consecuentemente, el concepto de “popular” debe tomar en cuenta ese hecho si no quiere quedar aplastado. Es inmensa la sensibilidad de un pueblo que siendo eminentemente analfabeto pudo crear el romancero.

Pero, ¿qué no hubiera podido ese pueblo habiendo sido educado?

La poesía popular, producto de condiciones primitivas de existencia, irá variando en la medida en que esas condiciones se transformen. Tanto los trovadores cortesanos como los juglares son la consecuencia directa de un mundo feudal, anacrónico. ¿Qué lugar ocupan en un mundo donde existe la radio, la televisión, la imprenta y los Migs-21? Si en nuestros campos persisten todavía condiciones poco tecnificadas, no hay que olvidar que persisten, que son del pasado, que deben liquidarse. Un técnico agrícola, aunque viva en el campo, es eso, un técnico. ¿Quiere esto decir que proponemos desterrar el arte popular con escrúpulos de intelectual aristocratizantes? Insinuar eso es calumnia. Las verdaderas formas populares, desarrolladas por la tradición, deben preservarse, deben continuarse desarrollando. En el futuro se irán fundiendo cada vez más en el gusto y la obra de esos hombres de un mañana que es presente con la cultura que, gracias a la Revolución, están adquiriendo: la poesía popular del futuro es la poesía culta; la poesía culta del futuro es la poesía popular. El pueblo del futuro comunista, es un pueblo culto.

Para una cultura militante

La calidad es el respeto al pueblo.
Che

Este principio, que debe ser rector de la producción socialista en general, es válido, en mayor medida si se quiere, para la producción artística. El centro de la problemática intelectual de Cuba –si del trabajo de los creadores se trata– es traducir la crisis del mundo que todavía estamos destruyendo, al parto doloroso del que comenzamos a construir, al lenguaje del arte hallando los medios expresivos adecuados. Traducir la experiencia de la Revolución Cubana, vanguardia del mundo subdesarrollado, en términos de vanguardia artística. No podemos entender por vanguardia en este caso la imitación, la copia servil de la nueva novela, por ejemplo, o de algún otro experimento artístico foráneo; la vanguardia, para serlo, tiene que estar delante de nosotros, no a nuestras espaldas. No puede ser, por tanto, repetición. Pero tampoco podremos desarrollar esa vanguardia sin conocer, y asimilar críticamente, todo lo que la humanidad ha creado y crea. No es posible, en nombre de un localismo falso, despreciar lo que provenga de Londres, París, Nueva York… o Moscú, Praga, Berlín. Nuestro pueblo no ignoró la décima que también provenía de Europa. Lenin en su proyecto de resolución para el Congreso de Proletkult, escribió:

El marxismo ha conquistado su significación histórica-universal como ideología del proletariado revolucionario porque no ha rechazado en modo alguno las más valiosas conquistas de la época burguesa, sino, por el contrario, ha asimilado y reelaborado todo lo que hubo de valioso en más de dos mil años del pensamiento y la cultura humanos. Sólo puede ser considerado desarrollo de la cultura verdaderamente proletaria el trabajo ulterior sobre esa base y en esa misma dirección inspirado por la experiencia práctica de la dictadura del proletariado como lucha final de éste contra toda explotación.

Sustentando firmemente este punto de vista de principio, el Congreso de Proletkult de toda Rusia rechaza con la mayor energía, como inexacta teóricamente y perjudicial en la práctica, toda tentativa de inventar una cultura especial propia…

He recurrido a una cita tan larga porque expresa de modo insuperable ideas que resulta imprescindible no perder de vista. Claro que no es exactamente el caso, y nuestro pueblo no tiene que inventar una cultura que ha ido creando y sedimentando a lo largo de siglos, pero desligarnos del mundo sería suicida.

“Injertemos en nuestras repúblicas el mundo, pero que el tronco sea de nuestras repúblicas”; creo que esta tesis martiana sintetiza de modo exacto el modo de relacionarnos con Praga, Moscú, Londres…, o con París, Berlín, Madrid.

La tarea es, pues, esa: una obra ligada a nuestra Patria, a la problemática de nuestro pueblo, de gran calidad artística, a la altura de los movimientos contemporáneos, a la altura de su tiempo, a la altura de su Revolución. En Cuba, contra lo que pudiera pensarse, existe una tradición intelectual con esas características, existe una tradición de intelectuales ligados a su pueblo, producto de su pueblo. Dos de nuestros más grandes poetas, Heredia y Martí, son la expresión más exacta de esta tesis. Pudiera también recordarse a Varela, el sacerdote; a Villena el revolucionario-poeta-abogado; a Pablo el revolucionario-periodista-cuentista, cuya magnífica obra sobre “el soldado desconocido cubano” haría enrojecer a más de un pudibundo en nuestro país. Todos conocieron y crearon de acuerdo con Cuba y con su tiempo y con el tiempo de Cuba. Todos murieron luchando, o enfermos, en el exilio. Todos vivieron alguna vez, y leyeron, en Nueva York, París, Moscú, Madrid.

Todos son honra nuestra y orgullo nuestro y confianza nuestra ante el futuro. Todos fueron intelectuales.

En el proceso de lucha contra la tiranía nuestros intelectuales (los creadores propiamente dichos) no participaron salvo excepciones, eso es un hecho. Después, durante el proceso revolucionario muchos se integraron, otros no. Puede decirse que en el campo de la cultura no se ha hecho un buen trabajo, los intelectuales tienen una buena cuota de responsabilidades, pero no sólo ellos.

Hay que decir también que en el proceso insurreccional no fueron sólo los intelectuales quienes no participaron. Que después de la Revolución ha habido entre ellos diferentes, muy diferentes actitudes. Y que si está el que se exiló, está también el que peleó en Girón; si está el homosexual pervertido y exhibicionista, está también la persona que cumple con sus obligaciones sociales y revolucionarias; si está el que sigue en su “limbo” al margen de los acontecimientos, está el que ha adecuado su voz y su obra a la voz y la obra de la Revolución, hecho tan evidente que Enrique Anderson Imbert ha dicho en su Historia de la literatura latinoamericana: “En Cuba la Revolución de Fidel Castro y la implantación de un régimen de tipo comunista, creó, entre los poetas, un ánimo nuevo. Aun aquellos que antes de la Revolución se habían distinguido por la finura de su lirismo personal, ahora aprendieron a cantar los temas de la colectividad sintiéndose parte del radicalísimo experimento político”. En síntesis: hay de todo como en botica.

Y si resulta injusto meter a los intelectuales hechos en un solo saco, hacer de ellos un bloque y juzgarlos con una masa de prejuicios por medio, más injusto y menos revolucionario resulta marcar a intelectuales jóvenes, nacidos con, por y para la Revolución, y cuya vida y otra se ignoran, con el cliché de “intelectuales aristocratizantes”.

El problema central de la literatura y el arte en nuestro país no puede en ningún modo deslizarse de otro hecho producto también de la Revolución: millones de personas se han alfabetizado, estudian sexto grado y superación obrera: han entrado en la vida cultural activa. No reconocer ese hecho sería absurdo, como absurdo es reducirlo todo a ese hecho. Es necesario plantearse una cosa sin sonrojo: hay niveles diferentes.

El problema real se plantea entonces así: ¿cómo debe enfocar el socialismo la llegada de millones de personas a una vida cultural activa? ¿Qué relación existe entre la necesidad de las expresiones de vanguardia que anteriormente habíamos reclamado y el hecho que analizamos? ¿Cómo debe plantearse el artista revolucionario el problema?

No hay que olvidar que el capitalismo resolvió en la práctica –con el arte-opio a que nos referimos en la primera nota– la cuestión. Para todos resulta claro que la solución del socialismo tiene que ser otra. Pero si para todos resulta claro es poco comprensible entonces la preocupación exclusiva por la pintura abstracta y otras manifestaciones artísticas, que, dicen, no son “positivas”. Entonces, para ser consecuentes, independientemente inclusive del grado de información de que partan las opiniones sobre la pintura abstracta. La preocupación debería producirse también por los cisnes y salones franceses que aun pululan en las casas de nuestro pueblo. A muchos nos ha preocupado la publicación de Paradiso y la influencia que dicha novela pueda ejercer sobre la juventud.

Esa preocupación, si se encuentra fundamentada, si es racional, es justa; pero, independientemente de la opinión que nos pueda merecer Paradiso, no hay que olvidar que de ella se editaron cuatro mil ejemplares y que en cualquier esquina de La Habana se encuentra al aire libre, un quiosco con los “cómics”, las novelitas de Corín Tellado, los muñequitos de Supermán y Batman, con todo su veneno anticomunista, las obras que narran las “hazañas” del FBI, los libros pornográficos descubiertos, u otros libros que no son más que pornografía con nombre hindú. Todo ese veneno ideológico y cultural y moral, veneno a pulso, no se vende, se “cambia” mediante el pago de una prima. Usted lleva cinco libritos, los cambia por otros cinco y paga veinte centavos de prima: un verdadero mercado negro.

Día tras día, se reúnen cientos de personas en las llamadas “Carpas de Teatro Cubano” de Infanta, o de Lawton o de la Víbora, a presenciar un teatro de “doble sentido” que en realidad tiene uno solo, lleno de chistes verdes que en realidad están podridos.

Esos hechos, los cisnes, Supermán y la pornografía, no deben preocuparnos: deben alarmarnos, hacernos gritar de ira y arder en soluciones, pues son fenómenos de masa. Esas soluciones no pueden esperar a las calendas griegas.

No intento decir, ni mucho menos, que todo está resuelto en la cultura cubana. Trato de decir exactamente lo contrario.

La preocupación sobre el estado y nivel de la creación es justa, en cuanto parta de un conocimiento y una información, pero, desgraciadamente no siempre, o casi nunca, es el caso. Trato de decir que, si son muy perjudiciales las actitudes “esnobistas”, culteranas, ajenas a la Revolución, también lo son las manifestaciones de la “cultura de masas” que nos impuso la burguesía.

Sí estamos de acuerdo con que la solución en Cuba revolucionaria tiene que ser otra; es deber de todo revolucionario, independientemente de las opiniones estéticas que sustente, luchar contra esos hechos concretos. La solución socialista del problema, si es nueva y tiene que serlo para ser socialista, no puede independizar las tres preguntas que de hecho son una sola. En el capitalismo se destruía al creador y al público en aras de bastardos intereses económicos e ideológicos. Las vanguardias se desarrollaban las más de las veces contra el sistema y si este alguna vez las utilizó fue precisamente porque el socialismo, a partir de problemas internos que no es necesario debatir aquí, se las autopuso. Un magnífico ejemplo de cómo es posible utilizar las expresiones estéticas de vanguardia que se producen bajo el capitalismo es Now, magnífico documental de Santiago Álvarez, que es además una muestra de verdadero arte popular de vanguardia. Una política menos audaz, y con ello menos revolucionaria, hubiese posibilitado que algún revolucionario que, sin saber inglés, escuchase Now, pensase, “bueno, es una canción imperialista”. El ejemplo es ideal, pero no imposible, pues se me produjo exactamente con un amigo, sólo que con otro cantante norteamericano antimperialista a quien, de no ser por el Noticiero ICAIC, y un artículo muy reciente del periódico Granma, y aun con el noticiero y con el artículo, buena parte del pueblo cubano desconoce: Pete Seeger.

Decimos que las tres preguntas son una sola porque el socialismo, a diferencia del capitalismo, no se halla opuesto al arte. Y como el arte presupone público y creador y recursos y política, hay que ver las cosas como ángulos de una cuestión
que las engloba. En lo que a la creación de vanguardia se refiere no debe haber, teóricamente, problemas: el socialismo debe alentarlas. El Partido constituirse en su defensor mayor, derribar todos los escollos burocráticos posibles. Las creaciones de vanguardia, por su parte, deben rezumar Revolución por todos los poros; pero REVOLUCIÓN con mayúsculas, en lo que a lucha de clases se refiere y en lo que a la transformación del hombre se refiere. A partir de un creador revolucionario “con la Revolución todo, sin la Revolución nada”, y con la Revolución la alegría y la tristeza y sobre todo el futuro. El futuro de un mundo donde el hombre no es más simple, sino más complejo; no más ignorante, sino más culto; no más irracional, sino más crítico y más consciente. “La calidad es el respeto al pueblo”, y si Cuba –el socialismo– no se conforma sino con un primer lugar en Puerto Rico, no por demostrar que somos superiores en cuanto hombres, sino por probar una vez más que trabajamos desde un sistema social superior. Si Cuba –el socialismo– proclama y prueba la superioridad de su organización económica y social sobre todos los países burgueses y sobre, por ejemplo, la rancia democracia cristiana de Frei. Si Cuba –el socialismo– desarrolla una política verdaderamente revolucionaria de vanguardia, con relación a los movimientos de liberación nacional y el mundo todo. Entonces Cuba –el socialismo—no puede sino aspirar a un arte y una literatura que superen en hondura y belleza y autenticidad y totalidad y sentido del futuro, todo lo que se está creando y lo que ha sido creado bajo el dominio de la burguesía. No podemos conformarnos con menos, no por demostrar nuestra superioridad como pueblo, sino, otra vez, para demostrar en el terreno de la cultura y la superioridad del sistema social que suscribimos y por el que hemos estado, estamos y estaremos, dispuestos a dar la vida. Claro que no es tarea fácil, pero tampoco es tarea fácil apoderarse de la técnica creada por la burguesía y en esto estamos. Será esta generación la que se apodere de la técnica que a la burguesía le costó doscientos años producir, tenemos que avanzar –avanzamos– a saltos. Es urgente. Quizá no sea esta generación la que alcance esos niveles de cultura. ¿Quién será? No importa, serán todos los que en esa tarea, revolucionaria como cualquiera, están empeñados. ¿Cuándo? Ni cuenta nos daremos. ¡Rápido! ¡Hay demasiada belleza por delante!

Este arte revolucionario de vanguardia al que me refiero no tiene por qué ser un arte que no entienda el pueblo. Un arte popular de vanguardia es posible, en Cuba lo tenemos: el Noticiero ICAIC. Cuando uno recuerda los noticieros NO-DO o las Actualidades Francesas; los compara con el nuestro, socialista, y sabe que es muy superior artísticamente, uno siente una profunda alegría revolucionaria. Cuando uno conversa con extranjeros que reconocen nuestro noticiero como el mejor, esta alegría llega al orgullo legítimo. Pero cuando, en la butaca de un cine de barrio: el Atlas, el Dora o el Maravillas, uno ve al pueblo, al pueblo real, no al que tienen en la mente los burócratas, gustar de una obra, identificarse con esa obra, reconocer el esfuerzo y la belleza y el respeto en esa obra desbordante de contenido revolucionario y de amor y de arte; la alegría, el orgullo, se toman infinita confianza en el futuro.

Un arte popular de vanguardia es posible; el cine, máximo aporte cultural de la Revolución Rusa en los primeros años, lo ha probado. Eisenstein, un comunista, es tan inventor del cine como Lumiére. Los diez días que estremecieron al mundo estremecieron realmente al mundo; es una obra, aún hoy, de futuro, es la verdadera obra comunista. Obreros de todo el mundo la han aplaudido. Mayakovski, el gran poeta de la Revolución, fue, es, querido, escuchado, por las masas. Fue también un revolucionario de la poesía. Ejemplos sobran y sobrarían aún más si tantos burócratas de la cultura no se hubieran metido entre el pueblo y los creadores dictando normas a diestra y siniestra; identificando –como dice el Che– lo que ellos entienden con lo que entiende el pueblo.

Ahora bien, nuestra afirmación de que un arte revolucionario popular de vanguardia es posible, no es absoluta. No queremos decir que todo arte de vanguardia tenga que ser desde sus inicios entendido por todo el mundo. Eso sería negar la existencia de niveles. Sería negar que el concepto de vanguardia –lo más avanzado– supone un concepto medio y aun el concepto de retaguardia. El arte de vanguardia no entendido por todo el mundo tiene derecho a existir como toda investigación, como todo aporte. La aspiración debe ser convertirlo, si es bueno, en un arte de masas lo más pronto posible.

Cuando sí absolutizamos, es al decir que el arte del futuro en Cuba; que el arte con perspectiva reales en Cuba es, será, el arte de la Revolución. De esta gran Revolución que todos, los artistas revolucionarios como parte integral del pueblo, estamos realizando. Si un artista renuncia a tratar ese tema, a inscribir su obra dentro de ese gran marco, allá él, sólo él se lo pierde, sólo él es menos libre. Tendrá que pagar esa autolimitación, esa falta de sensibilidad ante este magnífico fenómeno humano.

Si no hace contrarrevolución con su obra no debe preocuparnos, podemos incluso admirar lo que haga en cuanto valga y compadecerlo.

Bueno, ¿y lo otro? Porque si el arte revolucionario de vanguardia no puede –y creemos que no puede– satisfacer todas las necesidades, ¿cómo proceder? En primer lugar, deben quedar claros los límites del arte y los de la propaganda. Debe quedar claro que, aunque el arte puede y debe y tiene que servir a la propaganda revolucionaria, no hay que confundir una cosa con otra. No pueden reducirse las funciones del arte a los de la propaganda o el simple entretenimiento, so pena de obstaculizar el desarrollo real de la cultura del pueblo; so pena de caer en el delito de dar gato por liebre. No se puede dar gato por liebre al pueblo, entre otras cosas, porque el pueblo se desarrolla, estudia, evoluciona y pedirá cuentas. La confusión de arte y propaganda diariamente puede producir, produce, un proceso de involución, una confusión de funciones a quien nadie tiene derecho. El futuro no se reduce a mañana. Es tarea del arte avizorar lejos. Es necesidad del hombre y de la Revolución mirar más allá, pensar más allá, pensar. Es importante pensar en la importancia que para la juventud puede tener el hecho que señalamos, para una juventud que se halla en situación similar a la juventud soviética cuando Lenin, en su discurso al Tercer Congreso de las Juventudes Comunistas, dijo:

El comunista que se vanaglorie de ser comunista simplemente por haber recibido unas conclusiones ya establecidas, sin haber realizado un trabajo muy serio, muy difícil y muy grande, sin analizar los hechos frente a los cuales está obligado a adoptar una actitud crítica, sería un comunista muy lamentable. Semejante actitud superficial sería funestísima. Si yo sé que sé poco, me esforzaré por saber más; pero si un hombre dice que es comunista y que no tiene necesidad de conocimiento sólidos, jamás saldrá de él nada que se parezca a un comunista.

Hay entonces una responsabilidad, de y con la juventud.

El artista que realiza una labor diaria debe tener en cuenta la responsabilidad en que incurre, en un sentido de futuro.

Ernst Fischer en su libro La necesidad de arte (Un enfoque marxista), nos dice:

El artista socialista no puede dejar de trabajar con intención moral, pero sí puede evitar el autointerés, la simplificación propagandística: debe procurar elevarlo y purificarlo en lenguaje de arte. Este también debería ser el lema de los artistas que producen entretenimiento, es decir, de los que trabajan solamente para las necesidades del día. En un mundo socialista, las obras de entretenimiento, como todo arte, se dirigen a personas adultas y maduras. Fallan totalmente si adoptan una actitud patrocinadora hacia su público.

Entonces, en el entendido de que la propaganda es propaganda y el arte arte, ¿qué puede hacer el artista? El artista puede y debe y tiene que asistir con todo su saber y todo su oficio a esta tarea, realizar y desarrollar su trabajo artístico y llevarlo también al pueblo, y leerlo y discutirlo y aprender y enseñar. No se ha ido lo suficiente a fábricas y talleres y granjas y cooperativas y comités de defensa. No se ha discutido lo suficiente con el pueblo. No se ha llevado suficientemente el buen teatro al pueblo. El trabajo que realizaron los atletas de la delegación cubana a Puerto Rico, con el magnífico aporte del compañero Caiñas Sierra en la obra Nos vemos en Puerto Rico, actuada por atletas, sugeridos muchos de los aspectos por atletas, vista por más de mil personas que no van habitualmente al teatro, es, desde muchos puntos de vista, un magnífico ejemplo de arte inmediato, politizado, directo, y a la vez trascendente en cierta medida. Es una tarea de todos; del pueblo, del creador, del Partido, juntos, tenemos que arrancar a la burguesía el privilegio de la belleza.

Otra

Los apuntes que anteceden esta nota final constituyen, en cierta medida, una meditación sobre algunos aspectos de la carta que Jesús Orta Ruiz (el Indio Naborí) se creyó obligado a dirigirme. Están escritos en forma impersonal deliberadamente y por varias razones. En primer lugar, intentan ser más que una respuesta, un análisis de algunos de los graves problemas que afectan a la cultura cubana. En segundo lugar, en la carta de Naborí se mezclan, constante y lamentablemente, las más equívocas alusiones personales, con interpretaciones erróneas de mis palabras y las ideas de su autor sobre los problemas de la cultura. Esto me obliga a hacer algunas precisiones. Nunca, en mis declaraciones, me referí a la persona, solamente tomé un aspecto de la obra, la escrita con posterioridad a la Revolución, para ilustrar una parte de mi pensamiento. Esto último parece no haber quedado claro, espero que ahora lo esté. No es cierto que me haya limitado a criticar a Naborí. Muy anteriormente, en La Gaceta de Cuba (abril-mayo, 1966), manifesté unas opiniones sobre la editorial El Puente, que apuntaban precisamente al otro polo del problema: el liberalismo. Las declaraciones a que me refiero me han valido una respuesta de Ana María Simo, quien entre otras cosas me dice: “El dogmatismo literario, aunque sea «amplio» y utilice las técnicas más modernas sigue siendo dogmático”.

Muchas personas se han preguntado por qué no hice referencia a otros problemas en la encuesta. Estaban pensando en una obra y en un nombre: Paradiso, de José Lezama Lima. Esas olvidan que, independientemente de la opinión que nos pueda merecer dicha obra, la encuesta era sobre literatura revolucionaria.

Nadie piensa en Paradiso al hablar de literatura revolucionaria. Entiendo que el populismo es un problema importante en la literatura revolucionaria. Por eso decidí llamarle al pan, pan; y al vino, vino.

La carta de Naborí ha sido seguida por una buena cantidad de manifestaciones, hasta ahora: unas décimas “alusivas” en el semanario Palante, un artículo de Víctor Agostini en el periódico El Mundo, una serie de mentiras difundidas desde un programa radial, y muchos comentarios infundados en salones y esquinas. Insisto en la idea de que resulta cualquier cosa, menos revolucionario, difundir “clichés” falsos sobre una persona cuya vida y obras se ignoran. Jesús Orta Ruiz no entendió el sentido de mis palabras y las redujo a la mención que hice de su obra. Se sintió tocado en lo personal; no fue mi intención, lo siento.

Para concluir, ratifico todos mis criterios expresados en la encuesta sobre literatura revolucionaria, y espero que el sentido impersonal de las notas anteriores faciliten la discusión de ideas.


Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí